Y para rematar la humillación, Sandra Alemán -la famosísima exnovia de Gabriel, influencer, diseñadora y venenosa por excelencia- dio declaraciones para la prensa:
-No me sorprende en lo más mínimo. Gabriel no está enamorado de Helena. Nunca lo estuvo. Él... no es ese tipo de hombre.
Helena se quitó el anillo con la misma calma con la que alguien se quita una venda sucia. Lo sostuvo unos segundos entre los dedos... y luego lo lanzó contra la pared con un ¡clac! seco. Ni siquiera se molestó en mirar dónde cayó.
-Ridículo -murmuró con rabia contenida, antes de girarse hacia el espejo y retocarse el labial como si nada hubiese pasado.
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Al otro lado de la ciudad, Gabriel miraba los titulares en su teléfono mientras su padre caminaba como un león enjaulado.
-¡Nos están ridiculizando! ¡¿Tienes idea del daño que esto hace a nuestro apellido, a nuestras acciones?! -bramó Lord Devereux, arrojando el periódico sobre la mesa de mármol.
Gabriel no respondió. Caminó hasta la caja fuerte empotrada detrás de una pintura y tecleó el código con calma. Dentro, entre documentos y relojes carísimos, reposaba una pequeña caja de terciopelo negro.
La abrió despacio.
Un anillo. Diamante rosado. Tallado a mano. Único. Un legado. Su madre se lo había entregado años atrás, con una sola condición:
"Solo para la mujer que sea tu esposa."
Había recorrido joyerías por todo el país sin encontrar algo que le pareciera digno.
Pero esto... esto lo era.
Valía más que su mansión. Era historia. Era poder. Era simbólico. Y ahora, más que nunca, necesitaba arreglar lo que había desatado.
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En una galería de arte en Mayfair, Helena caminaba entre cuadros contemporáneos y esculturas absurdas con su hermana, Amanda, a su lado. Los flashes no paraban. Había fotógrafos en cada esquina, y los reporteros se colaban incluso detrás de las obras para obtener una imagen o una declaración.
Su nombre era tendencia mundial. No por su carrera como modelo. No por su familia. Sino por un anillo barato.
-¿Podemos salir de aquí ya? -susurró Helena entre dientes.
-No hasta que el escándalo se enfríe un poco. Estar en público ayuda a controlar la narrativa -respondió Amanda, mientras hojeaba un catálogo con absoluta frialdad.
De pronto, Amanda se tensó. Y sin decir una palabra, tomó a Helena del brazo y la sacudió con fuerza.
-¡Helena! Míralo.
La joven giró, confundida, siguiendo la dirección que su hermana señalaba.
Y ahí estaba.
En la entrada principal de la galería, bajo los reflectores, rodeado de cámaras, de pie como si no le importara tener a media prensa sobre él...
Gabriel Devereux.
Traje oscuro impecable. Mirada seria. Y en su mano, esa caja negra.
El mundo pareció detenerse.
La respiración de Helena se cortó.
Los fotógrafos empezaron a gritar su nombre.
Y Gabriel... simplemente sonrió.
Helena se quedó congelada cuando Gabriel avanzó por la alfombra de la galería, ignorando a todos, como si el mundo entero le perteneciera. Las cámaras no paraban, los flashes explotaban y aun así, él no aceleró el paso ni una sola vez.
Se detuvo frente a ella.
Silencio absoluto.
Los asistentes, los periodistas, incluso los encargados de seguridad... todos contenían la respiración.
Gabriel le tomó la mano.
Sin pedir permiso.
Sin preguntarle nada.
Deslizó con naturalidad el anillo barato fuera de su dedo y lo guardó en el bolsillo de su pantalón como si fuera una goma de mascar usada.
Entonces, sacó la pequeña caja negra y, con una teatralidad casi sarcástica, la abrió.
Un destello rosado deslumbró la sala.
