Conduzco a velocidad media los treinta kilómetros que separan mi lugar de trabajo de mi casa, situada en Majadahonda. Tengo la mente tan dispersa que avanzo de forma automática, sin ser consciente de la ruta que estoy tomando. La carretera pasa por delante de mis ojos, una sucesión de curvas asfaltadas, que se ensanchan y se estrechan dependiendo del paisaje. Unos enormes carteles coloridos publicitan un nuevo perfume femenino al cual no le presto ni la menor atención. Estoy enfadada conmigo misma por la metedura de pata que he cometido a la hora de comer. Me prometo ser más prudente de ahora en adelante y sopesar mejor las palabras que salen de mi boca. Debería ser más sensata, no es la primera vez que mi lengua, suelta, me causa problemas.
Mi conciencia asiente con amargura. «Deberías», parece aconsejarme.
La difícil situación personal que estoy atravesando se irá al precipicio si me quedo sin trabajo. Ante esa posibilidad, suspiro hondo y bajo la ventanilla para que el aire fresco mitigue mi desesperación. No puedo evitar pensar en mi padre y, por una milésima de segundo, fantaseo con la idea que no hubiera fallecido aquel fatídico tres de diciembre.
Mis progenitores se enamoraron locamente y comenzaron a vivir juntos al mes de conocerse. Mi madre dejó su Argentina natal y se trasladó a Londres, con el corazón lleno de amor y buenas vibraciones. La familia de mi padre, al ser adinerada y conservadora, no vio con buenos ojos que su primogénito se dejase cazar por una cualquiera -como la llamaban cada vez que tenían ocasión- y se opusieron al enlace. Por aquel entonces, mi padre estaba en lo más alto de su carrera militar y, para no arrastrar problemas políticos ni familiares, no contrajo matrimonio con mi madre. «Total, es solo un papel», decía. Vivíamos en una bonita casa al sur de Londres y asistía a un carísimo colegio, donde estudiaban muchos hijos de famosos. Cuando tenía ocho años vino al mundo mi hermano pequeño, John, que ensombreció un poco nuestra felicidad por los continuos problemas de salud que padeció desde muy pequeño.
El curso de mi plácida vida empezó a cambiar nada más finalizar primaria. A mi padre lo destinaron a Suiza, donde debía dirigir a un grupo de militares de las fuerzas especiales que actuaban en los países en guerra. Fue difícil dejar mi casa, el colegio y separarme de mis amigos. Para mi madre lo fue todavía más, puesto que en Suiza carecía de amistades y, por lo tanto, se veía obligada a quedarse largos días encerrada en casa sin nada en que entretenerse. Nosotros, los niños, nos íbamos al colegio y mi padre pasaba largas temporadas en el campamento militar.
Fue antes de cumplir los trece años cuando me convertí en la adulta de la casa; mi madre comenzó a beber, según sus excusas, para superar la soledad que la rodeaba, y mi hermano salía de un hospital para entrar en otro, debido a los problemas respiratorios que padecía. Recuerdo con mucho dolor esa época, sobre todo, por el desenlace final ya que un día recibimos un sobre en donde se nos informaba que el mayor John Smith había fallecido en la última misión en la que había participado. Nunca lo volvimos a ver ni tuvimos una tumba donde llorar su muerte. Simplemente, se fue y nos dejó en los brazos de la desesperación.
No quiero revivir ese día que ha quedado grabado en mi corazón para siempre y me limpio con el dorso de la mano las amargas lágrimas que recorren mis mejillas. No me permito a mí misma llorar y, de tanto evitarlo, me he convertido en una experta en desviar la mente de esa dolorosa época.
Reduzco de forma paulatina la velocidad al advertir la silueta de mi casa perfilarse en el horizonte y me invade el malestar al percatarme del estado lamentable de la misma. Se trata de una vivienda muy descuidada que necesita arreglos con urgencia. El tejado tiene algunos agujeros por donde la lluvia se abre paso con facilidad y no quiero ni acordarme de la fachada y el jardín. Esta vivienda es propiedad de la hermana de mi madre que nos la dejó por caridad porque tras el fallecimiento de mi padre, nos quedamos en la calle.
Este es otro mal recuerdo que no deseo profundizar. Quisiera tener un candado mágico que me permitiese encerrar todo el mal de mi vida para que no me siga haciendo daño. Aparco el coche en frente de la casa y me apresuro a entrar tratando de poner buena cara. La señora Olga, voluntaria del ayuntamiento que está cuidando de mi madre en mi ausencia, me recibe de buen agrado.
