Yo era joven, ingenua, llena de las tontas ideas románticas que te meten en la cabeza las películas. Me enamoré de esa imagen, de la idea de lo que él representaba: éxito, estabilidad, un futuro brillante.
Fui yo quien dio el primer paso. Le llevé un café, con la excusa de que me había equivocado de pedido. Él levantó la vista, sorprendido, y me sonrió. Esa sonrisa... fue suficiente para sellar mi destino.
Durante meses, fui yo la que lo buscaba, la que iniciaba las conversaciones, la que sugería planes. Él siempre aceptaba, pero con una especie de distancia cortés, como si estuviera haciéndome un favor. Yo lo interpretaba como timidez, como que estaba enfocado en sus estudios. Me decía a mí misma que un hombre tan serio necesitaba a alguien como yo, alegre y persistente, para sacarlo de su caparazón.
Qué tonta fui.
Él era amable, sí. Me abría la puerta del coche, me llevaba a cenar a lugares bonitos, me presentaba a sus amigos como "una amiga muy especial". Pero siempre había una barrera invisible. Cuando intentaba acercarme demasiado, cuando buscaba una intimidad más profunda, él se retiraba sutilmente.
"Vamos con calma, Ximena", me decía. "Las cosas importantes toman tiempo".
Y yo le creía. Creía que estaba construyendo algo sólido, algo real. Le di mi tiempo, mi devoción, mi amor incondicional. Puse sus necesidades por encima de las mías, celebré sus logros como si fueran propios, lo defendí de cualquiera que se atreviera a criticarlo.
La cruda verdad se me reveló mucho después, en una fiesta de la empresa de su padre. Yo ya era su prometida oficial, el anillo de diamantes brillaba en mi dedo, un símbolo, creía yo, de su amor.
Estaba buscándolo para irnos a casa cuando lo escuché hablar con uno de sus socios en la terraza. Me detuve detrás de una gran maceta, no con la intención de espiar, sino porque su tono de voz me llamó la atención.
"La hija de los Velasco es guapa, Ricardo, pero Sofía... esa chica es una diosa. ¿Por qué no andas con ella?", le preguntó el socio.
La respuesta de Ricardo fue como un golpe en el estómago.
"Sofía es un Ferrari, espectacular para pasear y presumir, pero no te casas con un Ferrari. Para casarte necesitas algo... confiable. Un sedán familiar. Ximena es perfecta para eso. Su familia tiene el apellido y las conexiones que necesito. Es dulce, manejable... no da problemas. Es el puente perfecto hacia donde quiero llegar. Una vez que esté del otro lado, ya veremos qué pasa con el Ferrari".
Me quedé helada, incapaz de moverme, incapaz de respirar. ¿Un sedán familiar? ¿Un puente? ¿Manejable? Cada palabra era una daga que destrozaba la imagen que yo había construido de nuestra relación. Él no me amaba. Nunca me había amado. Solo me estaba usando. Y Sofía... mi mejor amiga, la que me ayudó a elegir el vestido de novia, la que lloró de "felicidad" cuando le conté que estaba embarazada... ella era el Ferrari.
La pieza final del rompecabezas encajó esa misma noche, la noche del accidente. Justo antes de salir, me llegó un video a mi celular, de un número desconocido. Era Ricardo, en la cama, con Sofía. Se estaban riendo.
"¿De verdad te vas a casar con ella?", le preguntaba Sofía, acariciándole el pecho.
"Es solo un trámite, mi amor", respondía él. "Tú eres la única dueña de mi corazón... y de todo lo demás".
Se besaron, y en medio del beso, él susurró el nombre que se convertiría en mi pesadilla.
"Sofía..."
Ese susurro se repitió en mi mente una y otra vez, como un eco infernal. Era el mismo susurro que yo había escuchado algunas noches, en la oscuridad de nuestra habitación, cuando estábamos juntos. Yo pensaba que era mi nombre, dicho con pasión. Pero no. Nunca fue mi nombre. Incluso en mis brazos, él pensaba en ella.
Toda mi vida con él había sido una mentira. Fui la tonta, la ingenua, el escalón que él pisaba para subir más alto.
El dolor de esa traición, más agudo que cualquier herida física, me sacó de la oscuridad. Desperté. Pero ya no era la misma Ximena. La chica enamorada y crédula había muerto en ese accidente, junto con su hijo.
Lo que quedaba era algo más duro, más frío. Algo que ya no sentía amor, solo un inmenso y vacío deseo de justicia.