Escuché la llave en la cerradura y me preparé. Mi corazón empezó a latir con fuerza, un tambor de guerra en el silencio de mi pecho.
Sofía entró, radiante y sonriente, arrastrando su maleta de diseñador. Dejó caer sus cosas en la entrada y corrió a abrazarme.
"¡Mi amor! ¡Llegaste!".
Su cuerpo se apretó contra el mío y tuve que reprimir el impulso de apartarla. El olor de su perfume, el mismo que se había mezclado con el de Diego, me revolvió el estómago.
"Te extrañé tanto", susurró en mi cuello, su voz melosa y practicada.
La aparté suavemente, forzando una sonrisa.
"Yo también te extrañé, Sofía".
"¿Qué pasa? ¿Estás bien?", preguntó, frunciendo el ceño con una preocupación perfectamente actuada. "¿Te ves pálido? ¿Mucho trabajo?".
"Sí, solo... un día largo en el restaurante", mentí. "El nuevo menú me está matando".
Ella pareció aceptar la excusa. Me tomó de la mano y me llevó hacia el sofá.
"Pobre de mi chef estrella. Siéntate, descansa. Te traje algo".
Abrió su bolso y sacó una caja de terciopelo azul. Me la entregó con una sonrisa triunfante.
"Feliz aniversario adelantado, mi vida".
La abrí. Dentro había un reloj de una marca suiza carísima, uno que habíamos visto en una revista hacía meses y del que yo había dicho que era absurdamente ostentoso.
"Sofía, esto es... demasiado", dije, mi voz sonando hueca en mis propios oídos.
"Nada es demasiado para el mejor chef de México", dijo ella, tomándolo y abrochándolo en mi muñeca. "Te lo mereces todo".
La ironía era tan espesa que casi podía saborearla. Ella me compraba un reloj con mi propio dinero mientras se revolcaba con mi asistente.
En ese momento, sonó el timbre. Era un mensajero. Traía un paquete para mí. Lo firmé y lo abrí frente a ella.
Dentro había un collar de diamantes y zafiros, diseñado a medida. Las piedras formaban una constelación única, la que vimos juntos en nuestro primer viaje a Oaxaca. Era mi regalo de aniversario para ella.
El mensajero, un joven nervioso, habló antes de que yo pudiera decir nada.
"Señor Ángel, disculpe la molestia. Intentamos entregar esto en el evento de la revista 'Caras' para la señora Sofía, como nos indicaron, pero nos dijeron que ella ya se había ido con el joven Diego".
El silencio que siguió fue denso y pesado.
Vi cómo el color desaparecía del rostro de Sofía por una fracción de segundo, antes de que su máscara de actriz volviera a su lugar.
"¡Qué incompetentes!", exclamó con una risa forzada. "Les dije claramente que me lo enviaran aquí. Gracias, Miguel, es hermoso".
Pero el daño estaba hecho. La mención del nombre de Diego flotaba en el aire entre nosotros.
Más tarde, mientras ella se desvestía en la habitación, noté algo en el suelo, cerca de su lado de la cama. Un arete de hombre, pequeño y de plata. No era mío. Sabía perfectamente a quién pertenecía.
Me agaché para recogerlo justo cuando ella salía del vestidor.
"¿Qué es eso?", preguntó.
"Un arete", dije, mostrándoselo.
"Ah, debe ser de mi hermano. Estuvo aquí la semana pasada, ya sabes cómo es de descuidado", mintió sin siquiera parpadear.
Su hermano vivía en Guadalajara y no había venido a la ciudad en más de un año.
Sentí una oleada de náuseas de nuevo, esta vez más fuerte. Corrí al baño y vomité en el inodoro. Todo el amor, toda la confianza, saliendo de mi cuerpo en espasmos violentos.
Sofía apareció en la puerta, con su rostro lleno de falsa preocupación.
"Miguel, ¿qué tienes? De verdad te ves muy mal. ¿Comiste algo en mal estado?".
Puso su mano en mi frente y su contacto me quemó la piel.
"Estoy bien", logré decir, limpiándome la boca. "Solo necesito descansar".
Me ayudó a llegar a la cama, me arropó como si fuera un niño enfermo.
"Mañana tengo que irme a Monterrey muy temprano, ¿lo recuerdas?", dijo, acariciándome el pelo. "Espero que te sientas mejor. Si no, cancelo el viaje".
"No, no. Ve", le dije, cerrando los ojos. "Es importante para el restaurante. Estaré bien".
"Está bien, mi amor", susurró. "Descansa".
Se acostó a mi lado, y pronto su respiración se volvió profunda y regular. Se durmió rápidamente, sin ninguna culpa, sin ninguna preocupación.
Yo, en cambio, me quedé despierto, mirando el techo en la oscuridad, con el reloj caro pesando en mi muñeca como un grillete.
Mañana. Mañana todo terminaría.