Capítulo 5 El Favor Inesperado y la Duda de Lucas

Fue hace apenas unas semanas cuando el teléfono de Lucas sonó, interrumpiendo la tranquilidad de su mañana en el granero. El sol apenas comenzaba a calentar el aire, y él ya estaba revisando el ganado, el olor a heno y a tierra mojada llenando sus pulmones.

El identificador de llamadas mostraba el nombre de su padre, Ricardo. Usualmente, las llamadas de Ricardo eran breves y al punto, relacionadas con algún asunto familiar o social, pero nunca interfiriendo directamente con su vida en la granja. ¿Ahora que queria su padre?.

-Lucas, necesito pedirte un favor. Uno muy grande -dijo su padre, la voz teñida de una preocupación inusual que Lucas rara vez había escuchado. El tono no era el habitual de autoridad, sino uno de genuina súplica.

Lucas se apoyó contra un fardo de heno, intrigado por el cambio en el comportamiento de su padre.

-¿Qué pasa, papá? ¿Problemas en la ciudad? ¿Algo con Elena o Sofía? Él y su hermana solían referirse a su madre por su nombre, ya que cuando eran pequeños ella se lo pidió por que ser llamada mamá la hacía ver vieja.

-No, no exactamente. Es sobre un viejo amigo, Enrique Kyros. El de la empresa de inversiones, ¿lo recuerdas? -preguntó Ricardo, su voz bajando un poco, como si el tema fuera delicado-. Bueno, su hija... Maya. Es una buena chica, brillante, pero está un poco perdida, digamos. Su padre quiere que aprenda a valerse por sí misma, que conozca el valor del trabajo y la realidad de la vida sin privilegios. Me ha pedido que la recibas en tu granja como empleada. Necesita una cura de humildad, y sé que tú, con tu disciplina y tu forma de vida, eres la persona ideal para dársela.

Al escuchar el nombre "Maya", un recuerdo lejano y nítido cruzó por la mente de Lucas. Retrocedió casi quince años, a sus vacaciones de verano de la universidad. Él tendría unos veinte o veintiún años, y su hermana Sofía, dieciséis. Sofía había sido invitada a pasar unos días con su mejor amiga, Maya, en la casa de playa de la familia Kyros, y sus padres habían arreglado que Lucas, que ya se aburría de la ciudad, también fuera por unos días.

La había visto por primera vez en la piscina de esa opulenta villa costera. Era una niña, apenas una adolescente de unos dieciséis o diecisiete años, con el cabello negro azabache cayéndole en ondas por la espalda y unos ojos de un azul tan profundo que parecían contener el mismísimo océano. Su piel, de un blanco inmaculado, contrastaba con el rojo vibrante de sus labios. Tenía una nariz fina y facciones delicadas que prometían una belleza deslumbrante al crecer. Era hermosa, de una forma que le había llamado la atención incluso entonces, en un momento en que la brecha de edad de cuatro o cinco años parecía abismal. La había observado desde la distancia, fascinado por su energía y la forma en que se reía, inconsciente del efecto que producía. En aquel entonces, su mundo era el de los estudios y las aspiraciones profesionales; ella, el de la despreocupación adolescente y el lujo de su entorno. Nunca habían hablado, y él estaba seguro de que ella no lo recordaría. Para él, sin embargo, esa imagen de la joven Maya, despreocupada y vibrante, había quedado grabada para siempre en sus recuerdos.

La voz de su padre lo sacó bruscamente del recuerdo.

Lucas soltó una carcajada incrédula que resonó en el silencio del granero. La idea le parecía absurda, casi cómica, a pesar de la imagen de aquella joven. -¿Una "niña rica" en mi granja, papá? ¿Estás bromeando? ¿Sabes el tipo de vida que lleva esa gente? Aquí se trabaja duro, hay barro, animales, no hay lujos, ni choferes, ni tarjetas de crédito ilimitadas. Ella no duraría ni un día. Probablemente se desmayaría con el olor a estiércol.

-Lo sé, hijo, lo sé. Es una locura, créeme. Yo mismo le dije a Enrique que era una idea descabellada -la voz de Ricardo sonaba ahora más resignada-. Pero Enrique está desesperado, y me ha hecho este favor como amigo. Cree que es la única manera de que Maya cambie. Me pidió que intercediera contigo. Sé que es una molestia, pero... ¿podrías hacerlo por mí? Es importante para Enrique, y es un hombre que ha estado ahí cuando lo he necesitado. No puedo darle la espalda ahora.

La voz de su padre sonaba tan sincera, tan comprometida con su viejo amigo. Lucas suspiró. Pensar en una joven mimada, acostumbrada a los salones de alta sociedad y las compras sin límite, en medio de sus vacas y campos de cultivo le parecía una situación sacada de una comedia de enredos, o peor aún, de una pesadilla para ambos. Sin embargo, no podía ignorar la súplica de su padre, y quizás, una secreta curiosidad sobre cómo sería la mujer que aquella niña se había convertido. Entendía el peso de las viejas amistades y los favores adeudados.

-De acuerdo, papá -respondió finalmente Lucas, con un resoplido de resignación-. Pero que quede claro: si viene aquí, trabajará como cualquier otro empleado. Sin excepciones. No habrá tratos especiales, ni horarios flexibles, ni servicio de habitaciones. Si viene, es para aprender de verdad lo que significa el esfuerzo. No voy a montar un spa rural para señoritas.

-¡Gracias, hijo! Sabía que podía contar contigo -la voz de Ricardo sonó aliviada, con un matiz de triunfo apenas disimulado-. Le informaré a Enrique. Vendrá pronto. Prepárate para el huracán, muchacho. Parece que tu granja está a punto de recibir a su primera "princesa campesina".

Lucas colgó el teléfono, mirando a su alrededor la granja que había construido con tanto esfuerzo y amor. El canto de los pájaros, el mugido lejano de las vacas, el olor a tierra fresca... ¿cómo reaccionaría una "niña de ciudad" a todo eso? Negó con la cabeza, una sonrisa divertida asomando en sus labios. Sería interesante, por decir lo menos. O tal vez, un desastre absoluto.

            
            

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