El diamante parecía capturar la luz de cada rincón del lugar. Rodeado de incrustaciones brillantes y finos grabados antiguos, aquel anillo no era solo hermoso: era majestuoso. Una joya que claramente no pertenecía a esta era... ni a alguien común.
Helena no dijo nada. Solo lo miró fijamente mientras él lo colocaba en su dedo con suavidad.
-Espero estés satisfecha -murmuró, sin una gota de dulzura.
La expresión de Helena no cambió. Su rostro era una máscara perfecta, pero por dentro, su corazón latía con tanta fuerza que creyó que el anillo vibraría.
Un murmullo general recorrió la galería.
Una de las reporteras logró articular una pregunta:
-Señor Devereux... ¿es cierto que esa joya perteneció a la realeza?
Gabriel alzó la mirada, como si recién se percatara de los periodistas, y sonrió con un aire completamente despreocupado.
-Lo mandé a pulir, no llegó a tiempo. Tuve que improvisar -respondió, como si hubiese comprado un par de medias y no una reliquia con valor histórico incalculable.
Se giró y caminó hacia la salida.
Así. Sin fotos, sin declaraciones, sin posar. Como si no acabara de alterar el orden social de Londres.
Helena no lo siguió de inmediato. Sentía el peso del anillo en la mano como si llevara puesta una corona.
Amanda se inclinó hacia ella y susurró:
-Bueno... eso acaba de cerrarles la boca a todos.
Y tenía razón.
Los titulares ya se estaban escribiendo por sí solos.
"Del insulto al escándalo real: Helena Windsor recibe el anillo más caro del siglo."
"Gabriel Devereux hace historia (y lo hace con estilo)."
"¿Improvisación o jugada maestra? La jugada millonaria que enmudeció a Londres."
Pero mientras el mundo aplaudía, Helena lo sabía...
Esto no era una disculpa.
Era un mensaje.
Un recordatorio de quién tenía el control.
Y ella... no pensaba quedárselo callada.
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La noticia del costoso anillo recorrió las redes sociales como un incendio fuera de control. Cada medio, cada cuenta influyente, cada blog de sociedad tenía ya un análisis preparado sobre el diamante rosado que ahora brillaba en la mano de Helena Windsor. Las fotografías desde distintos ángulos inundaban internet: Helena en la galería, Gabriel colocando el anillo con gesto serio, el destello de la joya bajo los reflectores.
El escándalo del "anillo de supermercado" había quedado sepultado en cuestión de horas. Ahora el nuevo titular era un himno de prestigio: "El anillo más caro del siglo en manos de Helena Windsor."
En la Mansión Windsor, Lord William cerró su periódico con una satisfacción que rara vez se permitía mostrar. La severidad en su rostro se relajó mientras apoyaba la copa de whisky sobre la mesa de roble. El viejo patriarca estaba feliz. Aquello era exactamente lo que había planeado: ruido, titulares, dominio absoluto de la opinión pública.
De inmediato marcó un número en su teléfono privado.
-Edmund -saludó con una voz grave, pero con un brillo de orgullo-. Creo que tus felicitaciones están en orden.
Al otro lado de la línea, Lord Edmund Devereux rió por lo bajo.
-Más bien debería felicitarte yo a ti, William. Tu nieta ha demostrado la clase de mujer que es. Mi hijo, para variar, hizo lo correcto. Aunque quizás... demasiado teatral.
-La teatralidad no es un defecto, Edmund. Es estrategia. Londres habla de ellos, las familias rivales los envidian, y nuestros imperios se fortalecen. ¿No ves? Vamos por buen camino.
Ambos hombres, viejos zorros de la política y los negocios, se entendían con pocas palabras. Sus herederos aún podían odiarse, desafiarse o maldecirse en silencio, pero todo eso era irrelevante si la imagen que proyectaban al mundo era la correcta. Lo demás se moldearía con el tiempo.
