Punto de vista de Alessia:
Jugué mi papel. Le ofrecí a Isabella mis felicitaciones. Mi apoyo. Mi lealtad. Cada palabra era una mentira cuidadosamente construida, ganándome una sonrisa engreída y triunfante de la mujer que me había robado la vida.
Dos de los sicarios más confiables de Dante, hombres que solían saludarme con respeto, ahora se burlaban abiertamente de mí en un rincón.
-Mírala -se rió uno-. Besando los pies de la mujer que la reemplazó. Patética.
No me permití sentir nada. La punzada de sus palabras no podía atravesar el muro de hielo que había construido alrededor de mi corazón. Dante estaba cerca, observándolo todo. Su silencio era su consentimiento. Era un mensaje claro: sin su favor, yo no valía nada. Cualquier amabilidad que me hubiera mostrado había sido una cortesía hacia mi hermano. Ahora, esa cortesía estaba revocada.
Más tarde, Isabella me acorraló en un nicho apartado, lejos de las miradas indiscretas de la fiesta. Su rostro era una máscara de fingida preocupación.
-¿De verdad estás bien, Alessia? -preguntó, su voz suave. Luego, se inclinó más cerca, su tono bajó a un susurro agudo y venenoso-. ¿Cómo te enteraste? ¿Sobre el plan?
Antes de que pudiera responder, todo el gran salón se estremeció.
Un sonido como un disparo resonó en el aire, seguido por el gemido de metal torturado. Miré hacia arriba. El enorme candelabro de cristal, una tonelada de vidrio brillante y acero, caía en picada directamente hacia nosotras.
El tiempo se ralentizó.
Vi a Dante. Estaba al otro lado de la habitación, pero se movía como un borrón de seda negra y violencia controlada. Corrió, sus ojos fijos en nosotras. Por un segundo que me paró el corazón, pensé que venía por mí.
No lo hacía.
Pasó corriendo a mi lado, sin siquiera una mirada en mi dirección. Se lanzó sobre Isabella, envolviendo su cuerpo con el de ella, protegiéndola por completo mientras caían al suelo.
Usó su propio cuerpo como escudo para ella. Me dejó morir.
El mundo explotó en una lluvia de cristales y un dolor abrasador. El peso del candelabro aplastó mi pierna, el sonido de mi propio hueso rompiéndose fue ahogado por la cacofonía. Fragmentos de cristal se clavaron en mi piel, calientes y afilados.
Lo último que vi antes de que la oscuridad me consumiera fue a Dante, revisando frenéticamente a Isabella en busca de cualquier rasguño, su rostro una máscara de puro terror por la seguridad de ella, ajeno a mí, que yacía rota y sangrando a solo unos metros de distancia.
Desperté en la enfermería. Lo primero que vi fue el rostro de mi hermano, una máscara sombría y tensa de furia y dolor.
-Luca -susurré, mi garganta áspera.
Me agarró la mano.
-Lo siento mucho, Alessia. Debería haber...
-No -lo interrumpí. Mi voz era un hilo, pero mi resolución se había endurecido como el acero. Lo miré a los ojos, dejando que viera la absoluta finalidad en los míos-. Se acabó. Realmente lo he superado.
Él entendió. No necesitó preguntar a qué me refería.
-Diez días -susurré, mi aliento se cortó por una ola de dolor-. El transporte al territorio de los Garza. ¿Está confirmado?
Asintió una sola vez, bruscamente, con la mandíbula apretada.
-Está confirmado.
Mi decisión ya no era una opción. Era una necesidad. Era absoluta.