Mi Vientre, Mi Dolor
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Capítulo 1

El olor a llanta quemada y a tierra mojada me pegó en la cara, era un olor que ya conocía, un olor que me advertía del dolor que estaba por venir. Abrí los ojos de golpe, las luces de un coche que venía de frente me cegaron por un instante, el sonido del claxon era un grito desesperado en medio de la noche lluviosa.

Estaba reviviendo el accidente. Otra vez.

Mi mente, de alguna manera, había regresado a este preciso momento, el instante antes de que todo se rompiera.

A mi lado, Ricardo sujetaba el volante con fuerza, su perfil se veía tenso bajo la luz intermitente de los faros. En el asiento de atrás, Sofía, mi mejor amiga, gritaba.

La primera vez que esto pasó, yo también grité, grité su nombre, le rogué que hiciera algo.

Esta vez, no.

Me quedé callada, observando la escena como si fuera una película que ya había visto y cuyo final odiaba.

El coche patinó sobre el asfalto mojado, sentí el tirón violento del cinturón de seguridad contra mi pecho mientras el vehículo giraba sin control y se estrellaba contra la barrera de contención. El impacto fue brutal, un estruendo de metal retorciéndose y cristales rompiéndose en mil pedazos.

Todo se quedó en silencio por un segundo, un silencio pesado y lleno de ecos.

Mi cabeza golpeó contra la ventana lateral, un dolor agudo me recorrió el cuello, pero mi mente estaba extrañamente clara. Estaba despierta, consciente.

"¿Estás bien?", le pregunté a Ricardo, mi voz sonó ronca, apenas un susurro.

Él no me respondió, ni siquiera me miró. Su primera reacción, su único instinto, fue girarse hacia el asiento trasero.

"¡Sofía! ¡Sofía, mi amor! ¿Estás bien? ¡Contéstame!", gritaba con una desesperación que nunca había usado para mí.

Verlo así, ignorándome por completo mientras yo sangraba a su lado, confirmó la sospecha que había nacido en mi corazón esa misma noche, antes de salir de casa, cuando recibí aquel video anónimo. El video donde él le confesaba a Sofía que yo solo era un escalón, un medio para llegar a la cima.

Sofía empezó a sollozar desde atrás, un gemido lastimero.

"Ricardo, me duele, me duele mucho la pierna", se quejó.

Sin dudarlo un segundo, Ricardo se desabrochó el cinturón y se lanzó torpemente hacia el asiento trasero, pasando por encima de la consola central para acunar a Sofía en sus brazos.

"Tranquila, tranquila, ya estoy aquí. No te va a pasar nada, te lo prometo", le susurraba, besando su frente, limpiando sus lágrimas falsas.

Yo me quedé ahí, inmóvil en el asiento del copiloto, viéndolos. El dolor en mi cabeza se intensificaba, y un líquido caliente empezó a escurrir por mi sien. Era sangre. Un dolor punzante y profundo comenzó a nacer en mi vientre, una alarma terrible que me heló la sangre.

Las sirenas se escuchaban cada vez más cerca.

Los paramédicos llegaron rápido, sus luces rojas y azules pintaban la escena de una urgencia caótica. Dos de ellos se acercaron a la puerta de Ricardo.

"La chica de atrás está herida, su pierna parece rota", dijo Ricardo de inmediato, sin soltar a Sofía. "Ayúdenla a ella primero".

Uno de los paramédicos me miró a través de la ventana rota.

"Señorita, ¿está bien? ¿Puede moverse?".

Intenté asentir, pero un mareo me invadió. "Mi... mi cabeza", logré decir.

Pero toda la atención ya estaba en Sofía. La sacaron con extremo cuidado, la colocaron en una camilla, mientras Ricardo no se separaba de su lado, sosteniendo su mano y diciéndole palabras de consuelo.

A mí me sacaron después, casi como una ocurrencia tardía. Una enfermera joven me tomó del brazo con más fuerza de la necesaria.

"Tú eres la que venía discutiendo con el conductor, ¿verdad? Por tu culpa casi se matan todos", me dijo en un tono acusador, mientras me guiaba hacia una ambulancia diferente.

"Yo no...", intenté defenderme, pero las palabras se atoraron en mi garganta.

La gente del pueblo que se había reunido alrededor del accidente me miraba con desprecio, susurrando entre ellos. Veían a Ricardo, el prometido devoto cuidando a la amiga herida, y me veían a mí, la prometida celosa que, según ellos, había provocado la tragedia. La humillación era un veneno que se extendía más rápido que el dolor físico.

Dentro de la ambulancia, el dolor en mi vientre se convirtió en una garra que me apretaba por dentro, era un calambre agudo y constante. Me doblé, buscando aire.

"Me duele... mucho", le dije a la enfermera que me acompañaba. "El abdomen".

Ella apenas me miró, ocupada llenando una forma. "Es normal después de un golpe así, son los nervios".

Le rogué con la mirada, intentando transmitirle la urgencia, el pánico que sentía crecer en mi pecho. Pero ella desvió la vista, su rostro era una máscara de indiferencia profesional, teñida de prejuicio.

Cerré los ojos, el sonido de la sirena se mezclaba con los latidos frenéticos de mi corazón. Ricardo estaba en la otra ambulancia, con Sofía. No había preguntado por mí ni una sola vez. No le importaba.

Mientras la ambulancia avanzaba, el dolor se hizo insoportable, una ola tras otra de agonía que me robaba el aliento. Sentí una humedad cálida entre mis piernas.

El miedo, un miedo primitivo y helado, finalmente me venció. Yo no solo estaba perdiendo a mi prometido y a mi mejor amiga, estaba perdiendo algo más. Algo infinitamente más preciado.

            
            

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