"Héctor, cariño". La voz de Génesis, dulce y posesiva, interrumpió sus pensamientos. Le rodeó el cuello con los brazos, su cuerpo presionando contra el de él. "Gracias por los fuegos artificiales. Fueron hermosos".
Inclinó la cabeza. "Sé que me amas. Puedo sentirlo".
La miró, a esta mujer que había perseguido, a esta mujer que había usado para castigar a Alina. La había deseado, o eso creía. Pero de pie aquí, con ella en sus brazos, no sentía nada. Solo un vacío hueco y resonante.
"Héctor", ronroneó, sus dedos trazando la línea de su mandíbula. "Ahora que la basura está fuera del camino... ¿cuándo me harás tu esposa?".
No respondió. Estaba mirando más allá de ella, al agua oscura y agitada.
"Ella no te merece", continuó Génesis, su voz volviéndose afilada. "No es digna de ser la señora Garza".
Sintió una repentina y violenta repulsión. La apartó de un empujón, tan fuerte que ella tropezó y cayó a la cubierta.
"¡¿Qué estás haciendo?!", gritó, sorprendida y herida.
"Jamás", siseó él, su voz un gruñido bajo y peligroso, "vuelvas a pronunciar su nombre. No eres más que un juguete. Un pasatiempo. ¿Entiendes? Alina es mi esposa".
"Pero-".
"La única razón por la que no está aquí es porque necesita que le enseñen una lección. La única razón por la que tú estás aquí es para ayudarme a enseñársela. No olvides tu lugar".
Génesis lo miró fijamente, su rostro pálido con una mezcla de miedo y furia. "¡Quiere dejarte, sabes! ¡Te odia!".
Su cabeza se giró bruscamente hacia ella. "¿Qué dijiste?".
"¡Me lo dijo!", mintió Génesis, sintiendo que había tocado un nervio. "¡Dijo que te despreciaba! ¡Que preferiría morir antes que ser tu esposa!".
Su sangre se heló. Apretó los puños, sus nudillos poniéndose blancos. La idea de que Alina lo dejara, de que perteneciera a alguien más, era una agonía física. La castigaba porque era suya. La disciplinaba porque era desobediente. Pero la idea de que ella lo odiara... que realmente lo odiara...
Una visión de sus ojos atormentados brilló en su mente. La desesperación. La absoluta falta de esperanza.
Su corazón se encogió.
Estaba a punto de agarrar a Génesis, de sacudirle la verdad, cuando su asistente, Marcos, entró corriendo a la cubierta, con el rostro ceniciento.
"¡Señor Garza! ¡Señor Garza, son noticias terribles!".
"¿Qué pasa?", ladró Héctor, su paciencia agotada.
Marcos jadeaba, su voz temblaba. "Es... es la señora Garza. Ha habido un accidente".
El mundo pareció detenerse.
"Un accidente de coche en la carretera de la costa", tartamudeó Marcos. "Ella... se despeñó por el acantilado".
El rostro de Héctor se puso blanco. Se levantó tan rápido que su silla se estrelló contra la cubierta.
"¿Qué acabas de decir?", rugió, su voz quebrándose.