La esposa del Presidente
img img La esposa del Presidente img Capítulo 4 Acercamiento
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Capítulo 6 Acepto img
Capítulo 7 Terminamos img
Capítulo 8 Ella no te culpara img
Capítulo 9 Robar lo que es mío img
Capítulo 10 Ahora es mía img
Capítulo 11 No se casara con cualquiera img
Capítulo 12 Sustituta img
Capítulo 13 Contrato img
Capítulo 14 La boda img
Capítulo 15 Noche de bodas img
Capítulo 16 Lo que vendría img
Capítulo 17 Ya lo sabía img
Capítulo 18 No la dejaré ir img
Capítulo 19 Mi esposo img
Capítulo 20 Empujar a Isabel img
Capítulo 21 También lo tendrás img
Capítulo 22 Parece feliz img
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Capítulo 4 Acercamiento

El bullicio en la puerta trasera del castillo se detuvo abruptamente.

Los murmullos llenos de desprecio y burla por el evento fueron reemplazados por un tenso silencio cuando los ojos de Winston se fijaron en la escena ante él.

Un hombre de aura imponente acababa de cargar a Rose y subirla a un auto.

Aquel traje oscuro, la forma en que se movía con absoluta seguridad, y la mirada fría y calculadora que apenas pudo distinguir desde la distancia...

Su corazón dio un vuelco.

¿Vestido de novia?

¿Era Rose?

¿Y ese hombre...?

Su respiración se volvió errática.

No podía ser él.

No podía ser ese hombre.

Los rumores decían que había regresado recientemente.

Pero, ¿por qué sostendría a Rose de esa manera?

Su mente se sumió en el caos.

El sonido de un motor rugió frente a él, sacándolo de su trance.

-¿Alcalde Winston?

La voz de uno de sus asistentes apenas le llegó a los oídos.

-¿Qué te pasa? ¡No camines tan rápido!

El auto negro desapareció de su vista, alejándose con Rose en su interior.

Su garganta se sintió seca.

Giró lentamente hacia las personas que lo rodeaban, que aún susurraban entre sí, sin entender lo que había ocurrido.

Algunos incluso parecían divertidos con la ausencia de la familia Hamilton y la humillación de Rose.

La sangre le hervía.

Con un solo vistazo severo, hizo que todos guardaran silencio.

-¡Cállense todos! -tronó su voz, dura como el acero-. ¡El asunto de Rose no es algo que ustedes puedan juzgar!

El impacto fue inmediato. Las caras burlonas palidecieron. Los que estaban murmurando tragaron en seco.

Todos temblaron, sin atreverse a decir una palabra más. Joel Winston aún miraba en la dirección donde el auto había desaparecido.

Su instinto le decía que algo estaba por cambiar. Y nadie, ni siquiera la poderosa familia Hamilton, estaba preparada para ello.

El interior del auto estaba en completo silencio.

Desde el momento en que Rose subió al auto, su incomodidad se hizo cada vez más evidente.

El hombre estaba sentado a su lado. No la había mirado ni una sola vez desde que ordenó ir al hospital y cerró los ojos para descansar.

Sin embargo, su presencia llenaba todo el espacio. Era imposible ignorarlo. Era la primera vez que Rose veía a una persona con una presencia tan avasallante.

No necesitaba hablar para imponer respeto. Simplemente existía, y eso bastaba para que cualquiera midiera sus palabras y sus acciones.

Apretó los labios, queriendo romper ese ambiente, cuando, de repente, él abrió los ojos y su mirada descendió hasta su pierna.

La expresión de Rose se tensó. Había notado su herida.

Las abrasiones en su pantorrilla seguían sangrando lentamente, dejando rastros rojos en su piel pálida y goteando sobre la alfombra del auto.

El hombre frunció el ceño.

-¿Cuánto falta para llegar al hospital? -preguntó, su tono bajo y autoritario.

Carlos, que estaba al frente, respondió de inmediato:

-En media hora.