-Niña, debes de estar muy cansada. Mírate, te has quedado en los huesos. Si tienes hambre, he preparado sopa para cenar. -Me lanza una mirada lastimera y se levanta del sofá con cierta dificultad. Da pequeños pasos en dirección a la cama de mi madre y, tras echar un vistazo a su cuerpo dormido, añade en voz baja-: Ha estado ausente durante todo el día. Apenas ha tomado dos cucharas de sopa y un poco de agua.
Mi madre sufre depresión crónica con episodios de demencia como resultado de la muerte de mi padre y el consecuente derrumbe de nuestra familia. La mayor parte del tiempo está sumida en su mundo y nuestra situación económica no ayuda a que su estado sufra alguna mejoría.
-Gracias por su ayuda, señora Olga. En cuanto me incrementen el sueldo le pagaré por sus servicios. Se lo prometo.
La imagen de Júnior y de su considerable cuenta llega de improvisto a mi mente. La aparto de un manotazo. No quiero mejorar mi situación a expensas de nadie ni apoyar mi futuro en decisiones que no dependen de mí, aunque pensándolo bien no hago daño a nadie si intento convencerlo para que invierta su dinero en BTT. La femme fatale percibe mi decaimiento y decide darme un empujón para animarme. Soy el sustento de mi familia y no puedo permitirme el lujo de deprimirme. Yo no.
Tal vez no es una mala idea intentar dar con Júnior, después de todo. El BTT es el segundo mayor banco de España y, es previsible que Júnior, al ser un recién llegado a la ciudad, necesite un lugar donde depositar sus ahorros. De acuerdo, puede que no me confíe los treinta y cinco millones que tiene, pero alguna cantidad menor, quizás sí. Soy una chica lista, solo necesito un buen plan y convencerlo. Aunque, primero, tendría que encontrarlo, claro. Y rezar para que se acuerde de mí.
-No te apures, niña. A mí me gusta ayudar -dice la señora Olga dándome una palmadita consoladora en el brazo. Sabe que muchos meses no consigo llegar a fin de mes en condiciones y eso que no paro de trabajar y de gastar cada céntimo con moderación.
Se despide de mí y camina con pesadez hacia su casa, situada a cinco minutos de la nuestra. La buena mujer es algo así como mi familiar más cercano y nadie, aparte de ella, me echa una mano con la difícil situación por la que estoy atravesando. La hermana de mi madre vive en Mallorca y solo viene a vernos una vez al año. Nos ha dado un lugar para vivir y, le parece que ya nos ayuda bastante, tal como afirma a la menor ocasión.
Una vez que la señora Olga se ha marchado, me quito los zapatos y cambio la ropa que suelo llevar a la oficina por unas mallas cómodas, de color azul marino, y una camiseta básica, en tono parecido. Me suelto el pelo y, tras peinármelo con los dedos, me lo recojo en una coleta alta. Me apetece tomar una infusión de plantas, pero antes decido ver a mi hermano. Acudo a su habitación y lo encuentro sumido en su mundo digital. Lleva los cascos puestos y no se percata de mi presencia. Experimento el deseo de regañarlo, bien podría emplear su tiempo en algo más útil, pero recuerdo los largos periodos que ha pasado en el hospital y me reprimo.
-¿Qué haces? -le pregunto, al tiempo que le revuelvo el cabello y le aparto los cascos de su cabeza. Me siento sobre el apoyabrazos de su silla y le doy un beso cariñoso en la frente.
-Nada -me contesta secamente con la vista pegada al ordenador.
Cuando un adolescente contesta «nada», en realidad quiere decir «déjame en paz, pesada».
-¿Tienes hambre? -insisto, en mi intento de mantener una mínima conversación con él. Me duele verlo tan distante.
-Por ahora, no. -Sacude la cabeza y sigue con el juego, acomodándose de nuevo los cascos sobre las orejas y poniendo atención en el juego.
Me inquieta su situación, aparte de ir al colegio, no sale de casa ni tiene amigos. Sus problemas respiratorios están controlados por ahora, pero está incapacitado para correr o hacer cualquier otra actividad física, de modo que su único entretenimiento son los juegos virtuales. Allí, en su mundo con sus amigos virtuales, parece contento.
«Te preocupa todo hoy», me regaña mi conciencia, un poco cansada de mi negatividad. «Date un respiro, búscate un novio para desahogarte».
«Cierto», me rio con amargura, «debería hacerlo».
