Corrí hasta escuchar a mi corazón decir basta; hasta que mi estómago tuviera ganas de regresarme la comida. Sin embargo, no era suficiente. Aún podía sentir esa mano escamosa tomándome de un brazo, mientras la otra me abofeteaba. El reflejo del espejo empotrado en el ropero se transformó en un agujero negro, tragándose mi cordura y mi seguridad, dejándome totalmente desnuda frente al frío miedo vestido de padre. Cerré los ojos.
Las nubes en el cielo se tornaban grises con tonos rojizos, y el aroma de esa carne en la parrilla en la carreta de la esquina de una avenida cuyo nombre no sabía, y tampoco importaba, me hacía producir saliva. ¿Qué sigue ahora?, me pregunté mientras contemplaba un trozo de comida darse vuelta para cocerse por ambos lados. Quizás escapar de mi casa fue lo más sencillo. Sola y rodeada de casas y rostros que nunca había visto antes, desconocidos que no hacen más que asustarme con miradas ajenas, aunque no más que mi padre, eso está claro.
Debo seguir a pesar del dolor en mis pies, debo hacerlo, antes de que me encuentre, antes de que alguien me reconozca, debo seguir. Lo único que me apena, es mi madre. Debe estar preocupada, a pesar de todo, la amo. No puedo evitar que mis mejillas se humedezcan con mis lágrimas, estoy triste, quiero gritar con mi llanto ahogado, pero no puedo, no debo dejar que me descubran. Ahora entiendo la frase: «Tengo un nudo en la garganta».
Ya es el tercer día desde que salí de casa con sólo una mochila, el pan de la mañana, y un par de ropas agarradas al azar. Por momentos huelo a la suciedad asomarse de entre mi vestido, y es obvio luego de dormir en callejones, junto a la basura acumulada que tiran las personas a diario. No me había dado cuenta de la contaminación que hay en cada rincón de la ciudad, en cada espacio oculto de los rayos de luz. Por suerte ya me alejé de eso, lo único que alcanzo a divisar ahora es una carretera sin final rodeada de arena y cruces de aquellos que ya no caminan en esta vida; me pregunto cuántos días pasaran para llegar a volver a ver una casa habitada, el olor de una comida casera. Extraño mi cama. Tengo hambre y el pan que me llevé, me lo acabé ayer.
Creo que nunca vi el cielo tan libre de nubes, e iluminado de tantas estrellas, que bonito. Quisiera ser una, hermosa, brillosa, y lejana al mismo tiempo, iluminando en el oscuro universo.
Tuve suerte...luego de un día y una noche con el estómago vacío, llegué al amanecer a un pequeño pueblo, pero duraría muy poco allí. Siempre dicen que, en una ciudad pequeña, todos se conocen. Y así era, solo bastaron unas horas para que las personas se dieran cuenta que no era de pertenecía a su comunidad, y en seguida llamaran a la policía. Intenté huir, pero estaba muy cansada y hambrienta. Al final, esa misma noche, cerca de la medianoche, me encontraba de nuevo en mi ciudad, y a escasos kilómetros de mi hogar, en una comisaria.
Cuando me preguntaron mi nombre, nunca lo dije. Si aún tenía la oportunidad de escapar de mi padre, esa era la única manera. No podía decirles quien era. A pesar de amenazarme con enviarme a un reformatorio, no lo dije. Buscaron en sus archivos a niñas perdidas, pero ninguna tenía mis características. ¿Qué extraño?, me pregunté. ¿Acaso mi padre no puso una denuncia sobre mi fuga? ¿Qué habrá pasado con mi madre? Tengo muchas dudas.
Esa noche―lo que quedaba de ella―la pase en la comisaría. Al día siguiente, luego del desayuno que me dieron, me llevaron a un reformatorio, CENTRO JUVENIL SANTA MARÍA, leí en la entrada de aquello que más que un reformatorio, parecía una cárcel para jóvenes. Seguramente eso es, solo que suena feo decirlo de ese modo. Pasé de llamarme Micahela Rojas, a solo Micah, como me llamaba mi madre, Micah Martínez fue el nombre que les di para anotarme. Ellos sabían que era un nombre falso, aun así, fue ese el nombre que tendría de ahora en adelante.
