Capítulo 7 El Enfrentamiento en el Barro

Maya apenas podía creer lo que veían sus ojos. Allí, estacionado junto al granero, imponente y cubierto de barro fresco en sus neumáticos, estaba el mismo pick-up que la había salpicado minutos antes. La indignación la invadió con una fuerza renovada, eclipsando por completo el cansancio del viaje y el asombro por el lugar. Era el colmo de la mala suerte, o quizás, del descaro.

Su mirada furiosa se desvió del vehículo hacia la figura que seguía de pie en el umbral de la casa, el hombre de ojos verdes que la había recibido con una sonrisa irónica. Era él. Era el conductor. La rabia se encendió en su pecho como un incendio forestal, una furia justificada que buscaba desesperadamente una salida. Olvidó por completo el agotamiento, el miedo, incluso el propósito de su llegada. Ese hombre era el perfecto recipiente para todo su desahogo.

Mientras se abría paso hacia él, cada paso resonando con su ira, Maya lo examinó más de cerca, a pesar de su enojo. Y la verdad la golpeó con una fuerza inesperada. Era, sin lugar a dudas, el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo. Su rostro, aunque marcado por el sol, era de una simetría impactante, y sus ojos verdes, a pesar de la burla que parecían contener, eran de una intensidad que la atraía a pesar de sí misma. Sus músculos, delineados bajo la camisa de cuadros, hablaban de una fuerza elemental. Por un instante fugaz, una chispa de admiración se encendió en ella, solo para ser sofocada de inmediato por la ardiente llama del resentimiento. No importaba cuán atractivo fuera; en ese momento, lo odiaba con cada fibra de su ser. Él era el símbolo perfecto de su caída, de su humillación.

-¡Tú! -gritó Maya, su voz resonando en el aire tranquilo de la granja, el barro goteando de su cabello y ropa. Sus puños se apretaban a los costados, olvidando por completo sus modales y su sofisticación-. ¡Tú fuiste! ¡Tú me salpicaste! ¿Acaso no tienes ojos? ¿No viste que había una persona caminando por ahí? ¡Me has dejado hecha un asco! ¡Mira cómo estoy!

Lucas, que hasta ese momento había mantenido una sonrisa irónica, la observó con una ceja levantada, sus ojos verdes fijos en el desastre cubierto de barro que tenía delante. La risa que había contenido antes escapó de sus labios, una risa profunda y genuina que solo sirvió para avivar la llama de la furia de Maya.

-Ah, ¿así que fuiste tú? -dijo Lucas, con un tono divertido que le pareció insoportable, pero con una chispa en sus ojos que denotaba curiosidad-. Mi disculpa, señorita. El camino tiene sus sorpresas, especialmente cuando uno no está acostumbrado a caminar por ellos. Pero por lo que veo, ya te estás integrando al ambiente. El barro es una parte esencial de la experiencia en la granja. Deberías agradecer que no era estiércol.

Las palabras de Lucas fueron como un balde de agua fría (o, en este caso, de barro). La insolencia de aquel hombre, su arrogancia, era demasiado. La batalla había comenzado.

-¡Estiércol! ¡Eres un idiota arrogante! -gritó Maya, perdiendo por completo los estribos. Impulsada por la rabia y el cansancio acumulado, olvidó toda prudencia. Sin pensarlo dos veces, dio un paso al frente y lo empujó con todas sus fuerzas, con la intención de desestabilizarlo y hacerle tambalear.

Lucas, tomado por sorpresa, no esperaba la embestida de la diminuta y furiosa mujer. Su sonrisa se borró de su rostro. Dio un traspié hacia atrás y, justo detrás de él, el terreno cedió bajo sus pies. Un charco grande y fangoso, resultado de la lluvia del día anterior y pisoteado por el ganado, se extendía oculto. Con un chapoteo estruendoso, ambos cayeron.

Maya aterrizó encima de Lucas, en medio del espeso lodo. El impacto la dejó sin aliento por un segundo, y luego, la sensación pegajosa y fría del barro la envolvió por completo. Se levantó rápidamente, indignada.

Mientras intentaba ponerse de pie, la mano de Lucas, que había caído sobre su cintura para amortiguar la caída, se deslizó. Él la miró. A pesar de que ambos estaban empapados en barro, la fina tela de la camiseta de Maya se había adherido a su cuerpo, delineando cada curva. Los jeans se pegaban a sus piernas, resaltando la forma de sus caderas. En medio del caos y la suciedad, Lucas no pudo evitar que su mirada se detuviera en la silueta que se revelaba bajo la ropa mojada. Una distracción momentánea, una chispa de apreciación se encendió en sus ojos antes de que la sorpresa y la indignación (y el barro) volvieran a dominar su expresión. El contacto de sus cuerpos, por breve que fuera, fue innegable.

