Los médicos no hicieron más preguntas. Actuaron de inmediato. Con sumo cuidado, ayudaron a Rose a subir a la camilla. Su pantorrilla todavía sangraba ligeramente, y sintió un ligero mareo cuando movió la pierna.
Carlos, que había seguido todo en silencio, mantuvo su distancia mientras los médicos se la llevaban. Sabía que su jefe no soportaba interrupciones en momentos como este.
Una serie de exámenes comenzó en cuanto ingresaron al hospital. Primero, una radiografía para descartar fracturas.
Después, una limpieza más profunda de la herida. A lo largo de todo el proceso, el hombre no se movió de su lado.
No habló. No hizo preguntas innecesarias. Simplemente se quedó allí, de pie, observándola con su presencia imponente.
Finalmente, cuando la herida estuvo desinfectada y envuelta con vendajes limpios, la trasladaron a una habitación individual.
Rose apenas tuvo tiempo de procesarlo todo. El agotamiento la golpeó de repente.
Se dejó caer sobre la cama, su cuerpo rindiéndose al cansancio acumulado. Su último pensamiento antes de dormirse fue la imagen de aquel hombre misterioso, parado junto a ella, observándola en silencio.
Horas después...
Cuando Rose despertó, ya era de noche.
Las luces tenues del atardecer apenas iluminaban la habitación, tiñendo las cortinas de un color dorado apagado.
Un murmullo de voces llegaba desde el pasillo.
Sintió un peso en su cuerpo.
No dolor. No incomodidad.
Era una sensación extraña... una presencia.
Giró la cabeza con cuidado y se encontró con él.
El hombre seguía allí. Sentado en una silla junto a la ventana, con la espalda recta y la mirada fija en ella.
No sabía cuánto tiempo había estado observándola. Rose se incorporó ligeramente en la cama, confundida.
-Tú... ¿aún no te has ido?
Él no respondió de inmediato. Solo la observó con sus ojos oscuros y profundos, como si analizara cada una de sus expresiones.
Antes de que pudiera insistir, la puerta de la habitación se abrió de repente. Carlos entró con una bandeja de comida en las manos.
-Señor, la cena.
El hombre se levantó sin decir nada, tomó la bandeja y la colocó sobre la mesita de noche.
-Come algo primero.
Rose bajó la mirada y vio el plato: fruta fresca y sopa de pollo.
Un menú simple, pero reconfortante.
-...Gracias.
No entendía por qué él seguía allí. Pero una cosa era segura...
No la iba a dejar sola.
Rose tomó la cuchara con cierta cautela y la sumergió en el cuenco de gachas calientes.
Antes de llevarse el primer bocado a la boca, algo llamó su atención.
En un costado de la lonchera, con una etiqueta dorada y un diseño elegante, se leía claramente un nombre: "Mugaritz".
Rose sintió un leve escalofrío.
Mugaritz...
Un exclusivo servicio de comida que sólo ofrecía sus platillos a jefes de Estado y líderes de gobierno.
Había oído hablar de él antes. Incluso la familia Hamilton, con todo su poder e influencia, tendría que esperar al menos una semana para obtener una sola comida de allí.
Y sin embargo, el hombre frente a ella lo había conseguido en cuestión de minutos.
Su identidad, ya envuelta en misterio, se volvía aún más enigmática.
Rose fingió indiferencia y bajó la mirada, tratando de ignorar el creciente cosquilleo en su pecho.
Él la observaba en silencio. Su mirada, oscura e insondable, parecía analizar cada una de sus expresiones.
-¿Qué pasa? -preguntó él de repente.
Rose levantó la vista, encontrándose con sus ojos intensos. Se apresuró a negar con la cabeza.
-Está bien.
Bajo su atenta mirada, tomó un sorbo de la sopa.
El calor reconfortante del plato se extendió por su cuerpo, pero el ambiente en la habitación seguía siendo pesado... sofocante.
Justo cuando Rose pensaba en decir algo para romper el silencio, el hombre habló primero.
Su tono era bajo, pero afilado como una cuchilla de hielo.
-Me disculpo por lo que ocurrió hoy.
Rose se detuvo.
-Puedes decir tu precio y me aseguraré de cumplir con tus demandas.
El aire pareció detenerse.
Rose sintió una punzada en el pecho, una mezcla de incredulidad y... algo más.
Él lo decía con una naturalidad fría, como si cada problema pudiera resolverse con dinero.
Presionó los labios y, después de unos segundos, respondió con calma:
-No es necesario.
Hizo una pausa.
Después, con voz más suave, añadió:
-...Nos cruzamos por casualidad. Has hecho más que suficiente.
El rostro del hombre se oscureció. Sus ojos se entornaron ligeramente, y aunque su expresión no cambió demasiado, había una peligrosa frialdad en su mirada.
Al ver que ella parecía asustada, Carlos no pudo evitar decir:
-Señorita Hamilton, el señor quiere decir que no quiere estar en deuda con nadie. Debería pedir algo.
Era como si no se detuvieran hasta que ella lo mencionara.
Rose apretó la cuchara con fuerza. Sus pensamientos estaban enredados. No entendía por qué este hombre insistía en compensarla cuando claramente ya había hecho más que suficiente.
Después de mucho tiempo, inspiró hondo y respondió con firmeza:
-Gracias por tu amabilidad. No necesito nada. Puedes irte ahora.
El silencio que siguió fue abrumador.
El aire de la habitación se volvió más frío, como si un viento gélido atravesara las paredes. Era una sensación opresiva, como si de pronto estuviera a merced de una tormenta helada que la paralizaba.
Carlos, que hasta ese momento se había mostrado relajado, tragó saliva con nerviosismo.
Justo cuando la atmósfera se volvió insoportablemente densa, el hombre frente a ella abrió la boca y pronunció con una calma aterradora:
-Cásate conmigo.