Era una hermosa mañana de primavera, el sol comenzaba a calentar la pequeña casa de madera que estaba bordeada de árboles frutales y un hermoso jardín con bellas flores. Todo era alegría en la casa de don Pedro hasta que un día llamó Juana a su marido: Pedro, iven enseguida! ¿Qué sucede?, preguntó a su mujer. La niña está quemándose de la fiebre.
Don Pedro solamente tenía esa hija, y para él era todo en la vida. Además ya él tenía sesenta años de edad, su cabeza estaba comenzando a llenarse de canas, vestía un pantalón azul y una camisa rosada, y calzaba botas negras. Don Pedro era de color claro y nariz larga, era una persona afable, como padre amoroso se levantó rápidamente de su mecedora y corrió rapidamente a la cama de su pequeña niña iEstá temblando! Y es la fiebre dijo el padre. Entonces, le dijo a su mujer: ensíllame el y el caballo y preparame las alforjas, voy al pueblo con la niña en busca del médico, y de inmediato emprendió la marcha hacia el poblado, después de caminar unos kilómetros al llegar al portón que dividía dos grandes fincas, dijo: iDios mío! Te ruego que el médico esté en su casa.
Al cruzar la puerta, a poca distancia vio dentro de una de las cercas un toro blanco con grandes y filosos cuernos, entonces Don Pedro dijo: iParece bravo ese toro! Pero él pensando en su hija enferma, sin temor alguno continuó su camino. Entonces, oyó un bramido, volteó la cabeza hacia atrás, y alcanzó a ver al buey que rompía la cerca y que furiosamente se dirigía hacía él. Enseguida emprendió la huida, mientras el endemoniado animal con sus ojos como llamas de fuego estaba a punto de darle alcance, él con gran afán trataba de alcanzar uno de los árboles que se encontraban en los mangales para treparse, y al no poder hacerlo porque llevaba con él a su hija, se apeó del caballo y se escondió detrás de uno de los árboles y exclamó, iDios mío, sálvanos! Poco después salió de dentro de los árboles un fuerte perro negro que se lanzó sobre el toro y Io tomó por el hocico.
Mientras Don Pedro se protegía con su hija, observaba la lucha que estaba librando el can con el fiero animal, el toro escarbaba con sus grandes patas, resoplaba furioso y sacudía su cabeza para poder desprenderse a su oponente. Pero todo le resultaba inútil. Aquel fiel animalito seguía aferrado a sus narices luchando para salvar la vida del preocupado caminante y la de su hija. Después de una larga lucha, el toro chorreando sangre lanzó un horrible bramido de dolor, el perro lo dejó y el toro salió huyendo desaforado.
Don Pedro no sabía como aquel perro había llegado a ese lugar y en el momento preciso salvó su vida y la de su pequeña hija. Don Pedro salió de su escondite, y agradeciendo el noble gesto del animal le dijo: Y tú, ¿de dónde eres? ¿Acaso no tienes dueño? Entonces, el can le movía la cola de contento. Don Pedro, aunque pensando en su pequeña, no dejó de acariciar al que lo había salvado de una posible muerte.
Entonces, Don Pedro montando nuevamente su caballo con su hija a cuesta se dirigió al pueblo acompañado de su fiel amigo en busca del médico. Y estando ya en casa del doctor, éste examinó la niña y luego abrió una de las gavetas y extrajo un pote con un jarabe que le dio a tomar a la niña. La fiebre comenzó a bajar y poco después se recuperó. Entonces el doctor le dijo a Don Pedro, ya usted puede llevarse a su hija y déle tres cucharadas al día, el padre emprendió nuevamente el camino de vuelta a su casa, mientras el perro le seguía.
Al llegar a su hogar la madre con gran alegría tomó a su hija y la besó varias veces, luego le preguntó a su marido ¿Y qué hace este perro aquí? Por Dios mujer, sin la ayuda suya no hubiera sido posible llegar hasta la casa del médico, luego él le narró todo lo sucedido, entonces, Doña Juana le preguntó ¿Y qué nombre tiene? No sé, respondió Don Pedro. Entonces vamos a ponerle un nombre, dijo doña Juana: le llamaremos Vagabundo sí Vagabundo, será su nombre, dijo la señora: entonces don Pedro dijo: Por cuanto nos salvaste la vida, tendrás un hogar y una nueva familia. Todos estaban felices mientras don Pedro, sentado al frente de su hogar fumaba su pipa, alegre porque su hija se había sanado.