-El progreso es bueno -dijo Máximo finalmente, con una suavidad engañosa-. Gabriel puede ser... difícil. Tiene el temperamento de su madre. Apasionado, pero a veces carente de visión estratégica.
-Es inteligente -respondió Valeria, eligiendo sus palabras con cuidado quirúrgico-. Y entiende la gravedad de su situación. Creo que podremos trabajar juntos.
Máximo asintió, aparentemente satisfecho. Caminó hacia la mesa baja y cerró la carpeta que contenía la vida de Valeria, o al menos, la versión de su vida que él poseía.
-Me alegra oírlo. Silvio la acompañará a su coche.
El nombre actuó como un detonante en el sistema nervioso de Valeria. Apenas tuvo tiempo de procesarlo cuando la puerta principal del salón privado se abrió.
El hombre que entró no necesitaba presentación, aunque Valeria nunca lo había visto en persona. Silvio Carvajal era una leyenda urbana en los pasillos de la corte penal, un fantasma que aparecía en los expedientes policiales pero nunca en el banquillo de los acusados. Era más alto que Máximo, con una complexión atlética que desmentía sus cincuenta años. Llevaba el cabello corto, casi militar, y un traje negro impecable que parecía absorber la luz.
-Señora Santander -dijo Silvio. Su voz era un barítono profundo, carente de la calidez fingida de Máximo-. Es un honor. He seguido su carrera desde el caso de la naviera. Brillante defensa.
Valeria forzó una sonrisa, sintiendo cómo el gemelo en su bolsillo parecía triplicar su peso, tirando de la tela de su chaqueta. Tenía la evidencia física de que el hombre que tenía delante era un asesino y un traidor, y ahora tenía que caminar a su lado.
-Gracias, señor Carvajal.
Silvio extendió una mano para indicarle el camino. Al hacerlo, el puño de su camisa blanca asomó bajo la manga de la chaqueta.
Valeria contuvo la respiración.
Ahí estaba. Brillando bajo la luz ámbar de la lámpara. El gemelo izquierdo. Una cabeza de águila de oro blanco con un pequeño rubí en el ojo. Idéntico al que le quemaba la cadera. La confirmación visual fue un golpe físico, una náusea repentina que la obligó a tensar los músculos del estómago para no tambalearse.
El puño derecho de Silvio estaba oculto, o quizás, vacío.
-Después de usted -dijo él, con una cortesía mecánica.
Valeria asintió y comenzó a caminar. El pasillo del Club Ateneo parecía ahora interminable, un túnel de alfombras persas y retratos que la observaban con desaprobación. Silvio caminaba a su lado, sus pasos perfectamente sincronizados con los de ella, silenciosos y depredadores.
-Gabriel es un chico especial -comentó Silvio mientras avanzaban. No la miraba, mantenía la vista al frente-. Máximo lo adora. A veces, ese amor lo ciega ante ciertas realidades.
-¿A qué realidades se refiere? -preguntó Valeria, intentando mantener la voz neutral.
Silvio se detuvo un momento antes de llegar al vestíbulo principal. Se giró hacia ella, bloqueándole el paso suavemente. Sus ojos eran oscuros, inteligentes y totalmente faltos de empatía.
-Gabriel tiene mucha imaginación, abogada. A veces inventa historias para justificar sus errores. Le gusta culpar al mundo de sus propios demonios. -Silvio sonrió, mostrando unos dientes demasiado blancos-. Como su abogado, le sugiero que filtre todo lo que él le diga. No queremos que pierda tiempo persiguiendo fantasmas cuando debería estar construyendo una defensa sólida.
Era una advertencia. Clara y directa. Silvio sabía que Gabriel hablaría. Lo que no sabía, lo que no podía saber, era que Gabriel no solo había hablado, sino que había entregado una prueba.
-Soy experta en distinguir hechos de ficciones, señor Carvajal -replicó Valeria, sosteniendo su mirada con un esfuerzo titánico-. Mi trabajo es dudar de todo, incluso de mi cliente.
La sonrisa de Silvio se ensanchó una fracción de milímetro.
-Me tranquiliza saber eso. Tenga una buena noche, señora Santander. Conduzca con cuidado. Las carreteras pueden ser peligrosas a estas horas.
Valeria cruzó el vestíbulo, sintiendo la mirada de Silvio clavada en su nuca como una mira telescópica. Recibió las llaves del valet con manos que temblaban ligeramente, se subió a su coche y bloqueó los seguros antes de siquiera arrancar el motor.
Solo cuando salió del estacionamiento y se incorporó al tráfico de la avenida principal, se permitió exhalar. El aire salió de sus pulmones en un sollozo ahogado.
Conducir de vuelta a su apartamento fue un ejercicio de paranoia. Cada faro en su espejo retrovisor le parecía un coche de seguimiento. Cada sombra en las esquinas parecía esconder a un hombre con un traje negro. Valeria Santander, la mujer inquebrantable, se estaba desmoronando.
Llegó a su edificio, una torre moderna con seguridad las veinticuatro horas que, por primera vez, le pareció ridículamente insuficiente. Subió en el ascensor privado hasta su ático, entró y cerró la puerta con tres cerrojos.
