"Ay, mija, qué bueno que despiertas. Nos tenías con el Jesús en la boca", dijo, su voz era cálida y maternal.
"¿Dónde... dónde estoy?", pregunté, mi garganta estaba seca.
"Estás en el hospital del pueblo vecino. Te traje para acá anoche. Soy Elena, mi esposo estaba en urgencias cuando te trajeron a ti. Vi todo el numerito que te armó ese... sinvergüenza". Su rostro se endureció al decir la última palabra.
Elena me contó lo que pasó después de que me desmayé. Vio cómo Ricardo se fue sin mirar atrás, cómo las enfermeras me ignoraron. Indignada, exigió que me atendieran de inmediato. Cuando los médicos finalmente me revisaron, se dieron cuenta de la gravedad de mi estado y me llevaron a cirugía de emergencia. Elena se había quedado conmigo todo el tiempo.
"Ese hombre... y la otra muchachita... ¿cómo pueden ser tan crueles?", murmuró, negando con la cabeza. "Dejarte así, en tu estado...".
La palabra "estado" me golpeó. Puse una mano temblorosa sobre mi vientre, que ahora se sentía extrañamente vacío, hueco. El dolor ya no era agudo, sino un eco sordo, una ausencia.
Miré a Elena, y aunque no dije nada, ella entendió la pregunta en mis ojos. Su expresión amable se llenó de una tristeza profunda.
"Lo siento mucho, mija", dijo suavemente, tomando mi mano. "Los doctores hicieron todo lo que pudieron, pero... perdiste al bebé".
La confirmación, aunque esperada, me rompió por dentro. Un sollozo seco se escapó de mis labios. No había lágrimas, solo un vacío inmenso. Mi hijo, mi pequeña esperanza secreta, la única cosa pura en medio de tantas mentiras, se había ido. Y se había ido por culpa de ellos.
Elena me apretó la mano con fuerza, dándome un ancla en medio de mi tormenta silenciosa.
"Escúchame", dijo con una nueva firmeza en su voz. "Tu prometido, Ricardo... para mí, ese hombre está muerto".
Su declaración fue tan tajante que me sorprendió. "¿Qué?".
"Un hombre que abandona a la madre de su hijo en un momento así, no es un hombre. Es basura. Para ti, a partir de hoy, él está muerto. No existe. ¿Entendido?".
Asentí lentamente, absorbiendo sus palabras. Tenía razón. El Ricardo que yo había amado nunca existió, y el hombre real que llevaba su nombre no merecía ni un solo pensamiento más.
Elena no se detuvo ahí. Estaba furiosa, una leona defendiendo a una cachorra que no era suya. Sacó su viejo celular del bolso.
"Mientras dormías, no me quedé de brazos cruzados. Escribí todo lo que vi. Cómo te ignoró, cómo te gritó, cómo te abandonaron. Y lo publiqué en el grupo de noticias del pueblo", dijo, mostrándome la pantalla. "La gente tiene que saber qué clase de monstruos son".
Miré la pantalla. Elena había escrito un relato detallado y apasionado de los hechos, sin omitir la crueldad de Ricardo ni la falsedad de Sofía. El post ya tenía cientos de reacciones y comentarios. La gente del pueblo, que antes me juzgaba, ahora empezaba a cuestionar la versión oficial.
Por primera vez en mucho tiempo, una pequeña chispa de algo parecido a la esperanza se encendió en mi interior. No estaba completamente sola. Una extraña, una mujer con un corazón de oro, había decidido luchar por mí.
La batalla apenas comenzaba, pero ahora sabía que no la enfrentaría sola. Y mi primer paso sería seguir el consejo de Elena: enterrar a Ricardo, para siempre.