La rutina era implacable. Sus mañanas seguían perteneciendo a Madame Dubois y a Robert Thorne, pero ahora sus lecciones ocurrían en el salón de música oriente o la biblioteca, habitaciones tan vastas que su voz producía un eco tenue. Alexander era un fantasma que cruzaba su camino en una coreografía de ausencias calculadas: un cruce silencioso en un pasillo infinito, una figura solitaria bebiendo café en la terraza al amanecer antes de que ella bajara, el ruido de su Mercedes híbrido alejándose por la larga avenida de gravilla.
La primera grieta en la impecable fachada de normalidad llegó, como la mayoría de los problemas en las familias ricas, con una llamada telefónica. Olivia estaba en la biblioteca, intentando memorizar los intrincados lazos entre los accionistas de Vance Enterprises, cuando Lawrence, el mayordomo de edad indefinida y modales impecables, se acercó con pasos silenciosos.
-Disculpe, señora Vance -dijo, usando el título que aún le sonaba ajeno y cortante-. Hay una llamada para usted. En la línea privada del salón verde.
-¿Para mí? -preguntó, sorprendida. Nadie, excepto Thorne y el propio Alexander, sabía su paradero, un dato que siempre había encontrado inquietantemente claustrofóbico.
-La Sra. Beatrice Vance -aclaró Lawrence, con una leve inclinación de cabeza que no logró ocultar un destello de algo que parecía... precaución.
La tía Beatrice. Olivia recordó el dosier: la viuda chismosa, la hermana menor del difunto padre de Alexander. Tomó la llamada con la mano ligeramente sudorosa, el pesado teléfono de ébano frío contra su oído.
-¡Querida Olivia! -trinó una voz al otro lado, dulce como un jarabe rancio-. ¡Por fin logro dar contigo! Este lugar es una fortaleza, querida, una verdadera fortaleza. Sólo quería saber cómo te estabas adaptando a nuestra querida Blackwood. Es una casa con... mucho carácter, ¿no es así? Tantos recuerdos.
La conversación fue un masterclass en agresión pasiva. Beatrice preguntó por los "encantos ocultos" de la casa, por si extrañaba su "vida tan cultural en Boston", por si Alexander, "pobre hombre, siempre tan ensimismado con el trabajo", le dedicaba tiempo de calidad. Cada pregunta era una aguja finísima, disfrazada de algodón de azúcar.
-Alexander es muy atento -respondió Olivia, usando su tono más sereno, el que había practicado frente al espejo-. Y la casa es magnífica. Estamos muy cómodos aquí, construyendo nuestra vida.
-¡Me alegra oírlo! -Beatrice rio, un sonido como de cristales rompiéndose-. Porque, ya sabes, esta casa puede ser... fría para alguien que no está acostumbrado. La última vez que alguien intentó mudarse tan rápido, bueno... -hizo una pausa cargada de intención-. Fue la madre de Alexander. Y eso, querida, no terminó bien. La casa, en cierto modo, se la... tragó. Tiene esa manera de expulsar lo que no encaja.
La línea se cortó poco después con excusas banales, pero las palabras de Beatrice quedaron flotando en el aire perfumado de la habitación, tan frías y pesadas como la piedra de la chimenea. "No terminó bien". "Se la tragó". Era la primera vez que alguien mencionaba siquiera a la madre de Alexander, y lo había hecho no como un recuerdo, sino como un arma arrojadiza.
Esa noche, durante una cena silenciosa en el comedor principal-una habitación tan grande que el tintineo de sus cubiertos contra la porcelana de Limoges resonaba con tristeza-, Olivia observó a Alexander con nuevos ojos. Él comía con una precisión mecánica, su mirada perdida en la oscuridad que se cernía tras los ventanales.
-Tu tía Beatrice llamó hoy -mencionó Olivia, rompiendo el hielo que se formaba entre los platos.
Los dedos de Alexander, largos y firmes, se tensaron alrededor del mango del cuchillo de trinchar. Solo fue un instante, un parpadeo de reacción antes de que el control absoluto volviera a imponerse, pero ella lo vio.
-Beatrice -dijo, sin levantar la vista-, tiene demasiado tiempo libre y muy pocos escrúpulos. Considera el chisme un deporte de sangre. Ignórela.
-Dijo algo sobre... tu madre. Sobre esta casa -insistió Olivia, sintiendo que pisaba un campo minado pero incapaz de retroceder.