El ceño del hombre se frunció aún más.

-Adelante hay una farmacia. Detente un momento.

El conductor no dudó y obedeció la orden.

Cuando el auto se estacionó, Carlos bajó apresuradamente y regresó con una bolsa de medicinas.

Se la entregó al hombre con ambas manos, sin siquiera atreverse a mirarlo a los ojos. Rose observó todo con sorpresa.

¿Quién era este hombre?

Su secretario general y su conductor parecían temerle más que respetarlo.

Sin decir nada, el hombre sacó un hisopo de algodón y un frasco de yodo de la bolsa.

Entonces, sin previo aviso, se inclinó y levantó el dobladillo de su vestido con su gran mano. La sujetó firmemente por el tobillo.

El cuerpo de Rose se tensó. El frío de su piel se mezcló con el ardor de su herida, y un escalofrío recorrió su espalda.

-No es necesario... Puedo hacerlo yo misma.

Su corazón latía con fuerza. Pero cuando intentó alejarse, él simplemente apretó un poco más su agarre.

Su voz resonó, inquebrantable.

-No te muevas.

Era una orden.

No había lugar para negociaciones. Rose sintió que no tenía escapatoria. Y, por primera vez en mucho tiempo, sintió miedo.

Rose observó en silencio cómo aquellas manos esbeltas y fuertes se movían con precisión y cuidado.

El hombre se inclinó ligeramente y, sin dudarlo, comenzó a quitarle lentamente los zapatos.

La sangre goteó hasta sus tobillos, manchando la piel inmaculada de sus muñecas cuando la sostuvo con firmeza. Pero él no pareció inmutarse.

Ni siquiera se molestó en evitar el contacto con la sangre. Fue entonces cuando Rose se percató de algo todavía más humillante. Sus pies desnudos y pálidos cayeron sobre la ancha palma del hombre.

Un intenso calor ascendió hasta sus mejillas.

Vergüenza.

Resentimiento.

Quiso apartarse, pero la presión en su tobillo le dejó claro que no tenía opción. El hombre no se inmutó ante su reacción.

Sosteniendo su pie con calma, lo colocó sobre su pierna, como si fuera la acción más natural del mundo.

Sacó un pañuelo blanco e inició la limpieza de la sangre con un cuidado inesperado.

Luego, mojó un bastoncillo de algodón en yodo y comenzó a desinfectar la herida.

El contacto con la sustancia ardió como aceite caliente sobre la piel desgarrada.

Rose contuvo el aliento y apretó los dedos con fuerza, sus nudillos tornándose blancos.

Él lo notó.

-¿Te duele? -su voz era baja, grave.

Rose frunció el ceño y desvió la mirada.

-Está bien.

El hombre hizo una pausa y replicó con la misma calma imperiosa:

-Sólo dilo si te duele.

Rose se mordió el labio y guardó silencio. Sus movimientos se volvieron más ligeros, casi delicados. El dolor se redujo.

Unos minutos después, la herida estaba reparada. Rose soltó un suspiro aliviado.

Pero entonces, su alivio se evaporó en un instante.

El hombre recogió sus zapatos del suelo. Sin cambiar su expresión, se inclinó y comenzó a ponérselos de nuevo.

Su mano grande y cálida acunó su pie con sorprendente suavidad. Rose se mordió el labio inferior y giró el rostro, negándose a mirarlo.

El ambiente se volvió espeso, cargado de algo indescriptible.

Carlos y el conductor, que habían escuchado todo desde el principio, estaban atónitos.

Sus mentes se negaban a procesar lo que acababan de presenciar.

Las manos de su jefe...

Ese par de manos nobles, las mismas que controlaban el destino de miles de personas, las mismas que manejaban acuerdos de poder, que dictaban órdenes inquebrantables...

¿Atendiendo las heridas de una mujer?

Los dos intercambiaron miradas.

Y, sin decirlo en voz alta, llegaron a la misma conclusión:

Esta mujer... era diferente.

            
            

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