Lo escuché con el corazón convertido en una losa de piedra fría. Conocía cada uno de esos absurdos rituales suyos, como si fueran parte de una liturgia sagrada; y sin embargo, dudaba que siquiera recordara si yo prefería café o té por las mañanas.
"Tengo trabajo que hacer", dije, con voz cortante, dándome la vuelta. Mi estudio de arquitectura era el único refugio que aún me pertenecía dentro de aquella casa erigida sobre mentiras.
"¡Sofía!", la voz de Valeria sonó dulce, empalagosa, como un reclamo de niña mimada. "No te vayas... quédate a charlar conmigo".
Mateo la rodeó con un brazo, en un gesto protector que me revolvió el estómago. "No le hagas caso, Valeria. Siempre está enterrada en sus planos y sus maquetas". Luego me atravesó con la mirada, endureciendo el tono. "Sofía, compórtate como una buena anfitriona. Valeria es nuestra invitada".
Nuestra invitada. Lo dijo como si hablara de una desconocida y no de la mujer que era, en secreto, su esposa legítima, la que compartía su cama. En su lógica torcida, yo era apenas la sustituta, la sombra obligada a atender a la original.
La amargura fue tan punzante que casi me cortó la respiración. Recordé el día en que cruzamos juntos el umbral de esta casa: me cargó en brazos y me susurró promesas de un amor eterno, de protección infinita. Juró que nadie me haría daño jamás.
Qué mentira tan hermosa.
"Tienes razón", respondí, con una calma peligrosa. "Valeria es tu invitada. Tú deberías preparar su habitación".
Me marché sin esperar respuesta.
Detrás de mí, Valeria dejó escapar un suspiro fingido, como un pajarillo herido. "Mateo, está siendo muy mala conmigo...".
"Es solo una fase", le escuché responder, con esa voz indulgente y colmada de afecto que solía dedicarme a mí. "La he mimado demasiado. No te preocupes, hablaré con ella. Esta noche puedes quedarte en mi cuarto conmigo".
Me refugié en mi estudio y cerré la puerta con firmeza. Sus risas suaves, cómplices, recorrieron el pasillo como una daga en mi espalda. Me apoyé contra la madera, sintiendo el escozor de las lágrimas que me negaba a soltar.
Yo no era la esposa. Ni siquiera la amante. Valeria era la esposa, registrada en el fideicomiso desde hacía años. Yo era la intrusa que había llegado después, la pieza de repuesto utilizada para parir un heredero.
En esta historia, yo no era la protagonista. Era apenas una sombra. Me sequé los ojos con rabia y enderecé los hombros. Ya no iba a llorar por él, nunca más.
Horas más tarde, estaba en el pequeño altar familiar que había levantado en un rincón silencioso junto a la biblioteca. Hoy se cumplía un año más de la muerte de mi abuela, la única familia que realmente tuve, la mujer que me crio y que alentó mi amor por la arquitectura.
Un estrépito brutal, de loza contra mármol, me arrancó del recuerdo.
Corrí al pasillo y la encontré allí: Valeria, con una sonrisa torcida en los labios. A sus pies yacían los fragmentos irreconocibles de la urna de porcelana que guardaba las cenizas de mi abuela. El polvo grisáceo se extendía como una herida sobre el suelo pulido.
No fue un accidente. Lo vi en sus ojos brillantes de malicia. Lo había hecho a propósito.
Un rayo de furia blanca, puro e incandescente, me recorrió el cuerpo. Antes de pensarlo, avancé y mi mano estalló contra su mejilla en un golpe sonoro.
"¿Cómo te atreves?", grité, con la garganta desgarrada de dolor y rabia. "¡Ella está muerta! ¿Qué te hizo para que mancillaras su recuerdo?".
Mateo apareció corriendo, alertado por el estruendo. Lo primero que vio fue a Valeria con las lágrimas pintadas en el rostro y la marca roja de mi mano encendiéndose en su piel.
"¡Sofía, lo siento!", sollozó ella, en un tono patético y victimista. "Solo quería mirar la urna... se me resbaló. ¡Te juro que pagaré otra!".
Él no me miró ni una sola vez. Corrió hacia ella y la sostuvo con ternura, como si hubiera sido atacada por un monstruo. Luego me empujó con fuerza, con un desprecio que me cortó el aliento.
"¿Qué demonios te pasa?", rugió, acunando a Valeria como a un tesoro frágil.
"¡Lo hizo a propósito!", repliqué, señalando con el dedo tembloroso las cenizas esparcidas. "¡Son las cenizas de mi abuela!".
Mateo bajó los ojos hacia el suelo, apenas un instante, y después me miró con una frialdad que me heló la sangre. "Es un jarrón roto, Sofía. No exageres tanto".
Me faltó el aire. Él había olvidado. Olvidado que hoy se cumplía un año más de su muerte. Había estado conmigo en el funeral, había tomado mi mano, había jurado sobre esa tumba que nunca me abandonaría. Una mentira más, otra promesa vacía.
"¿Quieres que me disculpe?", mi voz era baja, peligrosa, el filo de una tormenta contenida. "¿Por qué? ¿Por defender la memoria de mi abuela?"
"No seas difícil", espetó él, perdiendo la paciencia. No me veía como a una esposa ni como a un ser amado. Yo era un problema a gestionar, una molestia entre él y la mujer que adoraba.
Entonces decidió castigarme. Me sujetó con brutalidad del brazo y me arrastró por el pasillo, hacia el sótano. Abría la marcha con paso firme, hasta llegar a aquel pequeño cuarto de almacenamiento sin ventanas, oscuro y sofocante.
"Te quedarás aquí hasta que aprendas a obedecer", dijo, con voz de hielo.
Sabía que era claustrofóbica. Se lo había confesado en una noche de vulnerabilidad, confiando en su cuidado. Ahora lo usaba como un látigo contra mí, disfrutando de mi terror más íntimo.
Mientras me empujaba hacia la oscuridad cerrada, lo entendí con una claridad escalofriante: Yo no era parte de su familia. Ni siquiera era una invitada.
En esta casa, en su vida, yo era una prisionera. Una extraña descartable, condenada a obedecer o a ser enterrada en el silencio. La puerta se cerró de golpe y el sonido del cerrojo cayendo me arrancó el último resquicio de esperanza.