Esteban estaba en una balsa salvavidas con Ginebra y Leo, pero sus ojos estaban fijos en el agua, buscando, siempre buscando. Había estado en el océano durante horas después de que el yate se hundiera, ignorando las súplicas de Ginebra y los llantos de Leo, sumergiéndose una y otra vez en las profundidades negras, sus manos en carne viva por tirar de los restos, su cuerpo gritando de agotamiento.
Solo se detuvo cuando su cuerpo cedió, cuando fue sacado, medio consciente, del agua por el equipo de rescate.
Se negó a abandonar el área de búsqueda, su mirada escaneando la interminable extensión de azul, su mente reproduciendo ese momento final. Su sonrisa. Sus palabras. Su dejarse ir.
-Se ha ido, Esteban -lloró Ginebra, agarrando su brazo-. Tienes que aceptarlo. Tenemos que pensar en Leo.
Leo también lloraba, no por mí, sino por su arruinada celebración de cumpleaños. -Tengo frío, papi. Quiero ir a casa.
Esteban no los escuchó. Estaba sordo a todo menos al rugido del océano en sus oídos, la imagen de mi rostro grabada en sus retinas. Su cuerpo temblaba, no por el frío, sino por un terror profundo y desgarrador.
Seguía sumergiéndose, sus movimientos frenéticos, sus pulmones ardiendo. El agua estaba llena de restos, trozos afilados de metal y madera astillada rasgando su piel, pero no sentía el dolor.
Su cuerpo estaba fallando. Su temperatura bajó y sus músculos comenzaron a acalambrarse, agarrotándose en el agua fría. Estaba perdiendo fuerza, su visión se nublaba en los bordes.
En su delirio, me vio. Una figura brillante y etérea flotando justo debajo de la superficie. La alcanzó, un grito desesperado y gutural arrancado de su garganta.
-Elena...
Susurró mi nombre mientras la oscuridad finalmente lo envolvía, su cuerpo hundiéndose en las profundidades silenciosas e implacables.
Se despertó con un jadeo, el olor estéril a antiséptico llenando sus fosas nasales. Estaba en una cama de hospital, un suero goteando líquido en su brazo.
Soñó conmigo. Soñó conmigo riendo, como solía hacerlo, antes de que lo hubiera roto. Soñó conmigo llorando, mi rostro surcado de lágrimas y sangre. Soñó conmigo cayendo, mis ojos llenos de una paz terrible y final.
Me vio en el sótano, mi pierna una masa destrozada y podrida. Escuchó mis gritos silenciosos y agonizantes.
-No me dejes -gimió en su sueño, su cuerpo agitándose contra las sábanas blancas y crujientes-. Por favor... lo siento...
Ginebra estaba allí, tratando de calmarlo, su tacto como fuego en su piel.
Se incorporó en la cama, sus ojos desorbitados. -Elena -graznó, su voz ronca.
-Está muerta, Esteban -dijo Ginebra, su voz dura-. La guardia costera suspendió la búsqueda. No encontraron un cuerpo.
-No -susurró, sacudiendo la cabeza-. No está muerta. No puede estarlo.
Se arrancó el suero del brazo e intentó salir de la cama. -Tengo que encontrarla.
Ginebra intentó detenerlo, pero la apartó, su fuerza regresando con una oleada maníaca de adrenalina.
-Está viva -repitió, más para sí mismo que para ella-. Sé que lo está.
Estaba a punto de salir furioso de la habitación cuando su teléfono, que una enfermera había colocado en su mesita de noche, sonó.
Lo agarró. Era su mayordomo, su voz temblando.
-Señor... llegó un paquete para usted. Del abogado de la señorita Garza.
Esteban se congeló.
-Es... es un decreto de divorcio, señor -tartamudeó el mayordomo-. Ha sido finalizado.