El Club Ateneo se alzaba en el distrito histórico, un edificio neoclásico de piedra oscura que parecía absorber la luz de las farolas en lugar de reflejarla. No había letreros llamativos, solo una placa de bronce pulido junto a una puerta de roble macizo. Era un lugar diseñado para excluir, un santuario donde el dinero nuevo no era bienvenido y el poder viejo se sentía como en casa.
Valeria entregó las llaves al valet sin mirarlo a los ojos. El aire de la noche era húmedo, pegándose a su piel, pero ella se ajustó la chaqueta de su traje como si se estuviera colocando una armadura antes de entrar en combate. Sabía que cualquier signo de debilidad, cualquier temblor en las manos o vacilación en la voz, sería detectado al instante. Estaba entrando en la guarida de un depredador, y los depredadores huelen el miedo.
El interior del club olía a cera de abejas, a madera vieja y a una masculinidad rancia y costosa. El vestíbulo estaba desierto, salvo por un conserje de edad indefinida que levantó la vista de un libro de registro encuadernado en cuero.
-Buenas noches -dijo Valeria. Su voz sonó extrañamente fuerte en el silencio acolchado del lugar-. Tengo una cita en el Salón Privado 4.
El conserje no le preguntó su nombre. Ni siquiera parpadeó. Simplemente asintió, como si hubiera estado esperando ese momento exacto desde que nació.
-Por aquí, señora Santander. El señor Mendoza la espera.
Escuchar su nombre en ese entorno, pronunciado por un desconocido que sabía a quién servía, le provocó un escalofrío que recorrió su columna vertebral. Siguió al hombre a través de un pasillo largo, flanqueado por retratos al óleo de hombres severos con patillas largas y miradas de juicio. El sonido de sus tacones sobre las alfombras persas quedaba amortiguado, convirtiéndola en un fantasma en su propia vida.
Llegaron a una puerta de caoba al final del pasillo. El conserje la abrió y se hizo a un lado, invitándola a entrar con un gesto deferente pero firme. Valeria respiró hondo, contuvo el aire durante dos segundos -una vieja técnica para bajar las pulsaciones antes de un alegato final- y cruzó el umbral.
El Salón Privado 4 era más pequeño de lo que esperaba, lo que lo hacía extrañamente íntimo. Las paredes estaban forradas de libros que probablemente nadie leía, y en el centro, bajo la luz ámbar de una lámpara de pie, había dos sillones Chesterfield de cuero color vino y una mesa baja con una botella de cristal tallado.
Máximo Mendoza estaba de pie junto a una chimenea apagada.
No se parecía a la imagen que los medios sensacionalistas intentaban vender. No había cadenas de oro, ni trajes llamativos, ni gestos vulgares. Máximo Mendoza, el hombre que supuestamente controlaba la mitad del flujo de contrabando del país, parecía un diplomático jubilado o un rector de universidad. Vestía un traje de tres piezas de un azul noche impecable, su cabello gris estaba peinado hacia atrás con severidad y sus manos, que sostenían un vaso corto de whisky, eran grandes pero cuidadas.
Lo único que delataba su naturaleza eran sus ojos. Eran de un color gris pálido, casi incoloros, y poseían una inmovilidad reptiliana. Cuando se posaron en Valeria, ella sintió que la escaneaban, despojándola de sus títulos, su reputación y sus defensas, dejándola desnuda frente a la verdad de su propio pecado.
-Valeria -dijo él. No "Señora Santander". Usó su nombre de pila con una familiaridad que era, en sí misma, una transgresión-. Gracias por su puntualidad. Es una cualidad que valoro por encima de muchas otras.
-Señor Mendoza -respondió ella, manteniendo la barbilla alta-. Su... invitación fue difícil de ignorar.
Máximo esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos. Señaló el sillón vacío frente a él.
-Por favor. ¿Bebe? Es un single malt de treinta años. Muy suave.
-No bebo cuando trabajo -dijo Valeria, permaneciendo de pie. Necesitaba mantener esa pequeña barrera física. Si se sentaba, sentía que estaría aceptando sus reglas.
-¿Está trabajando, Valeria? -preguntó Máximo suavemente, tomando un sorbo de su vaso-. Yo tenía la impresión de que esto era una charla entre dos personas que tienen mucho que perder.
Valeria sintió el golpe. Apretó su bolso contra su costado.
-Vayamos al grano, señor Mendoza. Usted tiene algo que me pertenece. O mejor dicho, tiene información sobre mí. Asumo que el propósito de esta reunión es discutir el precio de su silencio.
Máximo soltó una risa suave, seca como el crujido de hojas muertas.
-Directa. Agresiva. Entiendo por qué gana tantos casos. Pero se equivoca en algo fundamental: yo no quiero su dinero. El dinero es vulgar, Valeria. El dinero se imprime, se lava, se pierde. Lo que yo quiero es talento. Y lealtad.
Caminó lentamente hacia la mesa y dejó el vaso. Luego, con movimientos deliberados, sacó una carpeta delgada de su chaqueta y la dejó sobre la mesa. No era la carpeta de las fotos de las Islas Caimán. Era otra.
-Mi hijo, Gabriel, está en una situación... delicada.
-El caso del asesinato del senador Arriaga -dijo Valeria. Había visto los titulares. Era imposible no haberlos visto. El hijo del jefe de la mafia acusado de matar a un político en ascenso. Un circo mediático-. He leído sobre ello. La fiscalía tiene testigos, huellas y un móvil. Es un caso perdido, señor Mendoza.
