PROSTITUYENDO A MI ESPOSO
img img PROSTITUYENDO A MI ESPOSO img Capítulo 5 La primera noche.
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Capítulo 6 Deudas que no terminan. img
Capítulo 7 BESO DE 20,000 USD img
Capítulo 8 PASANDO EL LIMITE. img
Capítulo 9 RECHAZO. img
Capítulo 10 RECAIDA. img
Capítulo 11 PROPUESTA. img
Capítulo 12 FIN DE SEMANA. img
Capítulo 13 CHANTAGE. img
Capítulo 14 ESTABLE. img
Capítulo 15 CAMBIOS. img
Capítulo 16 HABITACION ROJA. img
Capítulo 17 DOMINIO. img
Capítulo 18 VISITA DE AMIGAS. img
Capítulo 19 TODO POR MIS HIJOS. img
Capítulo 20 SIN LIMITES. img
Capítulo 21 TRIÓ. img
Capítulo 22 VICEPRESIDENTE. img
Capítulo 23 PASION, DESEO Y LUJURIA. img
Capítulo 24 COCTEL. img
Capítulo 25 CAMBIOS. img
Capítulo 26 NUEVA MANSION. img
Capítulo 27 LA DUEÑA img
Capítulo 28 DESEO EN LA OFICINA img
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Capítulo 5 La primera noche.

POV Alexander

El espejo me devuelve una imagen que no reconozco. Un traje negro perfectamente ajustado, la barba delineada, el cabello con un corte que no me habría permitido ni en mis mejores años. Hasta un perfume caro me han puesto en el cuello. Muevo la mano y veo un reloj brillante, ajeno, pesado.

Ese no soy yo. Yo soy el hombre de botas gastadas y camisas arrugadas, el que llega a casa con los dedos manchados de cemento. Pero esta noche no. Esta noche soy... otra cosa.

-Se ve impecable, señor Campos -dice uno de los asistentes, acomodándome la corbata.

Asiento, aunque por dentro quiero arrancármela y salir corriendo.

Me llevan hasta una camioneta negra que espera en la puerta. Subo con las manos húmedas. El cuero del asiento huele a lujo. El chofer no me mira, solo conduce en silencio.

Miro por la ventana. La ciudad brilla distinta desde aquí, como si yo hubiera cruzado a un mundo que no me pertenece. Calles iluminadas, edificios de cristal, autos nuevos. Todo lo que siempre observé desde abajo ahora me rodea. Y me siento más pobre que nunca.

El estómago me arde. Pienso en Lucía, en sus ojitos cerrados en la cama del hospital, la piel tan pálida que parecía transparente. Esto es por ella, me repito. Por ella y porque no tengo otra salida.

El restaurante es un lugar que jamás habría pisado en mi vida. Fachada de piedra clara, lámparas enormes de cristal, puertas de madera que se abren con la suavidad de un secreto bien guardado. Entro y me envuelve un aroma de vinos caros, carne asada con especias, flores frescas.

El suelo de mármol refleja las luces doradas. Todo brilla. Todo parece diseñado para recordarme que no pertenezco aquí.

La veo esperándome cerca de una mesa reservada.

Brenda Palmer.

Una mujer de poco más de cincuenta, cabello rubio cuidadosamente peinado, vestido azul marino que le cae con elegancia sobre los hombros. No lleva joyas excesivas, solo un collar discreto y un par de aretes que parecen más valiosos que todo lo que tengo en casa. Su porte es sereno, firme. Una mujer que sabe quién es y lo que vale.

Se levanta cuando me acerco.

-Alexander, un gusto conocerte. -Me extiende la mano.

Su voz es cálida, segura. Yo tomo su mano, temblando apenas.

-El gusto es mío, señora Palmer.

-Brenda -me corrige con una sonrisa.

Y esa sonrisa me desarma. No es burlona, no es condescendiente. Es... amable.

La cena comienza. Al principio me siento como un intruso, midiendo cada palabra, temiendo que se me note el origen humilde en la voz, en los gestos, en las manos ásperas que el traje no puede disimular.

Pero Brenda habla con naturalidad. Me pregunta por mi trabajo como arquitecto, y cuando le cuento sobre los proyectos de vivienda que superviso, no me mira con desdén. Me escucha con atención. Incluso me pide más detalles.

-Es admirable lo que haces -me dice en un momento-. No cualquiera puede imaginar espacios donde otros puedan construir su vida.

Sus palabras me golpean más que cualquier reclamo de Belén.

Admirable.

¿Cuándo fue la última vez que alguien me llamó así?

