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El sol de la mañana se filtraba por las cortinas de seda de la habitación de Maya en la mansión Kyros, pero para ella, el día amanecía gris, teñido de resentimiento. Bajó las escaleras de mármol arrastrando sus cuatro enormes maletas, cada una un testimonio de su vida de lujos y su obstinada negación. Pensó que el chofer ya estaría esperando, pero en la entrada solo encontró a su padre, con una expresión de severidad que no prometía nada bueno.
-¿Dónde está James? -preguntó Maya, sus ojos buscando al chofer habitual.
El Señor Kyros la miró fijamente. -James no te llevará. Irás en autobús. La parada está a unas cuadras de aquí. Necesitas aprender lo que es la independencia, Maya. Y eso empieza por valerte por ti misma.
Maya sintió que el aire le faltaba. -¿En autobús? ¡Estás bromeando! Papá, mis maletas... ¿cómo voy a llevar todo esto? ¿Sabes lo que pesa una sola? ¡Esto es ridículo!
-Es tu equipaje, tú te encargas de él -respondió su padre con una frialdad que la heló-. Y no, no estoy bromeando. Es parte de las condiciones. Si quieres ser independiente, actúas como tal. Ahora, camina. No tengo todo el día.
La discusión fue breve y tensa, con Maya sintiendo una indignación creciente. Nunca en su vida había subido a un transporte público, y la idea de arrastrar sus preciadas maletas por la calle era una humillación insoportable. Con cada músculo tenso por la furia, y no sin gruñidos de exasperación, Maya comenzó su penoso viaje. El asfalto caliente se sentía extraño bajo sus zapatillas, que eran lo más parecido a "cómodo" que había empacado, pero aun así no estaban hechas para el arrastre de equipaje. El peso de las maletas le irritaba los hombros y los brazos, y el sudor pronto le corrió por la sien.
Cuando finalmente llegó a la parada, jadeante y con el rostro enrojecido, un autobús viejo y ruidoso se detuvo con un chirrido. La subida fue una odisea. Nadie le ofreció ayuda, y los pocos pasajeros la observaban con una mezcla de lástima y curiosidad mientras forcejeaba para subir sus voluminosas maletas. El interior olía a diésel y a gente, un aroma muy diferente al cuero de su coche o al aire acondicionado de su mansión. Se sentó en un asiento pegajoso, con el corazón martilleando de humillación y rabia.
El viaje fue interminable. La ciudad se fue difuminando poco a poco, dando paso a carreteras menos transitadas y, finalmente, a un camino de tierra polvoriento que hacía que el autobús se sacudiera violentamente. Los ruidos familiares de los motores urbanos fueron reemplazados por el zumbido insistente de insectos y el canto de pájaros desconocidos. Cada kilómetro la alejaba más de su zona de confort, de su Starbucks matutino, de sus boutiques favoritas.
Finalmente, el autobús se detuvo en medio de la nada. -Granja Vargas, siguiente parada -anunció el conductor, con una indiferencia pasmosa.
Maya se asomó por la ventanilla. No había una granja a la vista, solo árboles y más camino de tierra. -¿Aquí? ¡Pero si no hay nada! -exclamó, al borde de la desesperación.
El conductor se encogió de hombros. -Es lo más cerca que llegamos. El resto es caminar.
Con un nudo en la garganta, Maya bajó del autobús, forcejeando con sus maletas. El autobús arrancó, dejándola sola en la inmensidad del campo. El aire que la golpeó fue distinto; más puro, sí, pero también más denso, cargado con el olor a tierra mojada, a heno, y a algo vagamente animal que le revolvió el estómago. Se despidió del autobús con un suspiro dramático, observándolo alejarse hasta que se convirtió en un punto diminuto en el horizonte. "Esto no es lo que pedí", murmuró para sí misma, con la esperanza de quejarse al universo.
Cada paso era una batalla. Sus zapatillas se hundían en la tierra blanda y sus manos delicadas ya comenzaban a dolerle y a enrojecerse por el esfuerzo de arrastrar sus pesadas maletas. El sol de la mañana, que en la ciudad se filtraba suavemente por los cristales tintados de su balcón, aquí le pegaba directo en la cara, obligándola a entrecerrar los ojos.
En ese momento de frustración y agotamiento, el sonido de un motor la hizo girar. Un viejo pick-up, levantando una polvareda, se acercaba a toda velocidad. Maya se quedó inmóvil, demasiado aturdida para reaccionar. El vehículo pasó a su lado, y un chorro de agua sucia y barro, de un charco escondido en el camino, la salpicó de pies a cabeza. Su ropa de diseñador, su cabello impecable, todo quedó cubierto de mugre. El auto siguió su camino sin siquiera detenerse.
Maya se quedó paralizada, con la boca abierta, sintiendo el frío y la suciedad en su piel. Era la gota que colmaba el vaso. Una lágrima de rabia y humillación rodó por su mejilla sucia. No lo soportaba más. ¿Cómo demonios iba a sobrevivir en una granja sin nada de lo que conocía, y con gente que ni siquiera se detenía a ayudarla?
Cuando finalmente avistó el conjunto de edificios rústicos que conformaban la granja, el corazón le dio un vuelco. No era una finca con una mansión de campo, ni siquiera una casa de fin de semana para ricos. Era... una granja de verdad. Había un granero imponente, un corral con algunas vacas pastando, y lo que parecía una casa de campo sencilla, lejos de cualquier ostentación. Nada de piscinas infinitas, ni jardines paisajísticos, solo trabajo y naturaleza.
La puerta de la casa principal se abrió y un hombre apareció en el umbral. Era alto, con el cabello castaño ligeramente despeinado y unos ojos de un verde intenso que la observaban con una mezcla de curiosidad y, ¿quizás, diversión? Vestía unos jeans gastados y una camisa a cuadros, sus brazos musculosos estaban marcados por el sol y el trabajo. No era lo que Maya esperaba de un "hijo de amigo de papá"; él parecía... rudo. Demasiado real, demasiado tangible.
Él sonrió, un poco irónico, sin dar un paso hacia ella. "¿Maya Kyros, supongo? Bienvenida a la granja Vargas. Parece que trajiste todo el guardarropa de la ciudad contigo... y ya te adelantaste al ritual de bienvenida del campo." Su mirada se detuvo en el barro que cubría la ropa de Maya, y una risa apenas audible escapó de sus labios.
Maya, con el ceño fruncido y el corazón latiéndole a mil por la indignación, apenas lo escuchó. Sus ojos, en cambio, se fijaron en algo familiar. Detrás de él, junto al granero, estaba el mismo pick-up que la había salpicado minutos antes. La rabia que había estado fermentando durante todo el viaje explotó. Era el colmo de la insolencia.