La suave brisa de mayo mece con delicadeza el arco nupcial formado por flores níveas y una sinuosa hilera de yedra verde. En el ambiente reina la alegría, propia de una ceremonia de esas características, y el olor salado del mar se desperdicia entre los caros perfumes femeninos. De fondo se escuchan los acordes de un piano, que entona una sentida canción lírica, a la que nadie presta atención.
Estoy de pie, junto al altar improvisado, soportando con entereza los minutos previos a la llegada de la novia. Minerva, mi madre, me da un breve apretón en el brazo para infundirme ánimos. Su presencia me reconforta, aportándome templanza sin necesidad de palabras o gestos. Inclino la cabeza y nuestras miradas, del mismo tono grisáceo, se encuentran y nos sonreímos.
Mi padre, Cristian, se mueve entre los invitados asegurándose que están bien atendidos. Viste un traje color gris antracita, de corte impecable y tela exquisita, camisa blanca almidonada y corbata estrecha de seda natural. A sus cuarenta y cinco años luce el mismo cuerpo atlético de siempre, que mantiene en forma con largas sesiones de gimnasio y duros entrenamientos. Dieciséis años atrás, se casó con mi madre biológica y, aun cuando sus principios como pareja fueron un tanto atormentados, mantienen en la actualidad uno de los matrimonios más estables y envidiados del panorama futbolístico.
Dejo de prestarle atención a mi progenitor, levanto un poco la manga de mi impoluta camisa y consulto de forma disimulada el reloj. Faltan solo tres minutos para las doce. ¿Por qué narices pasa el tiempo tan despacio hoy? Las masas, las ceremonias, ser el centro de atención no son mi punto fuerte, pero mantengo la calma sabiendo que algunos compromisos son inevitables. Como mi boda, por ejemplo. Cambio el peso corporal de una pierna a otra demasiado tenso para mantenerme quieto. Percibo cómo todos los músculos de mi cuerpo están en fase de alerta máxima. Me pregunto si todos los novios pasan los mismos apuros antes del enlace. Lo más seguro es que sí.
Necesito mantener la mente ocupada así que vuelvo a consultar el reloj. Sus agujas se mueven con una lentitud demoledora que me saca de quicio. Dos minutos, eso es lo que falta para que la mujer que amo desde que tengo uso de razón, se acerque a mí vestida de blanco. Por delante de mis ojos pasa una sucesión de imágenes nuestras siendo niños. Desde el primer instante en que la vi, mi corazón comenzó a latir por ella. María es valentía, coraje, firmeza, no hay obstáculo en el mundo que se le resista. Es pasión, fuerza, entusiasmo, un verdadero tsunami que arrasa con todo a su camino. Es hermosa y de buen corazón.
«Y es mía», me felicito orgulloso.
«Casi tuya», me corrige una voz envidiosa en mi cabeza. Siente celos de mi felicidad y es comprensible. Pocas personas en el mundo tienen la suerte de casarse con su primer amor. Ese que te quita las ganas de comer, el sueño y te mantiene con la mirada atrapada en las esquinas del techo de tu cuarto.
Me considero un hombre afortunado, hasta la fecha todos mis sueños se han hecho realidad. Mi yo al completo se encuentra en un estado apoteósico y mi autoestima en su nivel más elevado.
Los sonoros acordes nupciales interrumpen mis reflexiones provocando en todo mi cuerpo una inmensa explosión de calor. Un nudo grande se aloja en mi garganta, no sé dónde mirar ni qué hacer con mis manos que, de pronto, me pesan más de lo normal.
El gran momento ha llegado y yo estoy demasiado agitado para disfrutarlo.
«Te pasas de sentimental. Solo es tu boda, no el fin del mundo. Los nervios previos al enlace están sobrevalorados porque lo que pasará a continuación es puro formalismo. Te dijo que sí en su momento, que fue la prueba realmente importante, ahora solo queda disfrutar del gran día. Nada malo puede suceder».
Inspiro lentamente y meto la mano en el bolsillo del pantalón aparentando sosiego. Dejo salir el aire de mis pulmones y le devuelvo la sonrisa a mi padre. Sus ojos oscuros me exploran con atención, soy un maldito libro abierto, un ser incapaz de ocultar sus emociones. Él lee entre líneas y me levanta el pulgar, para animarme. Ese pequeño gesto, muy nuestro, consigue reconfortarme. Cuadro los hombros y me armo de valor. Observo desde la distancia a mi prometida. A pesar del largo tramo que nos separa, nuestras miradas se encuentran y, lo que veo, hace que me tense todavía más.