No pasó mucho antes de que el teléfono de William comenzara a sonar una y otra vez. Empresarios, banqueros, viejos amigos de la aristocracia británica. Todos querían felicitarlo, todos se mostraban ansiosos por estar cerca de la pareja del año. Una alianza que ya no era rumor, sino hecho consumado.
Mientras tanto, en su lujoso departamento a las afueras de la ciudad, Sandra Alemán vivía un momento completamente distinto. Acababa de servirse una segunda copa de vino tinto cuando vio en la pantalla del televisor las imágenes que la prensa repetía sin cesar: Gabriel, impecable, colocándole aquel anillo a Helena.
Sandra se atragantó de tal manera que el vino le raspó la garganta. Tosió con fuerza, con lágrimas en los ojos, hasta que finalmente logró recobrar el aliento.
-No... -murmuró, con incredulidad.
Sabía perfectamente qué joya era esa. La había visto antes, en los recuerdos familiares de los Devereux. Gabriel le había confesado, años atrás, que ese diamante jamás saldría de su caja salvo para la única mujer que conquistara su corazón. Era una promesa de linaje. Una herencia que debía protegerse como un tesoro sagrado.
Sandra apretó la copa con tanta fuerza que temió romperla. El líquido rojo se agitó como un océano embravecido.
-Ese anillo... -repitió, con la voz envenenada por la rabia-. No puede ser.
La envidia le recorrió las venas como un veneno helado. Helena Windsor. La heredera perfecta, la mujer de rostro impecable que la sociedad veneraba como a una princesa moderna. ¿Cómo era posible que Gabriel, su Gabriel, hubiese colocado ese anillo en su mano?
No podía estar enamorado de ella. No podía. Gabriel siempre le había jurado que era ella la única. Que, aunque el mundo entero se interpusiera, él nunca pertenecería a otra.
Sandra recordó aquellas noches de lujo y complicidad, los viajes improvisados a Mónaco, los besos robados en los pasillos de la mansión Devereux, y aquellas promesas murmuradas entre sábanas de seda.
-Me amas -le había dicho él, con esa voz grave y cálida que la derretía-. No importa lo que pase. Nadie más. Solo tú.
Y ahora... ¿ahora le entregaba el símbolo máximo de su familia a otra mujer?
Una sonrisa torcida se dibujó en sus labios. Era una mueca peligrosa, más cercana a la de una villana satisfecha que a la de una mujer herida. Porque Sandra no era de las que lloraban en silencio. No. Ella actuaba.
Se sirvió otra copa, esta vez con movimientos calmados, casi ceremoniales.
-No, Helena Windsor -susurró, saboreando cada sílaba con rencor-. No eres tú quien se queda con Gabriel. Ese hombre es mío. Fue mío antes de ti y volverá a serlo.
El recuerdo de cómo lo había dejado escapar le ardía en el pecho. Ella lo había dado por sentado, había creído que Gabriel jamás la abandonaría. Pero ahora entendía el error. Había subestimado la influencia de esa familia Windsor. Y Helena, con su porte perfecto y su apellido blindado, se había cruzado en su camino.
-Me robaste lo que era mío -dijo, con una calma siniestra-. Y ahora, querida, pagarás por ello.
Sandra acarició la pantalla del televisor con una ternura enfermiza, deteniéndose en el rostro de Gabriel, como si pudiera tocarlo de verdad.
-No me importa lo que tenga que hacer. No me importa a quién deba hundir. Gabriel me pertenece. Y te aseguro, Helena... que vas a lamentar haberte cruzado conmigo.
Al fondo, en la televisión, los periodistas seguían hablando de la jugada maestra de Gabriel, de cómo aquel anillo se convertiría en leyenda. Pero en los labios de Sandra, la historia ya había tomado un rumbo distinto: el inicio de una guerra silenciosa.
Porque si algo estaba claro en el corazón de esa mujer envenenada por la envidia, era que no permitiría que otra disfrutara de lo que ella había considerado suyo por derecho.