El salón está lleno de hombres y mujeres bien vestidos, copas de vino, carcajadas. Yo, en cambio, estoy en otra dimensión. Me sorprendo hablando de arquitectura, de la importancia de los espacios públicos, de cómo una casa puede cambiar la dignidad de una familia. Y Brenda me escucha como si cada palabra tuviera valor.

De pronto, me sorprendo a mí mismo. Mi voz ya no tiembla. Hablo con convicción, como hace mucho no lo hacía. Como si por un instante me hubiera olvidado de que estoy aquí como... lo que soy esta noche.

El mesero trae vino. El cristal de la copa es tan fino que temo romperlo con solo sostenerlo. Brenda brinda conmigo.

-Por las nuevas oportunidades -dice, mirándome a los ojos.

Yo levanto la copa, inseguro.

-Por... seguir adelante.

Cuando bebe, me doy cuenta de lo serena que es su mirada. Es una mujer que no necesita demostrar nada, porque lo tiene todo. Y sin embargo, está aquí conmigo.

La contradicción me rasga por dentro.

Me siento humillado porque sé que no estoy aquí por lo que soy, sino por lo que represento. Un acompañante. Un entretenimiento. Un hombre comprado por una noche.

Pero al mismo tiempo, su respeto me devuelve una confianza que creía muerta. Es la primera persona en meses que no me ve como un fracaso.

Durante el cóctel, Brenda me presenta como su acompañante. No finge, no se burla. Lo hace con orgullo.

-Él es Alexander, arquitecto -dice, como si mi profesión todavía tuviera dignidad.

Yo sonrío, nervioso, mientras las miradas me recorren. Algunas mujeres murmuran, otras me observan con descaro. Me siento exhibido. Pero Brenda me toca suavemente el brazo, como para recordarme que no estoy solo.

Esa pequeña caricia, tan distinta a los reclamos de Belén, me atraviesa.

La velada termina. Me acompaña hasta la salida, donde la camioneta negra me espera. Antes de despedirse, me entrega un sobre.

-El club ya pagó lo acordado. Pero esto es personal. -Me lo extiende con naturalidad.

-No era necesario -digo, confundido.

-Lo sé. Pero lo mereces. -Se inclina y me da un beso en la mejilla-. Espero volver a verte, guapo.

Su perfume queda flotando en el aire cuando se aleja.

Subo al auto y abro el sobre. Un cheque de dos mil dólares adicionales. Sumados a los cinco mil que ya me habían prometido, son siete mil en una sola noche.

Apoyo la cabeza en el respaldo. Estoy aturdido.

¿De verdad fue tan fácil?

Recuerdo la risa de Lucía, la voz del médico hablando de transfusiones, la factura del hospital de Martín. Ese dinero no es un lujo. Es oxígeno.

Y aun así, me siento sucio.

Cuando llego a casa, Belén me espera despierta, ansiosa. Sus ojos brillan como los de una niña frente a un regalo.

-¿Cómo te fue? -pregunta, apenas entro.

Dejo los cheques sobre la mesa.

-Ahí está. Siete mil.

Ella grita de emoción, casi salta.

-¡Lo sabía! ¿Ves? ¡Tenías que hacerlo! Con esto cubrimos el hospital del obrero, empezamos el tratamiento de Lucía, compramos uniformes... ¡incluso podemos cambiar el auto!

La escucho hablar, pero mi mente está en otro lugar.

-Fue solo una vez, Belén. Una.

Ella me abraza, feliz.

-Claro, claro... pero dime, ¿qué tuviste que hacer?

La miro fijo.

-Nada. Solo conversar, acompañar. No me acosté con nadie.

-¿Lo ves? -dice ella, riendo-. No fue nada. Y mira cuánto ganaste. Podrías hacerlo un par de veces más, solo un par.

Me aparto de sus brazos.

-¡Dije que solo una vez!

Ella me observa con reproche.

-Alexander, no seas terco. El dinero no cae del cielo.

Camino hasta el cuarto. Me quito el saco, lo cuelgo, me miro al espejo del armario. Todavía huelo al perfume caro. Todavía luzco como ese hombre elegante que Brenda Palmer presentó en un salón lleno de empresarios.

Y un pensamiento incómodo me atraviesa: lo disfruté.

No el hecho de venderme. No la humillación de saber que ese dinero venía de ahí. Lo que disfruté fue sentirme visto, escuchado, respetado.

Me toco la cara, aún con el eco del beso de Brenda en la mejilla. Belén me mira desde la puerta. Y yo sé lo que piensa: que ya me tiene atrapado.

Porque, aunque mis labios repitan que fue solo una vez...mi corazón sabe que ya crucé una línea. Y el dinero fácil, la mirada de esa mujer, la sensación de valer algo...todo eso es una tentación demasiado fuerte.

                         

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