Él dejó el cuchillo con un golpe seco que cortó el silencio como un relámpago. -Olivia -su voz era tan gélida como el mármol de Carrara de la mesa-. Hay líneas que no se cruzan. Los rumores ociosos de mi tía son una de ellas. No repita ese error.
La advertencia era clara, un muro de hielo erigido de golpe. Pero en lugar de asustarla, la curiosidad de Olivia se avivó. Beatrice no era solo una chismosa ociosa; era una portavoz de un pasado que Alexander guardaba bajo siete llaves.
Al día siguiente, buscando un respiro de la opresiva elegancia de la casa, Olivia se aventuró a los jardines traseros. La brisa otoñal le rozó la cara, un alivio después del aire filtrado y estancado del interior. Mientras paseaba por un sendero de grava blanca, un hombre alto y desgarbado, con una sonrisa fácil y un traje que le quedaba un poco grande, salió de una puerta lateral y se dirigió directamente a ella con una familiaridad que resultó inmediatamente incómoda.
-¡Tú debes ser la famosa Olivia! -dijo, extendiendo una mano con excesiva energía-. Sebastian Vance. El primo... bueno, el primo con suerte, supongo. Aunque la suerte es un concepto relativo en esta familia.
Sebastian. El playboy que ansiaba la presidencia de Alexander. Su apretón de mano fue firme, su sonrisa, demasiado blanca y constante.
-Alexander no me dijo que esperaba visita -comentó Olivia, recolocando su máscara de anfitriona serena con una sonrisa cortés.
-¡Oh, no es una visita! -Sebastian soltó una risa que sonó forzada-. Vine a recoger unos documentos del archivo familiar. Cosas aburridas de la empresa. Todavía tengo mi llave. Es lo bueno (o lo malo) de la familia, ¿sabes? La sangre es más espesa que el agua, y más pegajosa. Nunca puedes deshacerte del todo de nosotros. -Su mirada, vivaz y calculadora, recorrió el jardín bien cuidado y luego se posó en ella, escrutándola de arriba abajo-. Aunque parece que Alexander lo está intentando con denuedo, creando su pequeño mundo perfecto aquí contigo. Todo muy... ordenado. Espero que sepas nadar, Olivia. Las aguas de esta familia son más traicioneras de lo que parecen.
Con un guiño que pretendía ser cómplice pero que solo resultó inquietante, Sebastian se alejó hacia un deportivo rojo aparcado de forma descarada frente a la entrada principal. Olivia se quedó inmóvil, la brisa repentinamente fría contra su nuca. Beatrice desde fuera, Sebastian desde dentro. La fortaleza no solo tenía brechas; los pretendientes al trono ya estaban probando sus defensas.
Esa noche, camino de su suite, Olivia pasó por delante del estudio de Alexander. La pesada puerta de roble estaba entreabierta, derramando un haz de luz cálida sobre el frío suelo del pasillo. La curiosidad pudo más que la prudencia. Se asomó levemente.
Él estaba de pie frente a la chimenea apagada, con una sola lámpara de pie encendida a su espalda, que proyectaba su silueta larga y solitaria contra la pared. No sostenía un libro ni un informe. En sus manos, tenía una pequeña fotografía en un marco de plata. La luz temblorosa iluminaba su perfil, y la expresión que vio Olivia le quitó el aliento. No era la del ejecutivo frío e impasible, ni la del hombre exasperado de la cena. Era una mirada cargada de una tristeza tan profunda y antigua que parecía formar parte de la propia piedra de la casa.
Olivia se retiró de inmediato, deslizándose en las sombras del pasillo antes de que él pudiera sentir su presencia. Pero la imagen se le quedó grabada a fuego. Alexander Vance no era solo su carcelero, el arquitecto de esta farsa. También era un prisionero. Y Blackwood Manor, con sus pasillos silenciosos, sus retratos acusadores y sus fantasmas familiares, era la prisión que ambos compartían.
Al cerrar la puerta de su propia habitación, Olivia se apoyó contra la madera maciza, sintiendo el latido acelerado de su corazón. Su actuación ya no consistía solo en engañar a un anciano enfermo. Ahora tenía que aprender a navegar entre las sonrisas envenenadas y las advertencias veladas de una familia que veía su presencia como una amenaza. Y, lo más peligroso de todo, tenía que convivir con la creciente certeza de que el hombre con el que había firmado un contrato era el enigma más complejo de todos.