El héroe con el que me casé era una mentira.
Cuando le dio a mi hijo el apellido de la familia de ella, supe que irme no era suficiente. Tenía que reducir su mundo a cenizas.
Capítulo 1
Sofía Elizondo POV:
Mi matrimonio no terminó con un estruendo, sino con una llamada telefónica mientras me desangraba en el piso de nuestro baño.
El primer calambre me golpeó como un puñetazo en el estómago, agudo e implacable. Solo tenía siete meses, pero la repentina y violenta contracción en mi abdomen se sintió terriblemente definitiva. Salí tambaleándome del cuarto del bebé que había estado pintando de un suave y esperanzador amarillo canario, y me desplomé sobre el mármol helado del baño principal. Una humedad tibia y resbaladiza se extendió debajo de mí, tiñendo mis pantalones de lino blanco de un espantoso tono carmesí.
El pánico me estranguló la garganta, frío y apretado. Busqué a tientas mi celular, con los dedos resbaladizos por el sudor, y marqué el número de Ricardo. Mi esposo. El hombre que se suponía que era mi roca.
Contestó al tercer timbrazo, su voz suave y profesional, la voz que usaba para los donantes y los electores.
-Sofía, estoy un poco ocupado ahora mismo.
-Ricardo -jadeé, la palabra arrancándose de mis pulmones-. Algo anda mal. Estoy sangrando. Es el bebé.
Hubo una pausa. Pude oír el débil murmullo de otra voz en el fondo, un sonido suave y femenino que me erizó los vellos de los brazos. Era Isabella Serrano. La becaria de la campaña. La hija del aliado político que Ricardo no podía permitirse perder. La chica que había estado viviendo en nuestro cuarto de huéspedes durante los últimos dos meses.
-¿Sangrando? ¿Estás segura de que no estás exagerando? -La voz de Ricardo estaba teñida de impaciencia, no de preocupación-. El doctor dijo que un poco de manchado puede ser normal.
-¡Esto no es manchado, Ricardo! Es... es mucho. -Otra ola de dolor me recorrió, tan intensa que me robó el aliento. Grité, acurrucándome en una bola apretada en el suelo.
-Maldita sea, Sofía. -Lo oí suspirar, un sonido de puro fastidio. Luego, su tono se suavizó, pero no era para mí-. Está bien, Isabella. Solo respira profundo. Era solo un gato, ¿ves? Ya se fue.
La sangre se me heló. Más fría que el mármol bajo mis pies.
-Ricardo, ¿de qué estás hablando? -Mi voz era un susurro ronco-. Te necesito. Creo que estoy en labor de parto. Tienes que venir a casa.
-No puedo ahora mismo -dijo, bajando la voz a un susurro áspero-. Isabella acaba de tener un ataque de ansiedad severo. Vio un gato callejero en el callejón y se descontroló por completo. Estoy tratando de calmarla. Su padre es el anfitrión del evento para recaudar fondos esta noche, no puedo permitir que llegue histérica.
Lo absurdo de sus palabras me golpeó como una bofetada. Un gato callejero. Estaba manejando una crisis inventada por un gato callejero mientras su esposa embarazada se desangraba en el piso del baño.
-Su padre -repetí, las palabras sabiendo a ceniza en mi boca-. Claro. Siempre se trata de la campaña, ¿no es así?
-No seas dramática, Sofía -espetó-. Sabes lo importante que es esto. Necesito el respaldo del Senador Serrano. Isabella es frágil. Tú eres fuerte. Tú puedes con esto.
Sus palabras resonaron en mi mente, una cruel parodia de una conversación que habíamos tenido años atrás. Fue después del accidente automovilístico que mató a mis padres, el accidente del que él me había sacado. Me había abrazado en el hospital, su agarre firme y tranquilizador. *Eres tan fuerte, Sofía. Puedes con lo que sea*. En ese entonces, sus palabras habían sido mi salvavidas. Ahora, las usaba como excusa para abandonarme.
-Por favor, Ricardo -rogué, el último resto de mi orgullo disolviéndose en un charco de lágrimas y sangre-. Lo prometiste. Prometiste que siempre estarías ahí. Para mí, para nuestro hijo.
Recordé el día de nuestra boda, de pie bajo un arco de rosas blancas. Me había mirado a los ojos, los suyos brillando con lo que yo había creído que era amor incondicional. *Pase lo que pase*, había dicho, con la voz embargada por la emoción, *tú y nuestra familia siempre serán lo primero. Siempre*.