Al cabo de un momento, me dirijo a la cocina y pongo en marcha la tetera para prepararme un saludable té verde con jengibre. A continuación, me llevo la taza humeante a mi dormitorio y, una vez sentada delante del portátil, tecleo la única palabra que ronda en mi cabeza desde la hora de la comida: «Júnior».
Pincho en la primera foto de cuerpo entero que sale en Google y no puedo evitar soltar un suspiro. Aumento la foto y la contemplo con atención. En esa instantánea, posa para publicitar una marca de trajes masculinos. Está apoyado en un poste y mira fijamente a la cámara. Tiene una figura impresionante, de piernas largas, hombros bien formados -pero sin exagerar - y elegantes facciones. Viste un traje de marca en tono gris claro, combinado con una moderna camiseta blanca que le queda de escándalo. Al pie de la foto, aparece un breve texto, aclarando que ese traje pertenece a la colección de primavera de su propia marca: Júnior Style.
La femme fatale, mi conciencia y yo estamos boquiabiertas. Y eso no ocurre muy a menudo, ya que es, casi imposible, que nos pongamos de acuerdo en algo.
Sonrío embelesada al sentirme observada por sus profundos ojos, de un intenso color de plata fundida, y refreno mis ganas de alborotarle su corto cabello castaño claro.
Mis pensamientos vuelan hasta nuestro primer encuentro; yo acababa de llegar al aula de mi clase de primero de primaria y me lo encontré, al lado de la puerta, sin atreverse a entrar, aterrado ante su primer día. Tenía la misma mirada grisácea, profunda y brillante provista de unas ligeras sombras de timidez. Ser el nuevo no es fácil para nadie, ni siquiera para él, aun cuando era el hijo de una importante estrella de fútbol. Acudí en su ayuda de inmediato, infundiéndole los ánimos necesarios para que entrara. Su cara se iluminó al encontrar apoyo en mi presencia y el resto vino solo. Lo presenté a mis compañeros y su pequeña crisis de identidad quedó en el olvido.
Espero que se acuerde de esto...
«Y yo», suspira la femme fatale, aunque las dos tenemos nuestras dudas.
Sigo leyendo un artículo sobre su trayectoria profesional; Júnior comenzó su carrera futbolística en la liga inglesa a los dieciséis años, tras firmar su primer contrato.
Suelto un sonoro silbido de admiración. Es el único hijo del famosísimo futbolista Cristian Cros y, a pesar de ello, ha volado del nido a una edad muy precoz. Eso me hace tener esperanzas con respeto a él. Me está dando una buena impresión porque, no parece haberse convertido en un engreído egocéntrico, sino todo lo contrario.
Agarro mi móvil y pongo su nombre en el buscador de Instagram. Me sorprende la escandalosa cantidad de seguidores que tiene. ¡Cuarenta y cinco millones!
Esa indecente cifra hace que mis ánimos decaigan.
«¿Qué son cuarenta y cinco millones de personas? Lo encontraré en un abrir y cerrar de ojos», me consuelo para mis adentros.
Mi conciencia decide que ha llegado la hora de poner algo de orden en esta locura que se va apoderando de mi persona.
«No flipes, jovencita, es del todo imposible que te conteste al mensaje privado que le estás escribiendo, tras haberte sumado a su cuenta oficial como seguidora».
No le hago caso y redacto el siguiente mensaje:
Júnior, soy María, tu excompañera de clase de Londres. Sí, esa, la que se fue con su familia a la guerra. Te he visto por la tele, yo también vivo en Madrid y me haría mucha ilusión volver a verte. Escríbeme por privado en cuanto puedas. Gracias. Un beso.
Releo el mensaje un par de veces antes de enviarlo y, finalmente, tomo la decisión de borrar lo del beso final y cambiarlo por un apropiado «Un abrazo». Tras ese pequeño ajuste de último minuto, le doy al botón de enviar y me quedo con el terminal en la mano, ansiosa de recibir noticias suyas. Para aguantar la espera, me preparo un capuchino vienés coronado por una pirámide de nata montada. Lo tomo a pequeños sorbos que me saben a gloria bendita. De tanto en tanto compruebo los mensajes recibidos, pero como era de esperar no recibo contestación alguna, ni esa noche ni en los días siguientes.
«No darás con él de ese modo, es una aguja en un pajar», afirma mi conciencia cada vez que me observa verificar mis mensajes privados de Instagram.
«Solo tengo una aguja en el pajar, pero no pienso rendirme, soy una muchacha confiada y, por qué no reconocerlo... algo desesperada, también».