-No hay casos perdidos, solo abogados sin imaginación -replicó Máximo, su voz endureciéndose por primera vez-. Gabriel es inocente. No es un santo, Dios sabe que no lo he criado para serlo, pero no es un asesino descuidado. Todo esto es un montaje. Una obra de teatro orquestada por enemigos que no tienen el valor de atacarme directamente, así que van a por lo único que me importa.
Se acercó a Valeria, invadiendo su espacio personal lo suficiente para que ella pudiera oler su colonia: sándalo y algo metálico.
-Necesito a alguien fuera de mi círculo habitual. Mis abogados son buenos para sobornar jueces y ocultar activos, pero este caso se jugará en la opinión pública y en la corte suprema. Necesito a alguien "limpio". Alguien con una reputación intachable de rectitud y éxito. Necesito a la "Dama de Hiero" de los tribunales. La necesito a usted.
Valeria negó con la cabeza, sintiendo que el pánico le arañaba la garganta.
-No puedo hacerlo. Mi bufete no toca casos de sangre. Mi especialidad es financiera. Si tomo este caso, mi reputación se verá comprometida solo por la asociación. Además... -hizo una pausa, buscando la valentía-, no trabajo bajo amenazas.
Máximo la miró con una lástima fingida que fue más aterradora que cualquier grito.
-Valeria, Valeria... Su reputación ya está comprometida. Solo que el mundo aún no lo sabe.
Él se giró y caminó de regreso a la chimenea, dándole la espalda.
-Esa transacción en las Islas Caimán. El desvío de fondos de la cuenta fiduciaria de Inversiones Globales para cubrir la quiebra de la empresa de su padre. Fue un gesto noble, debo admitirlo. Salvar el legado familiar. Pero ilegal. Lavado de dinero, fraude, apropiación indebida. Si envío ese archivo a la Fiscalía General mañana por la mañana, usted no solo perderá su licencia. Irá a la cárcel federal por diez años. ¿Qué pasará con su padre enfermo entonces? ¿Quién pagará sus cuidados?
Valeria sintió que las rodillas le fallaban. Se dejó caer en el sillón de cuero, no por cortesía, sino porque sus piernas ya no podían sostenerla. Él lo sabía todo. No solo el qué, sino el porqué. La enfermedad de su padre, la desesperación, el momento de debilidad.
-¿Qué es lo que quiere? -susurró, su voz rota.
Máximo se giró, su rostro iluminado por las sombras danzantes de la habitación.
-Quiero que defienda a Gabriel. Quiero que use esa mente brillante para desmontar las mentiras de la fiscalía. Quiero que lo traiga a casa. Si lo hace, el archivo de las Caimán desaparecerá. Se quemará hasta ser ceniza. Y además, cubriré los gastos médicos de su padre de por vida, de forma anónima y legal.
Hizo una pausa, dejando que la oferta colgara en el aire.
-Pero si se niega, o si acepta y no pone todo su empeño... entonces la destruiré. Y créame, Valeria, la prisión será el menor de sus problemas.
Valeria miró sus manos entrelazadas en su regazo. Estaban blancas por la presión. No había salida. Era un jaque mate perfecto. Había entrado en esa sala como una abogada prestigiosa y estaba a punto de salir como una empleada de la mafia.
-Necesito ver el expediente -dijo finalmente, levantando la vista. Sus ojos recuperaron un destello de su frialdad habitual. Si iba a caer, caería luchando-. Y necesito hablar con él. Con Gabriel. No defiendo a nadie que no haya mirado a los ojos.
Máximo sonrió. Esta vez, la sonrisa parecía casi genuina.
-Esperaba que dijera eso.
El capo presionó un botón oculto bajo la repisa de la chimenea. Un zumbido eléctrico resonó en la pared del fondo, donde una sección de la estantería de libros se deslizó silenciosamente hacia un lado, revelando no una caja fuerte, sino una puerta de vidrio que daba a una habitación contigua, oscura y en sombras.
-Pensé que querría empezar de inmediato -dijo Máximo, señalando hacia la oscuridad-. No está en la cárcel, Valeria. Pagué una fianza que haría llorar al ministro de economía para mantenerlo bajo arresto domiciliario aquí, bajo mi techo, hasta el juicio.
Valeria se puso de pie, sus piernas aún temblorosas pero obedientes. Caminó hacia la puerta abierta. La habitación contigua estaba apenas iluminada por la luz de la luna que entraba por una ventana alta.
En el centro de la penumbra, sentado en una silla simple, había una figura.
Valeria avanzó un paso más, cruzando el umbral.
-¿Gabriel? -preguntó a la oscuridad.
La figura se movió. El sonido de un encendedor rasgó el silencio, y una pequeña llama iluminó un rostro joven, de rasgos angulosos y una belleza casi dolorosa. Gabriel Rivas acercó la llama a un cigarrillo, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de diversión y algo mucho más peligroso.
Dio una calada profunda, iluminando sus pómulos marcados, y luego exhaló el humo lentamente hacia la dirección de Valeria.
-Así que tú eres la que mi padre compró -dijo Gabriel. Su voz era grave, aterciopelada y cargada de desprecio-. Espero que hayas salido cara, abogada. Porque no tengo ninguna intención de dejarte ganarme este caso.
Valeria se quedó helada. No era el recibimiento de un hombre desesperado por ayuda. Era el desafío de alguien que, inexplicablemente, parecía querer ser condenado.
-¿Disculpa? -logró decir ella.
Gabriel se inclinó hacia adelante, la luz del cigarrillo iluminando una cicatriz fina que cruzaba su ceja izquierda.
-Ya me oíste -susurró, con una sonrisa torcida que prometía problemas-. Vete a casa, Valeria. No tienes idea de en qué te estás metiendo. Yo no maté al senador... pero eso no significa que sea inocente.