La escena no pasó desapercibida. Con el estruendo de la caída, varios trabajadores de la granja que pasaban cerca o que estaban en el granero salieron a curiosear. Un par de ellos soltaron carcajadas a sus espaldas, mientras otros simplemente los observaban, divertidos y perplejos ante el espectáculo de Lucas Vargas, el serio y respetado dueño, revolcándose en el barro con una mujer.

Lucas, sacudiéndose el lodo de la cara, miró a Maya, quien también estaba completamente cubierta de barro, con los ojos inyectados en sangre. Su tono era ahora gélido, sin rastro de burla. -Parece que te gusta el barro, señorita Kyros. Porque acabas de ganarte una buena ración extra.

Maya, que ya no era más que pura ira, ignoró las risas de los trabajadores y la amenaza implícita en la voz de Lucas. Estaba empapada, sucia, humillada, y furiosa. Esto no había hecho más que empezar.

Maya, con los puños apretados y el barro escurriéndole por el rostro, no le quitaba la mirada a Lucas. La risa de los trabajadores a su alrededor era como gasolina para su indignación.

-¡Me parece que no entendiste nada! -siseó Maya, ignorando el asco que le producía el lodo pegajoso-. ¡No me estoy "integrando", estoy furiosa! Y tú, troglodita maleducado, vas a lamentar haberme salpicado.

Lucas se incorporó lentamente, sacudiéndose el exceso de barro de sus propias ropas. Su rostro, antes divertido, se había endurecido. Los ojos verdes ahora la miraban con una seriedad que silenciaba cualquier risa de los hombres que los rodeaban. Ya no había rastro de la chispa de distracción que había sentido al chocar con ella. La "niña rica" estaba resultando ser un torbellino, y eso no le gustaba un pelo.

-Escúchame bien, señorita Kyros -dijo Lucas, su voz grave y autoritaria, con un tono que dejaba claro que no toleraría más berrinches-. Aquí en la granja, yo soy el que da las órdenes. Y la primera es que dejes de hacer un espectáculo.

- Tienes barro de la cabeza a los pies, y no es el primer ni el último charco que verás. No te estoy castigando, te estoy dando un trabajo, algo que tu padre cree que necesitas. Así que, o aprendes a comportarte como una empleada y dejas tus dramas de diva para la ciudad de donde vienes, o esto no va a funcionar.

Maya abrió la boca para replicar, pero las palabras se le quedaron atoradas en la garganta. La voz de Lucas no era una súplica, era una orden. Y la mirada de sus ojos verdes era tan intensa que, por primera vez en su vida, se sintió intimidada. Nunca nadie le había hablado así, ni siquiera su propio padre.

-Ahora -continuó Lucas, señalando una de las viejas bombas de agua manuales cerca de un abrevadero-. Ve allí, lávate lo que puedas y luego ve a la casa de empleados. Tu habitación es la del fondo. Hay ropa de trabajo que te servirá, aunque dudo que encuentres algo de tu talla entre la ropa vieja.

La humillación de tener que lavarse bajo una bomba de agua frente a todos los curiosos, y luego usar ropa usada, fue un golpe más. Pero la mirada de Lucas no le dio opción. Con los labios apretados en una línea fina, Maya se dirigió con pasos rígidos hacia la bomba. Cada movimiento era un recordatorio del barro pegajoso en su piel y de la mirada despectiva de Lucas.

Mientras se acercaba, uno de los trabajadores, un hombre de mediana edad con un sombrero de paja y una sonrisa amable, se acercó a Lucas en voz baja. -¿Está todo bien, jefe? ¿Quién es esta señorita?

Lucas suspiró, observando cómo Maya intentaba inútilmente quitarse el lodo con sus delicadas manos. -Es la nueva empleada, Juan. Hija de un amigo de mi padre. Parece que tiene una idea muy diferente de lo que es trabajar en el campo.

Juan asintió, su sonrisa se ensanchó. -Ya veo. Esto va a ser interesante.

Maya logró quitarse la mayor parte del barro con el agua fría, sintiendo que cada gota era una punzada en su orgullo. Con el cabello pegado a la cara y las ropas empapadas y pesadas, se dirigió a la casa de empleados. La habitación era tal como Lucas la había descrito: espartana, con una cama sencilla y un armario pequeño. Dentro, encontró algunas camisetas viejas, pantalones de tela gruesa y unas botas de goma que le parecieron gigantescas.

La realidad finalmente comenzó a asentarse con fuerza. No era un viaje de negocios. No era una aventura exótica. Era un castigo. Y el hombre a cargo de su condena era ese Lucas Vargas, el tipo arrogante y, a su pesar, atractivo, que la había salpicado y que ahora la miraba como si fuera una plaga. La negación se desvaneció por completo, dejando paso a una mezcla de desesperación y una feroz determinación. Ella no se rompería. No le daría la satisfacción.

            
            

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