PROSTITUYENDO A MI ESPOSO
img img PROSTITUYENDO A MI ESPOSO img Capítulo 4 El punto de quiebre.
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Capítulo 6 Deudas que no terminan. img
Capítulo 7 BESO DE 20,000 USD img
Capítulo 8 PASANDO EL LIMITE. img
Capítulo 9 RECHAZO. img
Capítulo 10 RECAIDA. img
Capítulo 11 PROPUESTA. img
Capítulo 12 FIN DE SEMANA. img
Capítulo 13 CHANTAGE. img
Capítulo 14 ESTABLE. img
Capítulo 15 CAMBIOS. img
Capítulo 16 HABITACION ROJA. img
Capítulo 17 DOMINIO. img
Capítulo 18 VISITA DE AMIGAS. img
Capítulo 19 TODO POR MIS HIJOS. img
Capítulo 20 SIN LIMITES. img
Capítulo 21 TRIÓ. img
Capítulo 22 VICEPRESIDENTE. img
Capítulo 23 PASION, DESEO Y LUJURIA. img
Capítulo 24 COCTEL. img
Capítulo 25 CAMBIOS. img
Capítulo 26 NUEVA MANSION. img
Capítulo 27 LA DUEÑA img
Capítulo 28 DESEO EN LA OFICINA img
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Capítulo 4 El punto de quiebre.

POV Alexander

El lunes amaneció gris, con nubes pesadas sobre la ciudad. No sé si eran nubes de verdad o si era yo el que ya veía todo cubierto de sombra.

Lucía seguía en el hospital. Apenas ocho años y ya conectada a un suero, tan pálida que parecía un pedazo de papel. Cada vez que entraba a su cuarto, me sonreía débilmente y me decía que estaba bien. Mentía. Y yo también le mentía cuando le decía que todo iba a mejorar.

La doctora había sido clara: anemia aplásica. Transfusiones, medicamentos, tal vez un trasplante. Cien mil dólares en tratamientos. Cien mil. Yo no había visto esa cantidad junta ni en mis mejores años.

¿Cómo se supone que un hombre como yo consigue tanto dinero?

Traté de distraerme en la obra. El ruido de los martillos y las mezcladoras, el olor del cemento, el calor del sol. Todo era ruido. Pero por dentro, yo estaba en silencio, como un tambor vacío.

-Ingeniero, cuidado con ese soporte -grité hacia el andamio.

Ni un minuto después, un grito desgarró la mañana.

Volteé y lo vi: un cuerpo cayendo desde lo alto, estrellándose contra el suelo con un golpe seco que todavía escucho en mis pesadillas.

Era Martín, el más joven. Apenas veinte años.

Corrí hacia él. La pierna torcida en un ángulo imposible, su cara bañada en lágrimas.

-¡Llamen una ambulancia! -grité.

El resto del día fue un caos. Papeles, llamadas, declaraciones. Y al final, la noticia que me hundió más: la empresa no tenía seguro activo para los obreros temporales. El contrato me hacía responsable. Yo debía cubrir los gastos médicos.

El hospital me dio la cuenta inicial. La cifra me revolvió el estómago: más de lo que ganaba en un año.

Me apoyé contra la pared de la obra, mirando el cielo nublado. Sentí que el mundo me cerraba el paso por todos lados. Mi hija en un hospital, mi trabajador también. Ambos dependiendo de mí. Y yo vacío, con los bolsillos como ataúdes donde nunca entraba nada.

Ese mismo día recibí la llamada de la escuela. Lucía se había desmayado en clase. La llevé en brazos al hospital, corriendo como un loco por los pasillos blancos. Verla ahí, tan frágil, con la voz apenas audible, fue como si alguien me arrancara el corazón con las manos.

El médico nos explicó el diagnóstico. Transfusiones, medicamentos, trasplante. Cada palabra era una sentencia.

Belén lloraba en silencio. Yo trataba de mantenerme de pie, aunque por dentro me estaba desmoronando.