Su apartamento era un reflejo de su mente: minimalista, ordenado, dominado por colores blancos y grises. Pero esa noche, el silencio de su hogar no le trajo paz; le trajo aislamiento.
Fue directamente a la cocina, se sirvió un vaso de agua con manos temblorosas y lo bebió de un trago. Luego, sacó el gemelo de su bolsillo y lo dejó sobre la isla de mármol blanco.
Bajo la luz cruda de los focos halógenos, la joya parecía inofensiva. Un simple accesorio de lujo. Pero Valeria sabía que era una sentencia de muerte.
Si lo entregaba a la policía, tendría que explicar cómo lo obtuvo, rompiendo el secreto profesional y exponiéndose a la venganza de Máximo por no acudir a él primero. Si se lo entregaba a Máximo, revelando la traición de Silvio, podría desatar una guerra interna en la mafia en la que ella sería el daño colateral; Silvio no caería sin luchar y seguramente sabía del secreto de las Islas Caimán para hundirla con él.
Y si no hacía nada... Gabriel iría a la cárcel siendo inocente, y ella sería cómplice de una injusticia monstruosa, perdiendo lo poco que le quedaba de su alma.
Tomó una lupa de su escritorio y examinó el gemelo. El trabajo de orfebrería era exquisito. Giró la pieza. En la parte posterior del mecanismo de cierre, había una inscripción minúscula, casi invisible a simple vista.
Ajustó la lupa.
S.C. – Fidelitas.
Silvio Carvajal. Fidelidad. La ironía era tan espesa que casi podía saborearla. Estaba personalizado. No había duda alguna de su procedencia.
Valeria se pasó las manos por el rostro, agotada. Necesitaba un plan. Necesitaba apalancamiento. El chantaje de Máximo era poderoso, pero ella no había llegado a la cima de su profesión siendo una víctima pasiva. Tenía que haber algo más en el caso del Senador Arriaga, algo que conectara a Silvio con el asesinato más allá de la simple presencia física. ¿Por qué querría Silvio matar a un socio de Máximo y culpar al hijo de su jefe? ¿Era un golpe de estado para tomar el control de la organización?
El sonido de su teléfono móvil rompió el silencio, haciéndola saltar.
Valeria miró la pantalla. Número desconocido.
Su primer pensamiento fue Máximo. O Silvio.
Deslizó el dedo para contestar, pero no habló. Esperó.
-Sé que estuviste en el Ateneo, Valeria.
La voz no era la de Máximo. Tampoco la de Silvio. Era una voz masculina, tensa y vagamente familiar, pero que pertenecía a una vida diferente, al lado luminoso de la ley.
-¿Quién habla? -preguntó, aunque una parte de ella ya lo sospechaba.
-No juegues conmigo -dijo la voz-. Soy Rafael. Rafael Torres.
El Fiscal de Distrito. Su antiguo compañero de universidad. Su ex-amante. Y ahora, el hombre encargado de meter a Gabriel Mendoza en prisión.
-Rafael -dijo ella, sintiendo que las paredes se cerraban un poco más-. Es tarde. ¿A qué se debe el honor?
-Tengo un equipo de vigilancia en el exterior del club -dijo Rafael, su tono mezclando preocupación y rabia profesional-. Te vi entrar. Te vi salir. Sé que Máximo te ha contratado.
-Tengo derecho a representar a mi cliente, Rafael. Eso no es un crimen.
-Con Mendoza, todo es un crimen -la cortó él-. Escúchame bien, Valeria. No sé qué te ofrecieron o con qué te amenazaron, pero este caso no es lo que parece. Hay agencias federales involucradas. Esto es más grande que un simple asesinato. Si te metes en la cama con los Mendoza ahora, no podré protegerte cuando caiga la redada.
-No necesito tu protección -mintió ella, aunque deseaba aceptarla desesperadamente.
-Quizás no -dijo Rafael, bajando la voz-. Pero quizás te interese saber algo que no está en el expediente oficial que te enviaron. Algo que encontramos en el teléfono del Senador Arriaga y que la policía "perdió" antes de que llegara al juez.
Valeria miró el gemelo sobre la mesa.
-¿Qué encontraste?
-Una grabación de voz. De la noche del asesinato. Arriaga no estaba discutiendo con Gabriel Mendoza. Estaba discutiendo con una mujer.
Valeria se quedó helada.
-¿Una mujer?
-Sí. Y Valeria... la voz se parece mucho a la tuya.
La línea se quedó en silencio. Valeria miró su propio reflejo en la ventana oscura. El juego acababa de cambiar. Ya no se trataba solo de defender a Gabriel o de ocultar su fraude financiero. Ahora, alguien estaba intentando implicarla a ella directamente en el asesinato.
-Nos vemos mañana en mi oficina, a las ocho -dijo Rafael-. Y ven sola. Si le dices a Mendoza que hablamos, te consideraré cómplice.
La llamada se cortó.
Valeria bajó el teléfono lentamente. Miró el gemelo de Silvio. Miró la ciudad a sus pies. Tenía la prueba de la culpa de Silvio, pero el fiscal tenía una prueba fabricada de la culpa de ella.
Estaba atrapada en un fuego cruzado perfecto entre la mafia y la ley, y ambos bandos tenían el dedo en el gatillo.