María está espectacular con su precioso vestido de seda, en tono beige, de corte sencillo y tela delicada. Una pretina con finas incrustaciones plateadas delimita la falda larga, simple y sin aderezos del corpiño liso previsto de un moderno escote rectangular. Su pelo negro, lacio y lustroso está adornado con decenas de flores minúsculas y sus labios, pintados en un sutil rosa pétalo, lucen exquisitas. Camina del brazo de su hermano menor, John, y, a primera vista, parece lo que es, una novia que se acerca al altar el día de su boda. Pero algo no va bien, sus ojos miran en todas las direcciones menos en la mía y arden angustiados. Avanza insegura por el ancho pasillo central cubierto por una vistosa alfombra verde, su cuerpo esbelto está tenso y sus hombros estrechos, cubiertos por el tul transparente del velo, rígidos. Aprieta los labios como si se estuviera aguantando las ganas de llorar.
Si algunos minutos atrás los nervios previos al enlace me reconcomían por dentro, ahora me siento invadido por gigantescas oleadas de pánico. Me cuesta mantener la mano en el bolsillo, así que la saco y me la paso por el pelo, sabiendo de antemano que me alterará todavía más. Cambio el peso corporal de una pierna a otra y vuelvo a dejar la mano a buen recaudo, en el bolsillo del pantalón. Molesto conmigo mismo por este momento de inseguridad, trato de sobreponerme.
«Seguro que no es nada», me calma mi yo interior. «Es normal que esté nerviosa, una no se casa todos los días con una estrella del fútbol ante toda la flor y nata del gremio. María es sencilla, quizá esta ceremonia fastuosa la sobrepase».
Esa breve explicación alivia mi ansiedad y renueva mis ánimos. Nos separan pocos metros de distancia así que le sonrío buscando conectar con ella, pero su mirada perdida, da la impresión de hallarse a mil años luz de mí. De pronto, detiene sus pasos y hace una seña con la mano, dando a entender que desea hablar. Este pequeño gesto tiene el poder de una ráfaga ruidosa, ya que, en cuestión de segundos, todos los asistentes dejan de lado sus conversaciones y se centran en ella.
«¿Y ahora a qué viene esto?», me pregunto para mis adentros, hecho un mar de dudas.
El hombre que toca el piano, al advertir que debe interrumpir su pequeño minuto de gloria, levanta la mirada confundido. Con las manos aún sobre las teclas detiene la música malhumorado. Se une a la multitud y centra su atención en la novia. Mis sospechas se multiplican, observo decaído que la mayoría de los invitados esperan expectantes su discurso.
En los días previos a la ceremonia hemos ensayado varias veces el acto en sí. El cometido de María era llegar hasta mí, enlazar sus manos con las mías, sonreírnos y sentarnos ante el alcalde encargado de oficiar la ceremonia.
Solo eso.
No entiendo nada. Ni yo, ni los trescientos invitados que no despegan los ojos de ella, esperando intrigados su discurso. Observo que al coger el micrófono, sus manos tiemblan ligeramente y se muerde el labio inferior, tratando de no venirse abajo. Tengo un mal presentimiento pero no puedo impedir el avance de los acontecimientos.
Tras unos instantes cargados de tensión, saluda con timidez, provocando que el murmullo de los invitados se apague de golpe y un denso silencio envuelva la atmósfera.
-Hola a todos y muchas gracias por venir. -Intenta mostrarse serena pero las palabras le salen atropelladas y su tono de voz suena diferente, como si fuera el de una desconocida. Recorre con la vista la multitud, aunque no mira a nadie en concreto. Tras unos segundos de titubeo lanza al mundo una noticia de lo más desconcertante-. Lamento deciros que yo no... no voy a casarme hoy con Júnior.
¿¡Qué!?
