Elena, sentada a su lado, mantenía una mano sobre su hombro, pero el contacto le resultaba a Clara tan pesado como una losa de mármol. No quería consuelo, porque el consuelo implicaba aceptar que había algo que consolar, y ella todavía estaba en la fase de negación sensorial.
-No tienes que ir a casa, Clara -susurró Elena, rompiendo el silencio sepulcral del vehículo-. Quédate conmigo. En mi apartamento nadie te encontrará. Los periodistas ya deben estar rondando tu edificio.
Clara giró la cabeza lentamente. Sus ojos, antes brillantes de ilusión, parecían ahora dos pozos de ceniza.
-Es mi casa, Elena. O al menos, lo es hasta que termine el contrato de alquiler que Alexei insistió en pagar por adelantado como "regalo de bodas". Iré allí.
Cuando el coche se detuvo frente al lujoso edificio de cristal en la zona norte, la realidad la golpeó de frente. Tres furgonetas de prensa local estaban apostadas en la acera. El apellido Volkov era sinónimo de poder, y el abandono de una novia en el altar por parte del heredero del imperio era la noticia del año.
Clara se cubrió con la chaqueta de Elena para ocultar el corpiño del vestido, pero no bajó la cabeza. Entró en el vestíbulo protegida por el portero, quien la miró con una lástima tan evidente que Clara sintió ganas de gritar. El ascensor subió en un silencio metálico, y al abrirse las puertas del ático, se encontró con la primera bofetada de realidad: el pasillo estaba bloqueado por cajas.
Eran los regalos de la mesa de bodas. Cubertería de plata, cristalería de Bohemia, electrodomésticos de diseño que nunca llegarían a usar. Cada caja tenía una tarjeta con nombres de la alta sociedad, felicitaciones por una unión que ya no existía.
Clara entró en el apartamento y cerró la puerta con llave, dejando a Elena fuera a pesar de sus protestas. Necesitaba el silencio. Necesitaba que el aire dejara de vibrar con las voces de otros.
El ático, diseñado por Alexei con una estética minimalista y fría, se sentía ahora como una tumba de lujo. Caminó hacia el centro de la sala y se dejó caer en el suelo de madera, sin importarle que la falda de seda de cinco mil dólares se arrugara o se manchara con el polvo invisible del abandono.
Fue entonces cuando lo vio, sobre la mesa de centro de mármol: el reloj de pulsera que ella le había regalado esa misma mañana, entregado por el chofer antes de la ceremonia. Era una pieza antigua, una reliquia que le había costado todos sus ahorros de tres años. Él lo había dejado allí. No se lo llevó. No quería nada que lo uniera a ella, ni siquiera un objeto de valor incalculable.
Ese pequeño detalle fue el que rompió la represa.
El primer sollozo fue seco, un espasmo doloroso en la garganta. El segundo fue un rugido de agonía. Clara se encogió sobre sí misma, con la frente apoyada en el suelo frío, y lloró. No fue el llanto delicado de una heroína de película; fue un llanto animal, visceral, que le vació los pulmones hasta que le faltó el aire. Lloró por la mujer que creía que sería mañana, por la humillación de haber sido exhibida como una mercancía defectuosa, y por el vacío de no saber quién era ella sin el nombre de Alexei al lado del suyo.
Pasaron las horas. La luz del atardecer tiñó la sala de un naranja sangriento antes de dar paso a la oscuridad. Clara no encendió las luces. Se quedó allí, en la penumbra, hasta que sus piernas se entumecieron.
Se levantó con movimientos mecánicos y caminó hacia el dormitorio principal. La cama estaba hecha, con sábanas de hilo egipcio nuevas para la noche de bodas. Sobre la cómoda, vio el cargador del teléfono de Alexei y una corbata que él había descartado en el último momento. Todo en esa habitación gritaba su presencia. Él no se había ido por un arrebato de locura; se había ido con la frialdad de quien cierra una pestaña en el ordenador.
Buscó su teléfono en el bolso. Tenía 142 llamadas perdidas y más de 300 mensajes. La mayoría eran de "amigas" cuya curiosidad era más fuerte que su empatía. Pero no había nada de él. Ni una señal.
Se dirigió al baño y se miró en el espejo. El maquillaje se había corrido, creando surcos negros en sus mejillas, y su peinado era un nido de cabellos sueltos. Parecía una loca, una sobreviviente de una catástrofe natural.
-Mírate -se susurró a sí misma, con una voz que no reconoció-. Esto es lo que él quería. Dejarte así.
Abrió el grifo de la bañera y dejó que el agua hirviendo se desbordara. Con manos temblorosas, empezó a desabrocharse el vestido. Los botones diminutos en la espalda eran una tortura, diseñados para que un esposo los quitara con paciencia y amor. Al no poder desatarlos, Clara sintió una nueva ola de furia. Fue a la cocina, tomó unas tijeras de costura y, con una determinación feroz, empezó a cortar la seda.
Zas. Zas. Zas.
El sonido de la tela rompiéndose era extrañamente catártico. Destruyó el vestido hasta que quedó reducido a jirones blancos en el suelo del baño. Luego, entró en el agua caliente, frotándose la piel con una esponja áspera hasta que se puso roja, como si intentara arrancarse el rastro de los besos de Alexei, el aroma de su perfume, la memoria de su tacto.
Al salir, envuelta en una bata de algodón simple, se sentó frente a su ordenador portátil. Su mente, antes nublada por el dolor, empezaba a cristalizarse en una dirección peligrosa pero necesaria: la supervivencia.
Entró en sus cuentas bancarias. Alexei era un billonario, pero ella siempre había insistido en mantener su pequeña cuenta de ahorros independiente. Era una miseria comparada con la fortuna de los Volkov, apenas lo suficiente para vivir tres meses si era austera.
Miró el reloj en la pared. Eran las tres de la mañana. En ese momento, en algún lugar del mundo, Alexei Volkov probablemente estaba durmiendo tranquilo, o celebrando su libertad, o volando en su jet privado hacia un lugar donde nadie conociera su pecado.
-No me vas a destruir, Alexei -dijo al vacío de la habitación-. Vas a ser el pedestal sobre el cual construiré algo que ni tú podrás comprar.
Pero las palabras sonaban vacías en la inmensidad del ático. Clara sabía que el camino que tenía por delante no era una línea recta hacia el éxito, sino un laberinto de deudas, juicios sociales y el dolor sordo de un corazón que, a pesar de todo, todavía recordaba cómo era amar al monstruo que la había abandonado.
Se acostó en el sofá de la sala, lejos de la cama nupcial. Antes de cerrar los ojos, el teléfono vibró sobre la mesa. No era un mensaje de texto. Era una notificación de una aplicación de noticias económicas que ella seguía por el trabajo de Alexei.
"Movimiento sísmico en los mercados: Alexei Volkov abandona la dirección de Volkov Construction. Rumores de una reestructuración masiva tras escándalo personal."
Clara apretó el teléfono contra su pecho. La caída de Alexei había comenzado al mismo tiempo que la suya. Pero mientras él caía desde un trono de oro, ella estaba en el suelo, y desde el suelo, lo único que se puede hacer es empezar a escalar.
Sin embargo, el sueño no llegó. En su lugar, llegó el recuerdo del último beso que se dieron, un beso que ahora sabía que sabía a despedida. Clara cerró los ojos y se prometió que esa sería la última vez que derramaría una lágrima por el hombre que hoy, oficialmente, se había convertido en su mayor enemigo.