Me Abandona y Elige La Despreciada
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Capítulo 5

El golpe final lo dio Don Fernando. Con una voz que no admitía réplica, dictó su sentencia.

"Redacten el comunicado. Miguel queda desheredado, despojado de su nombre y de todos sus privilegios. A partir de este momento, es un extraño para esta familia."

Miguel soltó un grito ahogado, una mezcla de rabia y pura incredulidad. Era como si finalmente estuviera entendiendo que no se trataba de una discusión pasajera. Era el fin.

Cegado por la furia, se lanzó hacia la cama, con las manos extendidas como garras, intentando atacar a su propio padre.

"¡Viejo desgraciado! ¡Me las pagarás!"

Los guardias, esta vez sin dudarlo, reaccionaron al instante. Lo interceptaron en el aire, derribándolo al suelo con una fuerza brutal. Lo sujetaron, con la cara aplastada contra el frío mármol. Su dignidad, si es que le quedaba alguna, se evaporó en ese instante.

Fue entonces cuando Isabella hizo algo completamente inesperado. Se dirigió a Don Fernando.

"Don Fernando, por favor," dijo en voz baja, pero audible para todos. "No lo mate. No aquí. No ahora. Exílielo. Despójelo de todo, pero déjelo vivir. Matar al primogénito, incluso a uno como él, traerá mala suerte y división entre sus hombres. Algunos todavía le son leales por costumbre."

Don Fernando la miró, sorprendido. En su petición no había compasión por Miguel, sino una astucia política fría y calculadora. Estaba pensando en la estabilidad del imperio, en evitar una guerra civil por un idiota. El viejo capo asintió lentamente, impresionado por su madurez. Entendía perfectamente su razonamiento. Un heredero muerto es un mártir para algunos, un heredero exiliado y humillado es solo un cobarde.

"Tienes la sabiduría de una reina," le dijo. Luego, su mirada se desvió hacia la puerta. "Carlos," llamó.

Un joven apareció desde las sombras del pasillo. Era Carlos, el hijo menor de Don Fernando. Delgado, con gafas y un traje impecable, siempre había permanecido a la sombra de su hermano. Era frío, silencioso y calculador. Nadie le prestaba mucha atención.

"Padre," dijo con una reverencia perfecta.

La presencia de Carlos en la habitación cambió la dinámica. La solución a un problema había creado otro: la sucesión.

"Isabella," dijo Don Fernando, volviéndose de nuevo hacia ella. "Como te dije, el pacto se cumplirá. Serás la reina de esta casa. Cuando yo muera, elegirás a uno de mis capitanes más leales como esposo. O, si lo prefieres," añadió, mirando de reojo a Carlos, "podrías considerar a un hombre de mi propia sangre, uno que entienda el valor del honor."

La implicación era clara. Le estaba ofreciendo a Carlos como una posible opción, un nuevo peón en el tablero.

Desde el suelo, Miguel escuchó esto y soltó un grito animal, un aullido de pura desesperación y rabia impotente al ver cómo su vida entera era desmantelada y redistribuida frente a sus ojos.

Don Fernando lo ignoró y una sonrisa amarga se dibujó en su rostro. Era una situación terrible, una tragedia familiar, pero no pudo evitar encontrarle un punto de humor negro.

"Qué ironía," murmuró para sí mismo. "La historia se repite."

Su mente voló veinte años atrás. A otra mujer, igual de manipuladora y ambiciosa que La Luna. La madre de Carlos. Una mujer que también le había susurrado mentiras al oído, que le había hecho creer en promesas de un poder místico y lo había convencido de tomar una decisión desastrosa.

Una decisión que había costado cientos de vidas.

Recordó el fuego. Las explosiones. Un cargamento entero de armas, valorado en millones, volado por los aires en un puerto de Veracruz. Una traición orquestada por la madre de Carlos, que trabajaba para un cartel rival. Recordó los cuerpos de sus hombres, calcinados. Recordó la humillación.

Y ahora, su hijo Miguel, el hijo de su primera y amada esposa, estaba repitiendo exactamente el mismo error estúpido, seducido por el mismo tipo de mujer venenosa. La historia no solo rimaba, era un eco exacto, un chiste cruel que el destino le jugaba en su lecho de muerte.

                         

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