Una risa suave vino del rincón más alejado de la habitación, cerca de la gran ventana que daba a la ciudad. Una figura se recortaba contra el brillante horizonte. Era Isabella. Y sostenía a mi hijo.
-Dámelo -gruñí, mi voz baja y peligrosa. Todo el miedo, todo el dolor, se fusionó en un único y agudo punto de furia maternal.
-Estaba inquieto -dijo Isabella, su voz ligera y conversacional. Se mecía suavemente, acunando a Mateo en sus brazos-. Pensé en darte un descanso.
-Dá-me-lo. Ahora.
Ella sonrió, un destello de blanco en la oscuridad.
-¿Por qué no vienes a buscarlo?
Aparté las sábanas, mi cuerpo gritando en protesta. Cada movimiento era una agonía, los puntos en mi vientre tirando y desgarrándose. Me obligué a ponerme de pie, mis piernas temblando, y di un paso arrastrado hacia ella.
Isabella dio un paso atrás, acercándose a la ventana.
-Cuidado, Sofía. No querrás caerte.
Estaba jugando un juego. Un juego enfermo y retorcido. Di otro paso, y ella dio otro hacia atrás, una danza cruel en la penumbra. Mateo comenzó a llorar más fuerte, su pequeño cuerpo retorciéndose en sus brazos.
Entonces, se detuvo. Su espalda estaba contra el cristal de la ventana. Con un movimiento horrible y deliberado, desenganchó la ventana y la abrió. Una ráfaga de viento frío entró en la habitación, trayendo los sonidos distantes del tráfico desde doce pisos más abajo.
Sostuvo a Mateo sobre el abismo.
Mi mundo se detuvo. El aire abandonó mis pulmones. Mi corazón, mi cordura, todo mi ser pendía de un hilo en sus manos, suspendido sobre la ciudad brillante e indiferente.
-Por favor -rogué, la palabra un sollozo ahogado-. Isabella, por favor. No lo hagas.
Caí de rodillas, el impacto enviando una nueva ola de agonía a través de mí, pero no era nada comparado con el terror que se abría paso por mi garganta.
-Por favor, haré lo que sea. Lo siento. Lo siento.
-Ups -dijo, su voz un jadeo teatral de sorpresa.
Y lo soltó.
Por una fracción de segundo, vi su pequeño cuerpo, envuelto en una manta azul, desaparecer en la oscuridad. Un grito se desgarró de mi alma, un sonido de pura agonía animal.
Pero no cayó. Aterrizó en la ancha repisa de piedra decorativa justo debajo de la ventana. Isabella solo lo había dejado caer. Unos metros. Pero fue suficiente.
El mundo explotó en caos. Las enfermeras entraron corriendo, alertadas por mi grito. Mateo fue recogido y llevado de urgencia a la sala de emergencias. Ricardo llegó, su rostro pálido de pánico.
Isabella se derrumbó en sus brazos, sollozando histéricamente.
-¡Lo siento tanto, Ricardo! ¡Él solo... se resbaló! ¡Mis manos temblaban! ¡Soy tan torpe! ¡Nunca me lo perdonaré! -Lo miró, sus ojos brillando con lágrimas-. ¡Quería ser una buena madre para él, para ti! Quizás... ¡quizás pueda darte un hijo nuestro, uno que no se me caiga!
Mi mente se quedó en blanco. Estaba confesando, retorciendo su crimen en una declaración de amor y una promesa de futuro.
Y Ricardo la consoló. La abrazó con fuerza, murmurando palabras tranquilizadoras, diciéndole que fue un accidente, que no fue su culpa.
Yo era invisible. Mi terror, mi dolor, la vida de mi hijo pendiendo de un hilo... nada de eso importaba.
Horas después, un doctor salió de Urgencias.
-Es un niño con mucha suerte -dijo, con el rostro sombrío-. No hay lesiones graves, pero tiene una ligera conmoción cerebral. Necesitamos mantenerlo en la UCI para observación.
El alivio fue tan inmenso que me dobló las rodillas. Me apoyé contra la pared, lágrimas de gratitud y rabia corriendo por mi rostro. Casi lo pierdo. Por culpa de ella.
Ricardo todavía sostenía a Isabella, protegiéndola de mi mirada como si yo fuera la amenaza.
-Fue un accidente, Sofía -dijo, su voz fría y final-. Isabella se siente terrible. No empeoremos las cosas.
-¿Un accidente? -chillé, mi voz quebrándose-. ¡Lo sostuvo fuera de la ventana, Ricardo! ¡Lo dejó caer!
-Ya es suficiente -dijo, su tono no dejando lugar a discusión. Luego me entregó un documento doblado-. Ten. Me encargué del acta de nacimiento. Lo registré esta mañana.
Desdoblé el papel, mis ojos escaneando el texto oficial. Y entonces lo vi. El nombre.
Mateo Andrés Serrano de la Torre.
Serrano. Le había dado a mi hijo el apellido de ella. Andrés. Ese era el nombre del hermano de Isabella, el que había muerto en un accidente de barco años atrás. Un accidente que se rumoreaba que ella había causado.
El papel tembló en mis manos.
-¿Qué es esto? -susurré.
Un recuerdo afloró, agudo y doloroso. Hace unos meses, estábamos acostados en la cama, mi cabeza en su pecho, hablando de nombres. *Mateo*, había dicho. *Como un león. Fuerte y valiente*. Ricardo había sonreído, besando mi frente. *Mateo Elizondo de la Torre. Me encanta*.
Ahora, ese sueño compartido era solo otra víctima de su ambición.
-Isabella estaba tan angustiada -explicó Ricardo, como si tuviera todo el sentido del mundo-. Ponerle el nombre de su difunto hermano... parecía una forma de sacar algo positivo de esta tragedia. De honrar a su familia.
Honrar a su familia. Había borrado a mi familia, mi apellido, mi elección, para apaciguar a la de ella.
Con un grito de pura rabia, rompí el acta de nacimiento por la mitad, luego en cuartos, los pedazos revoloteando hasta el suelo como hojas muertas.
Isabella jadeó.
-¿Cómo pudiste? ¡Ese nombre significa tanto para mí! -gritó, y sin previo aviso, su mano voló y se estrelló contra mi cara.
El ardor fue agudo, impactante. Pero lo que sucedió después fue peor.
La primera reacción de Ricardo no fue por mí. Instantáneamente agarró la mano de Isabella, examinándola con frenética preocupación.
-¿Estás bien? ¿Te lastimaste la mano?
Solo después de estar satisfecho de que ella no estaba herida, dirigió su atención hacia mí. Un destello de algo -¿fastidio? ¿obligación?- cruzó su rostro.
-¿Estás bien, Sofía? -preguntó, su voz plana.
La huella roja de su mano ya florecía en mi mejilla, la marca de su traición.
Encontré su mirada, mis propios ojos fríos y claros.
-No te atrevas -dije, mi voz peligrosamente tranquila-, a fingir que te importa ahora.