La Maldición De Sangre
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Capítulo 4

Los días siguientes transcurrieron en una tensa calma. Sofía apenas dormía, dedicando cada momento a cuidar de Mateo. Le hablaba, le leía, y con una aguja de plata esterilizada, extraía una minúscula gota de su propia sangre de la yema de su dedo, diluyéndola en las infusiones que le administraba. Era una cantidad ínfima, lo suficiente para estimular la curación sin poner en peligro su propia vida. Era la sabiduría que le había faltado en su vida anterior.

Mientras tanto, en la casa del cacique, la condición de Ramiro empeoraba visiblemente, a pesar de las apariencias. El elixir de Catalina le había devuelto algo de color a su rostro y una energía artificial que le permitía sentarse erguido y hablar con fuerza. Pero bajo la ropa, su cuerpo contaba otra historia. Le aparecieron manchas oscuras y dolorosas en las piernas, y el frío en sus pies se había convertido en un entumecimiento total.

"Es el proceso de curación, mi amor," le aseguraba Catalina cada vez que él se quejaba. "El veneno de la enfermedad está saliendo. Pronto estarás más fuerte que nunca."

Ramiro, desesperado por creerle, se aferraba a sus palabras como un náufrago a una tabla.

En la quinta mañana, mientras Sofía cambiaba las sábanas de Mateo, notó un ligero movimiento en los dedos de su mano derecha. Su corazón dio un vuelco. Se inclinó sobre él.

"¿Mateo?" susurró. "¿Puedes oírme?"

Sus párpados temblaron. Lentamente, muy lentamente, se abrieron. Sus ojos, nublados por meses de inconsciencia, parpadearon para acostumbrarse a la luz. Buscaron a su alrededor hasta que se encontraron con los de Sofía.

Una expresión de confusión cruzó su rostro. Y entonces, con una voz que era apenas un susurro ronco, dijo una sola palabra.

"Sofía..."

Isabel, que entraba en ese momento a la habitación, dejó caer la bandeja que llevaba. El estruendo de la loza al romperse fue ahogado por su grito de alegría.

Sofía sintió una oleada de triunfo tan intensa que casi la dejó sin aliento. Lo había logrado. Había traído a un hombre de vuelta del borde de la muerte.

Desde su ventana, vio a uno de los espías de Don Ernesto correr hacia la casa del cacique para dar la noticia. Sofía sonrió. El juego estaba a punto de terminar. Sabía lo que vendría después. El elixir de Catalina, como todos los venenos estimulantes, tenía un efecto final y devastador. Creaba una última y espectacular oleada de energía justo antes del colapso total. Ramiro se sentiría invencible justo antes de que su cuerpo se rindiera por completo.

Y todo sucedería en público.

El séptimo día, el día final de la apuesta, la plaza del pueblo estaba más llena que nunca. Don Ernesto había hecho instalar una tarima en el centro, como un escenario para la humillación pública de Sofía.

Catalina y Ramiro llegaron en medio de vítores. Ramiro, ayudado por dos sirvientes, se puso de pie junto a su silla. Se veía notablemente mejor. Su rostro tenía color, sus ojos brillaban con una luz febril y sonreía con arrogancia.

"¡Como pueden ver, el elixir ha funcionado!" proclamó Catalina a la multitud. "¡Ramiro está curado! ¡Hemos ganado!"

Don Ernesto sonreía de oreja a oreja, mirando a su hijo con orgullo.

Entonces, Sofía llegó. No venía sola. A su lado, apoyándose ligeramente en su brazo, caminaba Mateo. Estaba débil, pálido, pero caminaba por su propio pie. La multitud se quedó en silencio, un silencio tan profundo que se podía oír el viento soplando entre los árboles. El impacto fue total.

Mateo subió los escalones de la tarima con lentitud pero con firmeza. Tomó el brazo de Sofía y se dirigió a la multitud.

"Esta mujer," dijo con voz clara, "me salvó la vida. Le debo todo."

La mirada de Ramiro era de puro odio e incredulidad. ¿Cómo era posible?

Sofía se adelantó y miró directamente a Ramiro.

"Felicidades, Ramiro," dijo con una calma desconcertante. "Te ves maravillosamente. Pero la apuesta era que caminarías. Así que, por favor, camina hasta aquí y reclama tu victoria. Te estamos esperando."

La sonrisa de Ramiro se convirtió en una mueca. El desafío era directo. Se sentía fuerte, invencible. El elixir corría por sus venas, dándole una confianza ciega. Soltó a sus sirvientes con un gesto brusco.

"Con mucho gusto, bruja," siseó.

Dio un paso.

Luego otro.

La multitud contuvo la respiración. Por un momento, pareció que lo lograría.

Dio un tercer paso, un paso triunfal, levantando la pierna con arrogancia. Y entonces, ocurrió.

Un sonido horrible, un chasquido seco y sonoro como una rama rota, resonó en toda la plaza.

La pierna de Ramiro se dobló en un ángulo imposible. El hueso, podrido desde adentro por el veneno, se había partido en dos. Perdió el equilibrio, su rostro se contrajo en una máscara de sorpresa y dolor agónico, y se desplomó en la tarima.

La caída fue tan violenta que la tela de sus pantalones se rasgó a la altura del muslo. Y lo que quedó al descubierto hizo que la multitud gritara de horror.

Debajo de la tela no había piel sana. Había una masa de carne ennegrecida, purulenta y necrótica, que supuraba un líquido oscuro y maloliente. La ilusión se había roto. El veneno había reclamado su precio. La cura de Catalina no era una cura, era una condena.

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