Las Cenizas de Nuestro Amor
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Capítulo 3

Silvana POV:

Las voces alteradas provenían de fuera de mi habitación. Las reconocí. Eran las de Hugo y Don Leopoldo. Me dolía la cabeza, pero mi mente estaba clara, demasiado clara.

Abrí los ojos. Don Leopoldo estaba allí, sentado en una silla junto a mi cama. Su rostro era una mezcla de furia y preocupación. Hugo estaba de pie, apoyado en el marco de la puerta, su camisa arrugada, el cabello revuelto.

Sus ojos se fijaron en mí cuando me vio parpadear. Un suspiro de alivio escapó de sus labios. Era casi imperceptible, pero lo vi. Podía sentir su preocupación.

"¡No puedo creer que sigas culpando a Silvana!" La voz de Hugo era áspera, llena de resentimiento. "¡Ella es la culpable de esto! ¡Ella trajo la desgracia a esta familia!"

Don Leopoldo golpeó el suelo con su bastón. El sonido resonó en la habitación. "¡Cállate, Hugo! ¡No sabes de lo que hablas!" Su voz temblaba de ira. "Silvana no tiene la culpa de nada. Fabiana... esa víbora... ella es la única culpable."

"¡Fabiana es mi prometida!" rugió Hugo. "¡Y Silvana solo está intentando destruirme, como siempre! ¡Ha estado mintiendo! ¡Manipulando!"

"Basta," dije, mi voz aún débil, pero firme. Los dos hombres se giraron para mirarme.

"Silvana, mi niña..." Don Leopoldo se inclinó, su rostro lleno de disculpa.

"Ya no importa," lo interrumpí. "Nada de lo que pasó antes importa."

Don Leopoldo me miró, y por un instante, vi comprensión en sus ojos. Se enderezó, su ira se dirigió nuevamente a Hugo. Su espalda, aunque frágil, se irguió.

"¡Siempre la defiendes!" gritó Hugo, frustrado, golpeando la pared. "¡No ves que solo quiere hacerme daño!"

"Silvana ha sufrido más de lo que jamás podrás imaginar, Hugo," dijo Don Leopoldo, su voz baja y llena de reproche. "Y tú, con tu ceguera y tu egoísmo, no hiciste más que añadir a su dolor."

Hugo hizo un gesto de desdén con la mano. "No tengo tiempo para esto. Ella está despierta, así que mi trabajo aquí ha terminado." Sus ojos se posaron en mí, fríos y distantes. "Fabiana me está esperando."

Se dio la vuelta para irse.

"¡Hugo!" El rugido de Don Leopoldo lo detuvo en seco. Golpeó el suelo con su bastón. "¡No eres más que una bestia! ¡Un salvaje! Mañana, a primera hora, irás con Silvana. Ella tiene que decir adiós."

Hugo se fue antes de que Don Leopoldo pudiera decir otra palabra. La puerta se cerró con un golpe seco. Don Leopoldo suspiró profundamente, su espalda encorvada, su figura más pequeña de lo que recordaba.

Se acercó a mí, sus manos temblorosas. Me entregó una carpeta de cuero. "Aquí está," dijo, su voz apenas un susurro. "El testamento de Emilia. Y el certificado de... de nuestro nieto."

Mis ojos se posaron en la carpeta. La tomé con manos que no temblaban.

"Lo siento, Silvana," dijo, sus ojos llenos de lágrimas. "Debí haberte protegido. Debí haber visto la clase de hombre en el que se estaba convirtiendo Hugo." Sacudió la cabeza. "Fallé. Fallé como padre, y fallé como abuelo. Fui un tonto al pensar que podía atar el amor con un contrato. Pensé que aseguraba el futuro de mi familia, pero solo sembré amargura."

Sus palabras, llenas de un arrepentimiento genuino, me conmovieron. Por primera vez, vi al hombre detrás del patriarca, al abuelo que había perdido a su propio hijo.

"Nuestro nieto," continuó, su voz ahogada. "También era tu hijo, Silvana. Tu sangre. Sé que es un pedido egoísta, pero... ¿podrías... podrías despedirte de él? Por última vez."

Lo miré. Sus ojos, llenos de dolor y súplica, me rompieron el corazón. El viejo, encorvado por la pena, me pedía un último acto de humanidad. No pude negarme.

"Sí, Don Leopoldo," respondí. "Lo haré."

A la mañana siguiente, el aire era frío y gris. Vestida de negro, llegué al cementerio. Un pequeño ataúd blanco, más pequeño de lo que debería ser, descansaba junto a una t tumba recién excavada. No había nadie más. Solo yo.

Era un entierro silencioso, sin honores, sin pompas. Para un niño que nunca había conocido el mundo. Para mi hijo, mi pequeño. No pude evitar un escalofrío. Nunca pude abrazarlo, nunca pude sentir su piel contra la mía. Un vacío inmenso.