Un montón de señales de interrogación se multiplican dentro de mi cabeza y hago un esfuerzo sobrehumano para que mi barbilla no colisione con el reluciente césped que parece bailar bajo mis pies. Los peores presagios se están materializando ante mis ojos abiertos como platos. Las rodillas se me convierten en gelatina y un gran vacío comienza a formarse en mi interior. Los labios se me resecan y no puedo tragar. Aprieto el puño hasta que los nudillos adquieren un tono blanquecino y acepto agradecido la mano que mi madre posa sobre mi brazo. No soy capaz de mirarla, ni a ella ni a ninguno de los trescientos invitados que me observan boquiabiertos. Y no puedo culparlos, han acudido vestidos con sus mejores galas dispuestos a acompañarme en el día más feliz de mi existencia y se encuentran con el marrón del siglo. Nunca he experimentado la sensación de caída libre al vacío y, si antes no sabía qué hacer con las manos, ahora me sobran todas las partes del cuerpo.
Los ojos me arden, el corazón se me contrae y una enorme garra se clava en mis entrañas. Quisiera desaparecer, tener una capa bajo la cual ocultar mi metro ochenta de altura y esfumarme de allí. Pero no la tengo, así que sigo de pie, con la cabeza bien alta, tratando de comprender lo incomprensible. Busco con insistencia conectar con ella y, esta vez, me devuelve la mirada. Sus ojos oscuros, de normal complemente limpios y serenos, lucen turbios y acuosos. Me mira con cierta emoción, una mezcla de amor y dolor infinito que, lejos de aclararme nada, me ahondan más en la desesperación.
«Oculta algo, es más que evidente, no pudo haber tomado una decisión así de la noche a la mañana».
Una vez superada la sorpresa inicial, me siento invadido por oleadas de enfado.
«María, ¿cómo puedes hacerme eso?», le recrimino en mi mente, porque soy demasiado orgulloso para hacerlo en voz alta. La confusión que habita en mi cabeza no hace más que crecer. La situación es muy reveladora: por algún motivo, extraño y desconocido, mi prometida está renunciando a mí en público.
En la punta de mi lengua se amontonan decenas de preguntas pero el orgullo me impide hablar. Me sorprendo hasta yo cuando su nombre sale de mis labios en forma de doloroso lamento.
-María.
Al escucharme, traga con dificultad; es evidente que mi reproche silencioso la ha afectado. Alza la barbilla como si se estuviera preparando para una gran batalla y rompe de forma inconsciente los pétalos de las rosas que forman el ramo nupcial que sostiene en la mano. Parece atormentada, pero no da señales de retractarse. Su voz suena impersonal, fría y, desprovista de todo sentimiento, cuando lanza su sentencia final:
-Yo... lo siento Júnior, tenemos que anular la boda, he comprendido que... no te quiero.
Esas palabras que van dirigidas a mí se convierten al instante en navajas afiladas que se clavan con dureza en mi piel. Mantengo la compostura, aunque el sepulcral silencio formado a mi alrededor no me ayuda demasiado. La analizo con atención y no aparto los ojos de ella hasta que no me sostiene la mirada. Parpadea angustiada y, por un breve instante, siento que lo que estoy viviendo es una alucinación, un mero producto de mi imaginación. No puedo estar pasando por esta pesadilla el día que, supuestamente, debería ser el más feliz de mi vida. Sus siguientes palabras me rematan con tanta dureza que me pregunto de dónde sacaré las fuerzas para reponerme.
-Eres el niño mimado de tus padres, demasiado infantil para ser un hombre de verdad. Por mi parte, la boda queda cancelada.
A modo de cámara lenta observo cómo deja de lado el micrófono, se da la vuelta y, agarrando los pliegues del vestido, acelera el paso, seguida de su hermano, un adolescente de tan solo catorce años, que agacha la cabeza, confundido ante el lamentable espectáculo ofrecido por su única hermana. Nadie abre la boca para romper el molesto silencio que reina alrededor; los invitados se limitan a espiarme de reojo lanzándome ojeadas cargadas de lástima porque, ante el brusco e inesperado rechazo de María, han quedado demasiado impresionados.
Durante todo ese tiempo yo sigo parado en el mismo lugar, bajo el arco cubierto de flores que da la impresión de reírse de mí y de mis ilusiones. Apenas puedo creer que la mujer que amo con locura desde que soy un niño me haya abandonado en público. ¿Qué no me quiere? ¿Qué soy el niño mimado de mis padres? ¿De qué va toda esa locura?