-Te llamaré una ambulancia -dijo, su voz distante, ya desconectada-. Tengo que irme. Isabella me necesita.
No esperó una respuesta. La línea quedó muerta.
El silencio que siguió fue más ensordecedor que un grito. El dolor en mi abdomen se intensificó, una agonía implacable y desgarradora que reflejaba el desgarro de mi corazón. Estaba sola. Absoluta y completamente sola.
Los paramédicos llegaron en un torbellino de movimiento y voces urgentes. Me ataron a una camilla, sus rostros una mezcla de calma profesional y lástima. Una de ellas, una mujer de rostro amable, intentaba llamar a Ricardo una y otra vez, su ceño frunciéndose más con cada llamada sin respuesta.
-No contesta, mi niña -dijo suavemente, dándome una palmadita en la mano-. Necesitamos una firma para el consentimiento de la cesárea de emergencia. El bebé está en peligro.
Su hijo estaba en peligro. Y él no estaba localizable.
Con mano temblorosa, firmé el formulario, la pluma sintiéndose imposiblemente pesada. Me llevaron a toda prisa a las luces cegadoras del quirófano. Lo último que oí antes de que la anestesia me venciera fue la voz sombría del cirujano.
-Haremos todo lo posible por salvar a ambos.
Desperté horas después en una habitación silenciosa y estéril. Una enfermera revisaba mis signos vitales. Mi primer pensamiento, mi único pensamiento, fue para mi hijo.
-¿Mi bebé? -grazné, con la garganta en carne viva.
-Es un luchador -dijo con una sonrisa amable-. Es prematuro, está en la UCIN, pero está estable. Un niño precioso.
El alivio me inundó, tan potente que se sintió como una droga. Estaba vivo. Nuestro hijo estaba vivo.
No fue hasta más tarde esa noche, después de que me trasladaran a una habitación privada de recuperación, que todo el peso de la traición de Ricardo se derrumbó sobre mí. Finalmente apareció, su traje todavía impecable del evento, un ligero aroma a perfume caro aferrado a él. El perfume de Isabella.
No vino solo.
Ella lo seguía, pálida y frágil, con los ojos grandes y enrojecidos. Llevaba una de mis batas de seda, la que Ricardo me había comprado para nuestro aniversario.
Mi corazón, que pensé que no podía romperse más, se hizo añicos en un millón de pedazos. Debí haber hecho un sonido, un jadeo ahogado, porque Ricardo corrió a mi lado.
-Sofía, gracias a Dios que estás bien -dijo, tratando de tomar mi mano. La aparté de un respingo.
-Lo siento tanto, Sofía -susurró Isabella desde la puerta, con la voz temblorosa-. Yo... yo no sabía que era tan grave. Le dije a Ricardo que viniera, pero mi ansiedad... se pone tan mal. Me siento terrible. -Se aferró a las solapas de mi bata, con los nudillos blancos, un retrato perfecto de culpa y angustia.
Ricardo se volvió hacia ella de inmediato, su expresión suavizándose con una ternura que no había visto dirigida a mí en meses.
-No es tu culpa, Isabella -murmuró, su voz un retumbo bajo y reconfortante-. No te culpes.
La estaba consolando a ella.
Me había dejado casi morir, había dejado a nuestro hijo luchar por su vida solo, y ahora estaba aquí, en esta habitación de hospital que olía a antiséptico y a mi propio duelo privado, consolando a la chica que lo había causado todo.
El recuerdo de él sacándome del metal retorcido del coche de mis padres brilló en mi mente. El héroe. Mi salvador. Todo era una mentira. El hombre con el que me casé, el hombre que amé, se había ido. En su lugar había un extraño, un político frío y ambicioso que veía a su esposa y a su hijo recién nacido como obstáculos en su camino al poder.
Una única lágrima silenciosa escapó de la comisura de mi ojo y trazó un camino frío por mi sien.
Él no se dio cuenta. Estaba demasiado ocupado acariciando el cabello de Isabella.
Y en ese momento, mientras lo veía calmar sus penas fingidas, el amor que sentía por él se agrió hasta convertirse en algo frío y duro en mi pecho. No era odio. Era una aterradora y hueca claridad.
Él había tomado su decisión. Ahora, yo tenía que tomar la mía.