"Romper este compromiso," continuó El Patriarca, su mirada clavada en Miguel, "no es solo un insulto. Es una declaración de guerra. El Halcón vendrá por nosotros. Y tendrá razón. Perderé todo el respeto, toda la credibilidad que he construido durante cincuenta años. Nuestros otros aliados nos verán como débiles, como poco fiables. El imperio se desmoronará desde adentro, ¿y todo por qué? ¿Por una mujer que te susurra mentiras al oído?"
Don Fernando se pasó una mano por el rostro, un gesto de infinita fatiga. No era el cansancio de la enfermedad, sino el de la decepción.
"He matado hombres. He sobornado políticos. He hecho cosas terribles para darte un trono, para que tú no tuvieras que mancharte las manos. Y tú lo desprecias. Lo escupes."
Una idea terrible y radical comenzó a formarse en su mente. Una solución tan drástica que nunca la había considerado posible.
"No mereces ser mi heredero," dijo Don Fernando, y las palabras parecieron solidificarse en el aire. "No tienes el juicio, ni el honor, ni la inteligencia. Eres una vergüenza."
Se giró hacia Isabella. Su furia se suavizó, reemplazada por un profundo respeto y una extraña ternura.
"Isabella, hija mía," dijo, y el término sonó sincero. "Este imbécil te ha deshonrado. Tu familia ha sido insultada. Pero la ofensa no quedará sin reparar. Él no será el rey. Pero tú... tú seguirás siendo la reina."
Hizo una pausa, dejando que el peso de sus palabras se asentara.
"Yo te tomaré como mi esposa. Te daré mi nombre y mi protección. Juntos, encontraremos un nuevo heredero, uno digno de tu familia y de la mía. El pacto con tu padre se cumplirá."
La propuesta era escandalosa, pero en el mundo retorcido de la mafia, tenía una lógica impecable. Era la única forma de salvar el honor y la alianza.
Isabella lo miró, y por primera vez, sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no eran de tristeza, sino de gratitud y respeto. Hizo una reverencia.
"Don Fernando, usted me honra más allá de las palabras. Pero no puedo aceptarlo. Mi honor no reside en ser la esposa de un rey, sino en la lealtad de mi sangre. Mi padre lo entenderá. No permitiré que mi desgracia personal manche la última etapa de su vida." Su rechazo era tan digno, tan lleno de gracia, que la elevó aún más a los ojos de todos.
Miguel, que había estado observando esta escena con una mezcla de incredulidad y furia, finalmente explotó.
"¡Estás loco, viejo! ¡Y tú!" gritó, señalando a Isabella. "¡Pequeña zorra manipuladora! ¡Siempre has querido el poder! ¡Pero no lo tendrás! ¡La Luna es cien veces la mujer que tú eres! ¡Ella me dará hijos fuertes, no los débiles herederos de una familia de halcones venidos a menos!"
Don Fernando cerró los ojos. Ya había oído suficiente.
"Guardias," dijo con una voz helada. "Sáquenlo de mi vista. Llévenlo a sus aposentos y no lo dejen salir."
Miguel luchó. "¡No pueden tocarme! ¡Soy el heredero!"
Los dos guardias que estaban más cerca dudaron por un segundo. La costumbre, la jerarquía, todavía pesaba en sus mentes. Miguel era, hasta ese momento, su futuro jefe.
Esa vacilación fue todo lo que Don Fernando necesitó ver.
"Dije," repitió, su voz ahora un rugido que hizo temblar las paredes, "¡QUE LO SAQUEN!" Y luego, mirando directamente a los ojos de su hijo, pronunció la sentencia. "Ya no eres el heredero. Ya no eres mi hijo. Para mí, estás muerto. Mañana, todo el mundo sabrá que el Príncipe Heredero Miguel ha sido desheredado. Voy a buscar un nuevo sucesor."