Me Abandona y Elige La Despreciada
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Capítulo 4

Justo cuando los guardias finalmente agarraban a un Miguel que gritaba y maldecía, una nueva voz intervino, suave y melosa, pero con un filo de arrogancia.

"Un momento."

Todos se giraron. En el umbral de la puerta estaba una mujer. Era La Luna. Vestía de una manera extraña, con túnicas de colores brillantes y demasiadas joyas baratas. Su rostro era hermoso, pero de una manera vulgar, y sus ojos tenían una intensidad fanática.

Ignoró a los guardias y caminó directamente hacia el centro de la habitación, como si fuera la dueña del lugar.

"Usted no puede desheredarlo," dijo, dirigiéndose a Don Fernando con una familiaridad insultante. "Él es el elegido. Yo lo he visto. He viajado a través de las arenas del tiempo para encontrarlo."

Se acercó a Miguel y le acarició la mejilla ensangrentada. "Mi pobre príncipe, no entienden tu grandeza."

Luego se giró hacia Isabella con una sonrisa de suficiencia. "Y tú, la princesita de hielo. Tu tiempo se acabó. El futuro no necesita alianzas de viejos. Necesita visión. Poder. Magia."

Don Fernando la observaba con una mezcla de asco y una creciente alarma. No por sus palabras sin sentido, sino por el control absoluto que parecía tener sobre su hijo. Miguel la miraba con una adoración ciega, como un perro a su amo.

"Tú eres la charlatana," dijo Don Fernando, con la voz cargada de desprecio.

La Luna soltó una risita. "Usted me llama charlatana porque teme lo que no comprende. Pero le demostraré mi valor. Miguel les habló de mi fórmula, ¿verdad?"

Se pavoneó frente a Don Fernando. "Una droga que creará una adicción instantánea, con un efecto diez veces más potente que cualquier cosa en el mercado. Con ella, no necesitarán la frontera del General Ramírez. Los clientes vendrán a nosotros de rodillas, suplicando. Todo su cartel quedará obsoleto."

Don Fernando sintió un escalofrío. La idea era peligrosa, no por la fórmula en sí, sino por la idiotez de creer que algo así podría funcionar sin provocar una guerra total. Veía en los ojos de Miguel la misma codicia ciega que había destruido a tantos hombres.

Miguel, liberado momentáneamente por la distracción, se aferró al brazo de La Luna.

"¡Escúchala, padre! ¡Es brillante!"

Luego se besaron, un beso largo y apasionado, justo en medio de la habitación, frente a su padre moribundo y su prometida humillada. Era un acto de desafío tan vulgar, tan fuera de lugar, que incluso los guardias apartaron la vista, avergonzados.

Cuando finalmente se separaron, Miguel se giró hacia Isabella de nuevo.

"¿Todavía estás aquí?" dijo con crueldad. "Vete. Nadie te quiere. Vuelve con tu padre y dile que el futuro ha llegado."

Pero antes de que Isabella pudiera responder, algo cambió en su expresión. Dio un paso adelante, no hacia Miguel, sino hacia su padre, el General Ramírez, que acababa de aparecer en el umbral, flanqueado por sus propios hombres. Nadie lo había oído llegar.

Isabella se giró y, con una dignidad que contrastaba brutalmente con la escena anterior, habló con una voz clara y fuerte.

"Padre, he sido deshonrada. Te pido permiso para disolver mi compromiso. Y te pido que me permitas regresar a casa contigo."

El General Ramírez, un hombre cuya cara parecía tallada en granito, miró a Miguel, a La Luna y luego a la marca roja en la mejilla de su hija. No dijo una palabra, pero la temperatura de la habitación pareció bajar diez grados.

Don Fernando, viendo al Halcón, supo que la crisis había alcanzado un punto de no retorno.

"¡Guardias!" ordenó. "Traigan mi pistola. La que tiene las iniciales de mi padre grabadas. Voy a enseñarle a este bastardo una lección sobre las consecuencias."

Al oír eso, La Luna entró en pánico. Su plan se estaba desmoronando. En un intento desesperado por salvar la situación, gritó:

"¡Esperen! ¡La fórmula! ¡Se las daré! ¡Para que vean que no miento!"

Y empezó a recitar una lista de ingredientes de forma atropellada. "¡Se necesita la hoja más pura, procesada con éter y ácido sulfúrico! Luego se purifica con permanganato de potasio y se cristaliza con amoníaco. ¡Es un secreto ancestral!"

Se hizo un silencio. Miguel la miraba con admiración. Don Fernando, con lástima.

Fue Isabella quien rompió el silencio. Se giró lentamente hacia La Luna, una pequeña sonrisa formándose en sus labios.

"¿Un secreto ancestral?" preguntó, su voz teñida de ironía. "Eso no es un secreto. Es la receta básica para hacer pasta base de coca. Cualquier narcomenudista de Tepito te la puede decir por veinte pesos. De hecho, la tuya es bastante mala. Olvidaste el paso de la carbonatación para aumentar la pureza. Lo que tú describes es basura, ni siquiera serviría para vender en las calles más pobres."

La cara de La Luna se transformó. La máscara de misticismo se hizo añicos, revelando la expresión de una estafadora barata atrapada en su propia mentira.

            
            

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