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que se fue. Soy incapaz de hablar, de pensar, y mucho menos de ir tras ella para pedirle una explicación. Mi parte racional me pide reaccionar, aunque mi disperso cerebro funciona a medias. No existe un maldito manual de instrucciones que enseñe a un novio rechazado la manera de comportarse, así que me limito a presenciar impasible cómo mi vida se está desmoronando. Mi orgullo está gravemente herido y mi yo al completo hecho pedazos. Por un segundo, fantaseo con la idea de que el suelo se rasgue bajo mis pies y me hunda en el frío y acogedor corazón de la tierra. No quiero ver ni hablar con nadie. Pero mis deseos no son concedidos y el cuidado césped no da señales de querer acogerme en sus entrañas.
«Tienes que superar el bloqueo. Quedarte paralizado a la espera de un milagro no es la solución. No eres el niño mimado de nadie, todo lo que has conseguido ha sido a base de voluntad y trabajo. Demuéstraselo al mundo».
Hago un esfuerzo sobrehumano y muevo las piernas. Algo tan común y automático como caminar me resulta sumamente difícil. Minerva quiere acompañarme pero detengo su intento con un gesto. Mi padre se mueve alterado entre los invitados, tratando de restablecer el orden. Le toca capear el temporal, aunque eso no me preocupa, es un hombre de recursos y sé que por mí, sería capaz de mover el sol de sitio si fuera necesario. De un modo u otro, quitará importancia al hecho que su único hijo acaba de ser plantado ante el altar.
Los invitados no me pierden de vista, pero nadie se atreve a importunarme ni a dirigirme la palabra, ni siquiera Alan, mi íntimo amigo desde la infancia. Es jugador de baloncesto y mide diez centímetros más que yo por lo que su presencia no pasa desapercibida. Cuando paso por su lado se limita a darme una palmadita consoladora en el hombro y me envía con sus ojos castaños, colmados de preocupación, un mensaje del tipo: «Estoy aquí. Cuando quieras, hablamos». Hago un gesto imperceptible de agradecimiento y sigo andando lo más digno que puedo en dirección al hotel, que mi padre ha reservado en exclusiva para mi boda. A pesar de estar aturdido, me esfuerzo en guardar la compostura mientras avanzo, con la cabeza gacha y el rostro ensombrecido. Mis padres me alcanzan, deseosos de acompañarme en estos duros momentos; rechazo sus intentos con un gesto categórico. Soy un animal herido que necesita un lugar apartado para lamer sus heridas en solitario.
La puerta giratoria de la entrada del hotel comienza a moverse al detectar mi presencia y, mi perfil, reflejado en el cristal atrae mi atención. Sonrío con amargura. A pesar de las circunstancias, me mantengo en pie con dignidad. Mi exterior no está tan dañado como mi interior y eso hace que mi autoestima levante un poco la cabeza. Piso el reluciente suelo de mármol de la recepción, soportando resignado las miradas de las empleadas que no saben cómo tratarme.
Y no es para menos. A sus ojos, soy el estúpido futbolista famoso que ha reservado un prestigioso complejo hotelero para celebrar su boda y, todo, para acabar rechazado por la flamante novia.
El apuro de la recepcionista al entregarme la llave de la suite nupcial, me provoca un repentino y violento ataque de risa. Cuando logro calmarme, suelto la pregunta que me quema la lengua:
-¿Se ha marchado?
La chica me fija con los ojos desorbitados, asintiendo levemente con la cabeza. Puedo ver en los iris azulados que se asoman entre sus pestañas encorvadas, la gran lástima que me tiene y siento rabia contra mí mismo por no haberme quedado callado. He sufrido una vertiginosa caída, no hay necesidad de que me arrastre por el suelo.
-Sí, señor Cros -responde en tono bajito y lastimero-. La nov... Quiero decir, la señorita Medina, ha cogido el primer taxi disponible. Ni siquiera se ha molestado en quitarse el vestido de novia.
Me siento estúpido, muy, muy estúpido, ya que por una milésima de segundo albergo la esperanza de que me esté esperando para darme una explicación, para pedirme perdón. Mi corazón sangra, herido de muerte, anhelando ser reconfortado por un bálsamo reparador.
-Gracias. -Es todo lo que logro decir. Los siguientes segundos pasan con lentitud y un silencio embarazoso se forma entre nosotros. Me gustaría añadir alguna chorrada para que la empleada del hotel no se quede con mi imagen derrotada, pero es superior a mis fuerzas pensar.
-A veces, las apariencias engañan -añade ella en tono disculpatorio, deseosa de echarme un cable salvavidas, como si esa frase hecha me fuera a ayudar en algo.
-A veces, pero no siempre -respondo con amargura.
