Del Amor al Odio: Su Caída
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Capítulo 4

"Piensa en Agustín", la voz de Mateo se filtraba a través de la gruesa puerta de madera, apagada, lejana, pero cortante. "Cuando estés lista para disculparte con Valeria, te dejaré salir".

Usaba a mi hijo como arma, como moneda de cambio para doblegarme. Sabía que él era mi único punto débil, la grieta por donde podía quebrarme.

Pasé dos días en aquella oscuridad asfixiante, con las paredes cerrándose sobre mí como si quisieran tragarme. Cada respiración era un esfuerzo, cada minuto una eternidad. Al tercer día, cuando ya había perdido noción del tiempo, la puerta se abrió finalmente. La luz del pasillo lo recortó en un halo dorado, como si llegara desde un mundo al que yo ya no pertenecía. En el umbral apareció la silueta de Mateo.

Parecía casi arrepentido, aunque no se atrevió a mirarme directamente a los ojos. "Fui demasiado duro", murmuró. "Lo siento, Sofía. Pero necesito pedirte un favor. Algo de trabajo".

Pronunció un nombre, el de una firma de arquitectura rival que intentaba arrebatarle un proyecto importante. "Necesitan una consulta de último minuto sobre la integridad estructural de la nueva torre. El arquitecto principal se llama Javier Caballero. Quiero que vayas tú".

Javier Caballero. Mi mentor de la universidad. El hombre que Mateo creía mi competidor, pero que en realidad era mi más leal amigo. No sabía la verdad: que detrás de mi seudónimo mis logros arquitectónicos superaban todo lo que él podía imaginar. Creía que yo no era más que una arquitecta prometedora, discreta. Y ahora, sin saberlo, me estaba enviando de frente a mi propio mundo, a mi más poderoso aliado.

"Está bien", respondí, la voz áspera, gastada por la reclusión.

Mateo pareció aliviado. Me rodeó con un abrazo que me heló la piel. "Gracias, Sofía. Sabía que podía contar contigo".

No era gratitud. Era posesión. Quería usar la única parte de mí que aún consideraba valiosa: mi talento. Pero yo iba con otro propósito. Iba porque esa era mi única oportunidad de ver a Javier, de empezar a tejer mi huida. También era una deuda. Años atrás, la empresa de Mateo había financiado la beca que me permitió terminar mis estudios. Siempre había cargado con ese peso de obligación. Después de esa consulta, quedaría libre de esa obligación.

La reunión fue como un sueño febril. Me cubrí con mi máscara profesional, manos firmes, voz segura, revisando los planos con precisión. Mateo me observaba con una mezcla de orgullo y posesión, convencido de que yo estaba trabajando para él. No sabía que en realidad estaba evaluando mi propio proyecto, firmado bajo otro nombre.

"Eres tan brillante como dicen", comentó Javier, interpretando su papel a la perfección. Me llamó por mi seudónimo, como correspondía.

Mateo, ignorante de todo, sonrió satisfecho. "Aprendió del mejor", dijo con petulancia, adjudicándose un mérito que nunca tuvo.

La consulta fue un éxito rotundo. Eso puso a Mateo de excelente humor. "Para celebrar", anunció eufórico, "iremos al espectáculo anual de fuegos artificiales del Día del Fundador".

"No quiero ir", dije, la fatiga y el hastío impregnando cada palabra.

Su mirada se endureció en un instante. "No seas difícil", ordenó, con ese tono que no admitía réplica mientras me empujaba hacia el auto. "Necesitamos que nos vean como pareja. Es importante".

Nos condujo hasta una fiesta fastuosa, en una finca junto al agua. La música flotaba en el aire, y el cielo se encendía en cascadas de oro y carmesí. Por un instante fugaz, al contemplar aquellos destellos sobre la noche, sentí un eco lejano de la magia que una vez creí compartir con él.

"Pide un deseo", susurró Mateo, su brazo pesando sobre mis hombros.

Cerré los ojos y pedí libertad. Pedí un futuro para Agustín, lejos de aquel veneno que nos consumía.

Entonces, una voz familiar, juguetona, se filtró entre la multitud. Una voz que me carcomía como una herida mal cerrada. Valeria.

"Aquí estás", ronroneó, aferrándose al brazo de Mateo. "Me estaba sintiendo sola".

Lo vi vacilar un segundo, apenas un parpadeo de duda, antes de seguirla. Sus pasos lo llevaron a las sombras de un cenador cercano. Una risita aguda se mezcló con un gemido sofocado.

De repente, un estruendo diferente a los fuegos artificiales desgarró el aire. Un grito se alzó, y de pronto la multitud entró en pánico. Un incendio devoraba la carpa del catering, las llamas extendiéndose con una velocidad monstruosa, alimentadas por el viento.

Mi primer impulso fue buscar a Mateo. Ese viejo reflejo estúpido, inculcado por años de dependencia, me hizo girar la cabeza para asegurarme de que estuviera a salvo.

Y lo encontré. Pero no como esperaba. Salía del cenador, llevando a Valeria en brazos, su rostro transformado en una máscara de determinación absoluta. La protegía con un fervor que jamás me dedicó a mí.

Pasó a mi lado, tan cerca que pude oler su perfume mezclado con humo, y no me miró siquiera. Para él, yo era invisible. No era más que una sombra en medio del desastre.

La multitud se agitaba como una manada desbocada. Alguien me empujó por la espalda. Caí al suelo, la cabeza golpeando contra las piedras del patio con un crujido nauseabundo. El mundo se dobló sobre sí mismo, tambaleante, hasta hundirme en la oscuridad. Lo último que vi, antes de perder el sentido, fue la espalda de Mateo alejándose, cada vez más pequeña, mientras llevaba a su verdadero amor hacia la salvación y me dejaba atrás, sola, destinada a arder.

                         

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