Una lágrima solitaria rodó por mi mejilla. Eran lágrimas de liberación, no de pena. Lágrimas por la inocencia perdida, por la vida que nunca sería. Pero no había remordimiento. Solo la resignación de que, a veces, la vida te arrebata todo para darte lo más valioso: la libertad.

Coloqué una rosa blanca sobre el pequeño ataúd. Un símbolo de pureza, de un amor que nunca pudo florecer.

"Adiós, mi amor," susurré. "Descansa en paz. Donde sea que estés, sé libre."

Sentí una extraña paz. Era lo mejor. No habría más ataduras. No habría más razones para quedarme en ese infierno. Había pagado mi deuda. Había amado a Hugo con toda mi alma, había soportado su desprecio, había sacrificado mi felicidad por mi madre. Y ahora, no quedaba nada.

Mientras me alejaba de la tumba, el teléfono vibró en mi bolsillo. Era una notificación. Fabiana había publicado un nuevo video. Una foto de ella y Hugo, sonriendo, felices.

En la foto, Hugo llevaba un traje oscuro, el mismo que había usado en su último encuentro con Don Leopoldo. Fabiana, a su lado, resplandecía. El collar brillaba en su cuello.

"Cosas de pareja," decía el pie de foto. "Don Leopoldo se recupera. Y Hugo y yo... ¡más unidos que nunca! El amor verdadero siempre gana."

Mi teléfono vibró de nuevo. Era un mensaje directo de Fabiana. "Silvana, ¿lo ves? Hugo me eligió a mí. Siempre a mí. Y anoche, mientras tú estabas inconsciente, él y yo... bueno, digamos que celebramos nuestro amor de una manera muy... íntima."

Adjunto al mensaje, había un breve video. En el video, yo estaba en la cama del hospital, con el rostro pálido y los ojos cerrados. Y a mi lado, Hugo y Fabiana, abrazados y desnudos. Fabiana sonrió a la cámara, los labios manchados, los ojos llenos de triunfo.

No sentí nada. Solo un clic. El último.

Sin dudarlo, reenvié el mensaje y el video a Don Leopoldo. Sin una palabra, sin una explicación. El video, la foto, el mensaje de Fabiana. Era la prueba. Era la verdad que él necesitaba ver. Dejé que el silencio hablara por mí.

Luego, volví a la mansión. Entré en la habitación de Hugo y en el vestidor. Tomé la alianza de matrimonio, el anillo de compromiso, el reloj de oro que Don Leopoldo me había regalado en mi boda. Los dejé sobre la chimenea. Símbolos de una vida que ya no era mía.

Tomé la pequeña urna de mi madre y de mi bebé.

"Adiós, mamá," susurré, mis dedos acariciando la fría superficie de la urna. "Adiós, mi pequeño. Me voy. Pero siempre los llevaré conmigo."

Salí de la mansión sin mirar atrás. No había lágrimas, no había despedidas. Solo el eco de mis pasos resonando en el silencio.

...

Esa noche, la mansión Serrano estaba sumida en una calma tensa. Hugo llegó tarde, tambaleándose ligeramente, el olor a alcohol impregnando su ropa. La puerta principal estaba abierta, revelando un salón inusualmente silencioso.

En lugar del bullicio habitual, encontró a todos los sirvientes vestidos de negro, con cintas blancas prendidas en sus solapas. Sus rostros estaban sombríos, sus ojos rojos e hinchados.

Hugo se detuvo en el umbral, su mente confusa por la bebida. "¿Qué... qué está pasando aquí?" preguntó, su voz ronca. "¿Quién ha muerto?"

Nadie respondió. Solo el silencio, pesado y opresivo.

"¿Qué diablos les pasa? ¿Por qué nadie me dice nada?" Hugo se frotó la frente, un nudo de preocupación y confusión formándose en su estómago. "¿Fabiana? ¿Don Leopoldo? ¿Por qué nadie me informó de esto?"

Don Leopoldo, sentado en su sillón favorito, se levantó con dificultad. Su rostro estaba pálido, sus ojos inyectados en sangre. En su mano temblorosa, sostenía el teléfono de Silvana. Lo lanzó a los pies de Hugo.

"¡Ella se ha ido, Hugo!" gritó, su voz desgarrada por el dolor. "¡Silvana se ha ido! ¡Se llevó las cenizas de su madre y de nuestro nieto!"

Hugo se quedó inmóvil, el shock penetrando su bruma alcohólica. Las palabras de Don Leopoldo resonaron en el salón.

"¡Hoy!" rugió Don Leopoldo, su voz un trueno. "¡Hoy era el entierro de nuestro nieto! ¡Tu hijo, Hugo! ¡Y tú estabas revolcándote con esa víbora!"

La ira reprimida de años, la decepción, el dolor... todo explotó en un torrente de reproches. Don Leopoldo se derrumbó, su cuerpo temblaba, las lágrimas corrieron por su rostro.

            
            

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