La recepcionista me entrega la llave y, para alivio de ambos, damos nuestra pequeña conversación por finalizada. Reúno los pedazos rotos de mi orgullo maltrecho y me dirijo lo más digno posible al ascensor.
Mientras me subo a la tercera planta, donde se encuentra la suite reservada para mi noche de bodas, noto cómo el peso del mundo entero se aloja sobre mis hombros encogidos. Me quito con lentitud la pajarita que adorna el cuello almidonado de mi camisa y me desabrocho los tres botones superiores. Liberar el cuello de la presión hace que me sienta un poco mejor y me permito reflexionar sobre lo ocurrido.
María, el amor de mi vida, me ha abandonado con unas palabras duras e hirientes. Desconozco el porqué y, en este momento de crisis personal, sus razones carecen de importancia. Hay instantes en la vida en donde los hechos hablan por sí solos.
El ascensor se detiene y sus puertas se abren con un clic sonoro. Camino distraído hasta la habitación 301, que encuentro al fondo del pasillo central. Entro y cierro la puerta a mis espaldas. Apoyo mi cuerpo en ella y me tapo los ojos, aliviado. Ahí, en la intimidad de esas cuatro paredes, me siento a salvo. Sé que es una solución provisional, en algún momento tendré que dar la cara al mundo y soportar las consecuencias de ser un novio rechazado.
En algún momento. Hoy no. Mi conciencia asiente con fervor. De normal es sabia, aunque por ahora no tiene ninguna teoría que sacar a relucir; por lo tanto, se abstiene de indagar dejándome tranquilo. Y yo se lo agradezco.
A continuación, reparo en una botella de champán que se está enfriando en una cubitera y me sirvo una copa. La bebo de un trago, feliz de hallar algo de alivio en el líquido burbujeante que me espolea la lengua. Me encuentro con mi imagen en el gran espejo que ocupa una pared de arriba abajo. Parezco un lobo guía; uno valiente, veloz y fuerte al que le han asestado una herida de muerte. Me acerco a él y observo con atención mi porte imponente envuelto en el impresionante traje oscuro que llevo para la ocasión. Busco respuestas en mis profundos ojos grises, que lucen tristes y desconcertados, pero no descubro ni una sola pista del porqué he sido humillado ante mi familia y amigos. Por ahora no quiero pensar en la prensa ni en los titulares. Sé que las redes arderán una buena temporada y los paparazzi no harán otra cosa aparte de perseguirme y recordarme el fatídico momento todos los días que me queden de vida. Siento impotencia al ver una lágrima recorrer mi mejilla. No suelo llorar nunca.
Paso al instante de la tristeza al arrebato. Por mucho que estrujo mi cerebro, no encuentro ninguna explicación plausible que me ayude a relajar mis tensados nervios.
¿Por qué me dejó de este modo? No hice más que quererla y adorarla, siempre.
Contrariado, me acerco a la caja fuerte y, tras marcar el código de acceso, la abro y saco de allí dos de mis bienes más preciados: el reloj Lotus de María y una moneda de un euro, regalada por ella. Aprieto la correa del reloj y lo tiro con brusquedad al suelo. La esfera brillante se hace pedazos al chocar contra la dura superficie de mármol y los restos del cristal partido se esparcen por el suelo. Invadido por los remordimientos me pongo de cuclillas, recojo los restos del reloj roto y lo vuelvo a dejar en la caja fuerte junto a la moneda de un euro, de la que tampoco soy capaz de desprenderme.
Después de verter mi furia sobre el reloj me encuentro algo más tranquilo. Me quito la chaqueta, que dejo tirada de cualquier forma en el suelo y me siento sobre el borde de la cama, con la cabeza escondida entre mis manos. Estoy entumecido y me duelen todos los huesos de mi cuerpo, como si hubiera recibido una brutal paliza. En el interior de mi pecho se forma un vacío que no para de agrandarse. Un repentino arrebato me hace marcar su número para llamarla. Una lágrima solitaria comienza a rodar por mi mejilla al escuchar el pitido propio de un móvil apagado. No puedo ser más patético ni intentándolo con todas mis fuerzas. Debo alejarla de mi mente.
«No es el fin del mundo», me consuelo a mí mismo, tratando de salir del pozo hondo y oscuro en el que estoy metido.
«No, ya sé que no lo es, pero se le asemeja bastante», me respondo con toda la amargura de la que soy capaz.