ERA EL CABALLO BLANCO ENTRE LA MANADA NEGRA
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Capítulo 4 Parte Cuatro

CAPÍTULO 4

– ¿Por qué las cosas no son diferentes? – preguntó Candelaria a Estefana varios días después de haber salido de aquel frío lugar en el que se habían ocultado las ocho mujeres.

–¿Diferentes? ¿Cómo? – preguntó Estefana mientras peinaba el cabello de la niña.

– ¿Por qué debemos ocultarnos?

– Así es la vida Cande o... así son estos tiempos...

Hacía más de 15 días que no sabían nada de Isadora, que había desaparecido sin dejar rastro. Con los días la pequeña Candelaria dejó de preguntar por su hermana, pero no fue porque no la extrañara sino porque Estefana alentaban en el corazón de la niña la esperanza de volver a ver a Isadora en algún momento.

Estando ambas a la orilla del riachuelo de La Piedad cerca de la hacienda de Holanda en el estado de Aguascalientes donde vivían, escucharon el estallido de una clase de cañón que las asustó sobremanera.

Estefana sujetó a Candelaria del brazo llevándola hasta una espesa y alta maleza que crecía al margen del río para allí ocultarse. Las dos estaban de rodillas en el suelo paralizadas del miedo.

Poco a poco los gritos de hombres coléricos se comenzaron a escuchar más cerca de ellas. Candelaria abrazó fuertemente a Estefana de su cintura. El relinchar de los caballos corriendo a toda velocidad se escuchaba cada vez más cerca; hasta que un caballo y su jinete saltaron la maleza en la que las dos se escondían.

Candelaria al ver como el caballo de un salto pasaba por encima de ellas sin siquiera notar su presencia, fue una gran impresión que la hizo perder el conocimiento. El jinete se alejó a todo galope y con él los gritos y sonidos de disparos se fueron callando. Todo el grupo de hombres a caballo que iba junto a aquel jinete pasaron rápido sin darse cuenta de la presencia de Estefana y de Candelaria. Casi una hora después, ambas continuaron ocultas entre la hierba.

Estefana deseaba que las otras mujeres allá en la casa, hubiesen tenido suerte y que hubieran podido esconderse justo a tiempo antes que esos hombres llegaran.

Candelaria que recién había despertado comenzó a respirar agitada, nerviosa y con mucho miedo.

Una mañana muy temprano Flores preparó una maleta. Estaba por emprender el viaje a la hacienda de Salamanca en Durango; pues ya no había nada en Querétaro que la pudiese retener, tenía dieciséis años y estaba a punto de abrirse camino por sí misma.

Cuando estaba justo por salir de la hacienda sin avisarle a nadie, su alcohólico y mal encarado tío Asúnsolo la detuvo.

El viejo no tuvo vergüenza al decirle que había perdido el resto de la hacienda de sus padres en ciertos "negocitos" o apuestas como todos las conocían. Flores no podía creer lo que escuchaba. Su hogar, fruto del trabajo y del esfuerzo de sus queridos padres se había desvanecido.

– ¡No! ¡No puede ser! – le reclamó la joven furiosa queriendo golpear al viejo – ¡Tiene que arreglar esto!

– No chula – dijo el tío sujetándola de los brazos.

– ¡Suelteme! – dijo Flores con rabia –. Alguien debe hacer algo.

– La única que puede hacer algo pos´ eres tú mi´ja – dijo el viejo.

– ¿Qué quiere decir?

El viejo tío sabía que no todo estaba perdido pues el vecino y dueño de la hacienda La Juventina, que estaba muy cerca casi a espaldas de la suya, le había hecho el gran favor de pagar todas sus deudas, por lo que ahora don Narciso Robles era el dueño de todo.

La joven asombrada no entendía por qué el viejo Narciso, había adquirido la hacienda de sus padres si él era un hombre muy rico, y su hacienda era casi 20 veces más grande que Las Palomas.

– Pero ¿por qué?– dijo Flores – Voy a hablar con don Narciso y le explicaré, le diré que vamos a pagarle cada centavo que él gastó... Yo voy a trabajar duro y juntaremos el dinero y...

Cuando en eso llegó muy apurada la nana Conrada avisándole a don Asúnsolo que lo esperaban en el despacho.

– ¿Florecita y tú a dónde vas con esa maleta? – preguntó la nana.

– ¿Sabes quién aguarda en el despacho Florecilla...? – dijo el viejo sarcástico – Es el mismo don Narciso Robles y Quijano.

– Voy a hablar con él – dijo Flores.

– No harías cosa mejor – dijo Asúnsolo riendo y frotándose sus manos –, y no olvides hablarle al viejo al oído.

–¿Pero qué dice? – preguntó extrañada Conrada abrazando a Flores.

– El viejo Narciso gusta de ti Florecilla, y viene a ofrecerte un trato, tú te casas con él y te quedas con esta hacienda... y si lo piensas con detenimiento te conviene, pues también serás la dueña de la hacienda La Juventina.

– Pero...– quiso Flores objetar.

– No, no me lo agradezcas, a mí me untas la mano con cualquier bicoca y me largo. Listo. No me vuelves a ver.

– Pero como se atreve don Asúnsolo, si mis patrones estuvieran aquí...

– Pero no están, y tú cállate vieja metiche...

– ¡Cómo, cómo pudo hacerme esto! – dijo Flores.

– Pos´ mira si lo piensas bien el pobre viejo no te aguantará mucho, eres joven y él pos´ no. No tardarás mucho en enviudar y... Él no pagó mis deudas por negocio o por hacernos un favor... lo hizo por ti para poder tenerte en sus manos... Entonces que, quieres recuperar la hacienda de tus padres ¿o no?

Flores guardó silencio y se derrumbó por completo cayendo de rodillas mientras la nana Conrada la sostenía. Todo se le había complicado, esa hacienda significaba mucho para ella, no podía perderla. Pero justo cuando sus lágrimas mojaron sus rosadas mejillas se puso de pie.

– Escúcheme bien tío, sólo déjeme ir y en una semana estaré de regreso. Le prometo que llegando me casaré con don Narciso y recuperaré lo que usted perdió.

– Pero claro que si, no faltaba más – dijo el viejo complaciente –, Conrada vete a la cocina y trae algo de comida para el viaje de la niña.

Al entrar la nana a la casa, don Asúnsolo ordenó a dos hombres traer un carruaje. Cuando Flores subió, el viejo cerró la puerta y sin esperar a la nana Conrada la carreta echó a andar alejándose de la hacienda.

La joven que estaba siendo llevada contra su voluntad a un lugar desconocido, trató de gritar pidiendo auxilio mientras golpeaba la puerta del carruaje, pero fue inútil no pudo escapar y nadie pudo escucharla.

            
            

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