Cerré los ojos un instante. Otro problema. Siempre hay otro problema.
-Dile al proveedor que lo quiero aquí en media hora. -Mi voz sonaba más dura de lo que sentía.
Caminé por el terreno, revisando todo: muros mal alineados, vigas torcidas, mezcla aguada. Nada sale como debería. Y si sale mal, la culpa siempre termina en mí.
Un par de obreros discutían en el área de mezclado.
-¡Te dije que lleva más arena!
-¡Y yo digo que no, que se agrieta!
-¡Basta! -intervine. Tomé la paleta, revisé la mezcla y negué con la cabeza-. Está mal. Háganlo de nuevo.
Protestaron. Yo solo respondí:
-Prefiero perder una hora ahora que tener que tumbar una pared mañana.
El sol subió y con él el calor. Sentía la camisa pegada al cuerpo, los hombros tensos, los pies ardiendo dentro de las botas. Y entonces apareció el cliente, impecable en su traje, oliendo a colonia cara, como si hubiera salido de un mundo al que yo jamás perteneceré.
-Ingeniero, el presupuesto está inflado. No voy a pagar eso.
Lo llevé a la sombra de una carpa improvisada. Saqué planos, facturas, números. Le expliqué el aumento de materiales, los cambios que él mismo había pedido. Pero no escuchaba.
-Eso no me importa. Quiero que se respete el precio original.
Apreté los dientes. No era la primera vez que me regateaban como si mi trabajo fuera una baratija. Y aun así, tragué mi orgullo.
-Haré un ajuste.
Su sonrisa de satisfacción me revolvió el estómago. Ese "ajuste" saldría de mi bolsillo. De nuevo.
El resto del día fue igual: retrasos, reclamos, problemas. Cuando por fin terminé, no sentía los pies. Mis manos estaban ásperas, mi espalda ardía.
Encendí el auto viejo y avancé al ritmo del tráfico, un mar de luces rojas que parecía eterno. Aproveché un alto para mirar el tablero. La aguja de la gasolina al límite. Otra preocupación más.
Al llegar a casa, Sofía salió corriendo a abrazarme. Ese gesto me sostuvo en pie.
-¿Se portaron bien?
-Sí, pero mamá está enojada -me susurró.
Entré a la cocina. Belén estaba con los brazos cruzados, mirando el refrigerador vacío.
-No hay nada -dijo sin mirarme.
-Mañana voy al mercado. Hoy salí tardísimo.
-¿Y mientras qué? ¿Qué les doy de cenar?
Saqué lo poco que quedaba en mi billetera: dos billetes arrugados. Los puse sobre la mesa.
-Compra algo sencillo. Mañana te repongo lo demás.
Me miró con rabia contenida.
-Sencillo, siempre sencillo. Nunca alcanza para nada.
No respondí. El cansancio me había dejado sin fuerza incluso para discutir.
Más tarde, los niños llegaron pidiendo cosas: dinero para el torneo, materiales para la escuela, útiles nuevos. Contesté uno por uno, con calma. Pero en mi cabeza solo hacía cuentas imposibles.
Cuando todos se fueron a dormir, me quedé solo en el comedor, rodeado de facturas. Sumaba, restaba, volvía a sumar. Cada vez que parecía encontrar un respiro, aparecía otro gasto. La luz, la renta, la escuela, el préstamo. Un laberinto sin salida.
Me miré en el reflejo de la ventana. Apenas me reconocí: barba crecida, ojos hundidos, hombros encorvados. Un hombre derrotado.
Belén apareció en la puerta.
-¿Sigues con eso?
-Tengo que cuadrar las cuentas.
-¿Y lo lograste?
-No.
-Entonces de nada sirve que pases horas ahí.
Guardé los papeles y apagué la luz sin contestar.
En la cama, ella me miró en la penumbra.
-Alexander, tenemos que hacer algo. No podemos seguir así.
-Estoy trabajando lo más que puedo.
-Pues no alcanza.
Cerré los ojos.
-No sé qué más hacer.
Su voz fue fría, como un cuchillo:
-Entonces busca cómo. Yo no pienso quedarme a medias mientras todos avanzan y nosotros seguimos igual.
No dormí. El techo me miraba con la misma indiferencia que Belén. Y yo, hundido en mi propia impotencia, entendí que lo que cargaba sobre mis hombros era más que trabajo: era el peso de toda una vida que se me escapaba de las manos.