Las Cenizas de Nuestro Amor
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Capítulo 4

Hugo POV:

El rugido de mi abuelo resonó en el salón, un trueno que me golpeó en el pecho. Sus palabras, cargadas de años de frustración y dolor, me atravesaron como dagas heladas. "¡Hoy era el entierro de nuestro nieto! ¡Tu hijo, Hugo! ¡Y tú estabas revolcándote con esa víbora!"

El mundo se detuvo. Mi mente, embotada por el alcohol, se despejó de golpe con una horrible claridad. Mi abuelo, el pilar inquebrantable de la familia Serrano, estaba llorando. Lloraba por un niño que yo ni siquiera recordaba. Por mi hijo.

"¡No... no es posible!" balbuceé, mi voz apenas un susurro. La negación fue mi primera defensa, un muro desesperado contra la verdad. "¡Fabiana nunca haría algo así! ¡Ella me ama!"

"¿Amarte?" El desprecio en la voz de mi abuelo era un veneno. "¡Esa mujer te usó! ¡Te manipuló! ¡Vendió a tu esposa y a tu hijo a nuestros enemigos!"

Sentí un escalofrío que me recorrió la espalda. "¡Mientes! ¡Ella no pudo...!"

"¡Silvana y su madre fueron víctimas de un ataque orquestado, Hugo!" Mi abuelo gritó, las lágrimas corrían por su rostro arrugado. "

¡Fabiana filtró la ubicación de Silvana a nuestros rivales más violentos! ¡Les dio todos los detalles! ¡Y por su culpa, la madre de Silvana fue torturada y asesinada protegiéndola a ella! ¡Y Silvana perdió a tu hijo, nuestro nieto, en ese mismo ataque!"

La información me golpeó como un tren de carga. No podía respirar. Mi mente se negaba a procesar las palabras de mi abuelo. Fabiana... ¿ella? ¿La mujer que amaba, la mujer con la que acababa de...?

"¡Ella les dio especificaciones, Hugo! ¡Les dijo cómo entrar, cómo atacarla! ¡Tu hijo, Hugo! ¡Nuestro nieto murió por la ambición desmedida de esa mujer! ¡Y tú, como un idiota ciego, estabas con ella! ¡Consolándola!"

Mi abuelo se derrumbó en su sillón, su cuerpo temblaba incontrolablemente. La sangre brotó de su boca, un chorro carmesí que manchó su camisa blanca.

"¡Ella murió por proteger a Silvana, Hugo!" Mi abuelo gimió, las lágrimas y la sangre mezclándose en su rostro. "¡Una mujer buena, noble, que nunca te pidió nada! ¡Y tú la humillaste, la despreciaste, y te acostaste con la que la traicionó!"

La acusación. La verdad. Era un martillo que golpeaba mi alma.

"¡Toda esta desgracia es tu culpa, Hugo!" Mi abuelo gritó, su voz desgarrada, y luego se desplomó, su cuerpo inerte en el sillón.

La acusación de mi abuelo flotaba en el aire, una sentencia de muerte que no podía negar. Me quedé inmóvil, mi cuerpo rígido, mi mente en un caos total. Quería gritar, quería negar todo, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta.

Intenté balbucear una negativa, una excusa, cualquier cosa que pudiera disipar el horror que se apoderaba de mí. Pero la imagen de Fabiana, su sonrisa de triunfo, su desprecio por Silvana, todo se retorcía en mi mente.

"¡No menciones a esa mujer!" Mi abuelo rugió, su voz llena de un odio que nunca le había escuchado. Estaba temblando, su rostro pálido y sudoroso. Se levantó con dificultad, sus manos buscando apoyo en la mesa de caoba. Tomó una tableta que estaba allí, la de Silvana.

Con un grito de rabia, mi abuelo la arrojó a mis pies. La pantalla se encendió, revelando mensajes. Mensajes de Fabiana. Conversaciones con hombres desconocidos, nombres encriptados, coordenadas. Detalles de seguridad de la mansión. Y una fecha. La fecha del ataque.

Mis ojos se posaron en las palabras, cada una de ellas un golpe en el estómago. La traición, descarada y cruel, se desplegaba ante mí. Fabiana. Mi Fabiana. La Fabiana que amaba.

No podía asimilarlo. Mi mente se negaba a creer lo que mis ojos veían. Pero la evidencia era innegable, irrefutable. Un frío terror se apoderó de mí.

Mi abuelo, con una risa amarga que se convirtió en una tos seca, me miró con desprecio. "¿Necesitas más pruebas, Hugo?" Me hizo una seña para que mirara la pantalla. Presionó un botón.

Un video comenzó a reproducirse. Fabiana. Con un hombre enmascarado. Dinero. Sobres. Un apretón de manos. Y Silvana. Su nombre. Su ubicación. Su "problema".

El mundo se derrumbó a mi alrededor. El video, con la fecha y la hora exactas del ataque, era la confirmación final.

Las palabras de Fabiana, sus besos, sus promesas de amor... todo se convirtió en un torbellino de veneno. Cada caricia, cada "te amo," era una mentira, una burla cruel.

La imagen de Silvana, pálida y vulnerable en la cama del hospital, se grabó en mi retina. Y yo, el estúpido, el ciego, me había acostado con su verdugo. Con la mujer que había matado a mi hijo.

Un dolor insoportable me apretó el pecho. No solo la culpa de la infidelidad, sino la culpa de la ignorancia, de la ceguera. Yo era un cómplice. Un asesino. Mi propio hijo, mi sangre, había muerto por mi estupidez, por mi arrogancia.

Sentí que el aire se me escapaba de los pulmones. Una presión inmensa en mi pecho, como si un monstruo me aplastara el corazón. Mi alma se estaba desgarrando.

Me tambaleé hacia atrás, chocando con una silla que cayó con estrépito. Mi cuerpo temblaba incontrolablemente. La cabeza me daba vueltas. Quería gritar, vomitar, arrancarme el pecho.

"¡No... no es posible!" balbuceé de nuevo, pero la voz me falló. Ya no había negación. Solo un abismo de culpa y horror.

Mi abuelo me observaba, sus ojos inyectados en sangre. Había ganado. Había revelado la verdad. Pero la victoria no le trajo alegría, solo un dolor más profundo, un agotamiento que le surcó el rostro.

De repente, mi abuelo se llevó una mano al pecho. Su rostro se puso pálido, sus labios se pusieron azules. Una tos seca, desgarradora, le sacudió el cuerpo. Sus manos temblaron, y vi la sangre en ellas. Sangre.

Un hilo carmesí brotó de su boca. Sus ojos se abrieron de par en par, su mirada perdida. Se tambaleó, sus rodillas cedieron. Cayó al suelo con un golpe sordo.

"¡Abuelo!" Mi grito se ahogó en mi garganta. Corrí hacia él, mi corazón latiendo salvajemente en mi pecho. Su cuerpo estaba inerte, su respiración superficial y entrecortada. El mundo se me venía encima.

            
            

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