Las Cenizas de Nuestro Amor
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Capítulo 6

Hugo POV:

El anillo de compromiso de Silvana estaba helado entre mis dedos, una pequeña joya de plata que se sentía como un peso aplastante. Lo había dejado sobre la chimenea, como un adiós silencioso y final. Su frialdad se extendía por mi piel, un presagio de la desolación que me esperaba.

Mi corazón se hundió en un abismo de desesperación. Levanté la mirada, confuso, hacia el salón de la mansión. Los objetos familiares que me rodeaban, los muebles antiguos, las obras de arte en las paredes, todo parecía extraño, ajeno.

Era como si la ausencia de Silvana hubiera distorsionado la realidad, despojando a cada cosa de su significado.

La mansión, que alguna vez bullía de vida, era ahora un cascarón vacío, silencioso, muerto. Sin el perfume de las flores frescas que Silvana siempre colocaba, sin el murmullo de su voz organizando el día, sin su presencia discreta pero constante, la casa era un mausoleo.

Mis ojos se posaron en una fotografía en la pared. Una foto de nuestra boda. Silvana sonreía, una sonrisa forzada que nunca había notado. Ahora, en su mirada, veía la tristeza oculta, la resignación. ¿Cuándo se había apagado esa chispa en sus ojos? ¿Cuándo había dejado de sonreír de verdad? No lo sabía. No lo había visto.

El dolor y el miedo me asaltaron, apretándome el pecho. No era solo la ausencia de Silvana, era la ausencia de la vida que ella traía consigo. La risa de los sirvientes, la calidez de los hogares, el orden, la belleza... todo se había ido con ella.

Mi abuelo seguía en coma, sin señales de mejoría. La responsabilidad de los negocios, del imperio Serrano, recayó sobre mis hombros. Reuniones, firmas, decisiones importantes. Me sentía abrumado, perdido.

Pero mi mente no podía concentrarse en los números, en los contratos, en las alianzas. Mi pensamiento único, obsesivo, era Silvana. Su partida. Su ausencia.

Antes, mi abuelo se encargaba de los negocios y Silvana de la casa. Ella era la administradora impecable, la que mantenía el orden, la que hacía que todo funcionara sin problemas.

Ella tomaba las decisiones, organizaba los eventos, se encargaba de cada detalle, sin quejarse, sin pedir reconocimiento.

Nunca me di cuenta. Nunca valoré su trabajo, su esfuerzo, su dedicación. La di por sentada, como un mueble más, una pieza decorativa en mi vida. Ahora, sin ella, me ahogaba en la mediocridad.

No entendía los informes de mis subalternos. Las reuniones que Silvana había programado, las citas, los contactos... no sabía nada de eso. La primera cena de gala que intenté organizar fue un desastre, un caos vergonzoso.

Fue entonces cuando lo entendí. Sin Silvana, yo no era nadie. No era el heredero brillante, el líder carismático. Era un títere, un ignorante. Ella no era solo mi esposa, era el pilar que sostenía mi mundo. Y yo, con mis propias manos, había destruido ese pilar.

El arrepentimiento me golpeó con la fuerza de un puñetazo. Era un dolor físico, una quemadura constante en mi pecho. Me recordaba cada error, cada humillación, cada traición. Cada palabra cruel, cada noche con Fabiana, cada vez que la di por sentada.

El arrepentimiento era mi infierno personal. Y apenas estaba comenzando.

Silvana POV:

El autobús traqueteó por el camino de tierra, levantando una nube de polvo que se filtraba por las ventanas. El viaje había sido largo y agotador, un viaje de regreso a un pasado que creía olvidado. Pero cada kilómetro me acercaba a la única paz que conocía.

Cuando el autobús se detuvo en la pequeña plaza del pueblo, bajé con mi maleta, el peso de la urna de mi madre y mi bebé en mis brazos. El sol del atardecer teñía el cielo de tonos anaranjados y rosados. El aire olía a tierra húmeda y a flores silvestres, un aroma que me transportó a mi infancia.

Las calles de mi pueblo natal, estrechas y empedradas, me recibieron como viejos amigos. Cada casa, cada árbol, cada rostro... todo era igual a como lo recordaba. Un remanso de paz en un mundo de caos.

Una voz familiar me sacó de mi ensueño. "¡Silvana! ¡Mi niña!"

Era doña Carmen, mi vecina de toda la vida. Una mujer de rostro surcado por las arrugas, pero con ojos llenos de bondad. Dejó caer la cesta de ropa que llevaba y corrió hacia mí, sus brazos abiertos.

Su abrazo fue cálido y sincero, un abrazo sin segundas intenciones, sin políticas, sin la frialdad del mundo que acababa de dejar. Era el primer abrazo real que recibía en años. Y en sus brazos, me permití relajarme por primera vez.

"¡Mi niña, qué delgada estás! ¿Y esos ojos? ¿No has dormido bien?" Doña Carmen me tomó el rostro entre sus manos, sus ojos llenos de preocupación.

Y entonces, las lágrimas. No lágrimas de tristeza, sino de alivio. Lágrimas por la simple bondad de una persona, por la calidez de la humanidad que había olvidado. Mis lágrimas eran una purga, una liberación de todo el veneno que había acumulado.

Doña Carmen, sin preguntar nada, tomó mi maleta y me guio hacia mi antigua casa. "Vamos, mi niña. Tu casa te espera."

La casa de mi madre. Estaba llena de polvo, el mobiliario cubierto con sábanas blancas, como fantasmas. Pero el olor... el olor a madera vieja, a especias de la cocina, a los recuerdos de mi infancia... era un bálsamo para mi alma herida.

Mientras doña Carmen y yo limpiábamos, barríamos y ventilábamos la casa, sentí que no solo limpiaba el polvo, sino que también limpiaba mi alma. Cada paño que pasaba por los muebles era un paso más hacia la sanación.

Doña Carmen no preguntó por qué había vuelto, ni por qué estaba sola. Simplemente me habló del pueblo, de los vecinos, de las cosechas. Habló de cosas sencillas, de la vida real. Y en esas conversaciones, me sentí yo misma de nuevo. Silvana. No la "Señora Serrano," no la "esposa humillada." Solo Silvana.

Aquí, el dinero y el estatus no importaban. Solo importaba la humanidad, la conexión. Y en esa conexión, encontré una paz que el lujo de la mansión Serrano nunca pudo darme. La paz de estar en casa. La paz de ser amada, aceptada, sin condiciones.

Mi corazón, antes roto y endurecido, comenzó a sanar, lentamente, dolorosamente. Ya no me hundía en el abismo de la autocompasión. Había tocado fondo, y ahora, solo podía subir.

                         

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