Cuando salí al pasillo para respirar, el celular vibró en mi bolsillo. Era el hospital donde estaba Martín. La voz me recordó que la cuenta debía pagarse en 72 horas.

Me cubrí el rostro con las manos. No había salida. Podía vender el auto viejo, pero no cubriría ni la mitad de una sola deuda. Y todavía estaba Lucía.

El aire del pasillo olía a desinfectante, pero yo sentía que me faltaba oxígeno. Miraba las luces frías del techo y me parecía estar en una cárcel.

Belén salió detrás de mí. Me vio encorvado y se acercó despacio.

-¿Qué dijeron? -preguntó, aunque ya lo sabía.

Levanté la cabeza. Mis ojos ardían.

-No tengo cómo hacerlo. No hay manera.

Ella tragó saliva. Dudó solo un segundo.

-Alexander... hay una forma.

La miré con rabia.

-Ni se te ocurra.

-Escúchame -insistió, bajando la voz-. No es por mí esta vez. Es por Lucía.

Golpeé la pared con el puño.

-¡Maldita sea, Belén! ¿No entiendes que me matas cuando dices eso?

Ella me sostuvo de los brazos, obligándome a mirarla.

-¿Y qué prefieres? ¿Ver cómo nuestra hija se deteriora porque no puedes pagar? ¿Prefieres que te denuncien por no cubrir el accidente de tu trabajador?

Su voz era un látigo. Y lo peor es que tenía razón.

Cerré los ojos, respirando agitado. No quería escucharla. No quería aceptarlo. Pero dentro de mí algo se quebraba, y no sabía cómo repararlo.

Esa noche, mientras Lucía dormía conectada al suero, salí al pasillo. Me apoyé contra la ventana. Afuera, la ciudad brillaba con miles de luces lejanas. Cada una de esas luces era una casa, una familia. ¿Cuántas de esas familias estarían cenando tranquilas, sin preocuparse de si mañana podrían pagar los medicamentos de sus hijos?

Yo, en cambio, estaba atrapado. Con la cara pegada al vidrio frío, susurré como si hablara con Dios:

-¿Qué hago? ¿Qué se supone que haga?

No hubo respuesta. Solo el pitido constante de las máquinas en el cuarto de mi hija.

Cuando por fin llegamos a casa, pasada la medianoche, sentí que el peso del día me aplastaba. Dejé las llaves sobre la mesa y me quedé de pie, inmóvil.

Belén me observaba en silencio. Yo sabía lo que esperaba de mí. Sabía que no iba a soltar el tema hasta que cediera.

Al final, fui yo el que habló.

-Dime qué tengo que hacer.

Ella se llevó la mano al bolso, como si hubiera estado esperando esas palabras. Sacó el celular.

-Tengo un contacto. Una amiga me pasó el número. Te pondrá en el lugar indicado. Solo será una noche, Alexander. Una sola.

Sentí que el piso se me abría bajo los pies. Apreté los puños, cerré los ojos. Pero ya no había vuelta atrás.

-Está bien -murmuré. Mi voz sonó rota, como si me arrancara la garganta-. Lo haré. Pero que quede claro: no es por ti. Es por Lucía. Y porque no tengo otra salida.

Belén bajó la mirada, pero en su rostro vi un destello de alivio.

Yo, en cambio, sentí que acababa de firmar mi condena.

Esa noche no dormí.

Me quedé en el sillón, con las manos en la cara, escuchando el silencio de la casa. Pensaba en Martín, en su pierna rota y en la cuenta del hospital. Pensaba en Lucía, con la piel tan pálida como la sábana. Pensaba en mí, en lo que estaba a punto de hacer.

Toda mi vida había creído en el trabajo honesto, en ganarse las cosas con sudor. Mi padre me lo había repetido hasta el cansancio. Y ahí estaba yo, dispuesto a vender lo único que nunca había puesto en el mercado: mi dignidad.

El punto de quiebre estaba marcado. Y yo había cruzado la línea.

            
            

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