Sin darme cuenta, pasaron casi tres años. Al principio fue difícil, pero tenía un techo, cama y comida, no podía pedir más. Hoy era mi cumpleaños, solo yo lo sabía, en este lugar los días festivos no existen. Solo hay días malos, y no tan malos. Aprendí a la fuerza lo que son las drogas. La primera vez que las probé no me gustaron, pero cada vez que tenía un episodio de alucinaciones-así los llamé, episodios-corría a buscarlas, me ayudan, me relajan, simplemente no me importa. Me causa risa. Lo malo de ellas, es que cuando estás en ese trance entre la realidad y todas esas cosas raras que ves, pocas veces te das cuenta de lo que pasa a tu alrededor.
El año pasado para esta fecha me drogué tanto hasta olvidar quien era, y hoy hice lo mismo. Para cuando el efecto de las drogas se me fue, estaba en un lugar que yo recordaba muy bien, pero que, a la vez, no quería estar. Sí, estaba en mi casa, sobre mi cama, y frente a mí, cruzado de brazos, se encontraba mi padre, mirándome fijamente. Recordé todo, el cómo me saco del colegio ese día, casi de los pelos, subimos a su patrulla, no dijo palabra alguna en el recorrido. Al llegar a casa, observé como se quitaba el cinturón grueso que llevaba en su pantalón verde, para luego alzarlo sobre su hombro, y bajarlo con fuerza apuntando a mi cuerpo impactando sobre mi pecho izquierdo hasta la parte baja de mi espalda; bastó sólo un golpe para que yo saliera corriendo a mi cuarto, y pusiera el seguro al cerrar la puerta, pero fue en vano, él rompió la manija y entró, yo estaba sobre mi cama tapada con mi frazada temblando, sintiendo todo el lado izquierdo arderme; el sonido de sus botas pesadas pisar en la madera se hacía más profunda, con cada paso que daba el cambiaba, su piel se volvía escamosa, teñida de rojo, mechones de cabello gris caían al suelo, ojos sin brillo alguno me observaban acechando, con su mano libre tomó la frazada y la quitó, mostrándome una terrorífica mueca de placer en su rostro, con unos dientes amarillos de los cuales brotaba espuma cada vez que agitaba la correa de cuero y vociferaba gritos, gire la vista, y el espejo frente a mí me mostraba lo que no era capaz de ver.
- ¿Sorprendida? -dijo él, al verme en un estado de shock. -Quería darte una lección dejándote en ese reformatorio.
- ¿Lo sabías? ―le pregunté tontamente, era obvia la respuesta.
-Por supuesto, ¿Quién crees que soy? -dijo prepotentemente y empezó a caminar colocándose a lado mío, mirándome con esos ojos sin brillo, y sin sentimiento alguno de culpa.
Me arrinconé sobre la pared y empecé a buscar en los bolsillos de mi camisa, de mi pantalón, sin encontrar nada. Alcé la mirada.
- ¿Buscas estos? -dijo mostrándome la droga que tenía guardada entre mis ropas.
- ¿Dónde está mi madre? -pregunté tratando de evadir el hecho.
-Es una lástima...Micah. -dijo mi nombre con un tono irónico-Tendré que llevarte a otro tipo de reformatorio, no estás bien de la cabeza, no sabía que consumías drogas desde niña, y tenías esas alucinaciones. Lo sé todo, me reportaban todo lo que hacías. ¿Será por eso que también mordiste un cable de corriente provocándote la perdida de la vista?
- ¡Eso es mentira! Yo no las hubiera tomado de no ser por ti. -reclamé. Mi corazón se aceleró. Estaba a punto de entrar en un estado nervioso, hasta que dijo algo dejándome helada.
-Lo siento mucho, me temo que ésta será la última vez que nos veamos. -dijo mientras se alejaba hacía la puerta de mi dormitorio-Con respecto a tu madre...ella se suicidó, no aguantó el que te fueras de casa. - «¿Qué?» Fue lo que mi boca probablemente hubiera pronunciado si hubiera podido hacerlo. -Espero te traten bien en el manicomio.