Marx y Sadira pasan el tiempo en un campo de vistosas flores de los alrededores de la Ciudadela. Marx está tumbado y con los ojos cerrados; a su lado, Sadira de rodillas y de forma sigilosa cava un pequeño agujero en la tierra. Viste un básico y desgastado vestido blanco que no se molesta en no manchar. Entierra una pequeña planta que saca de una bolsa de tela y la cubre con más arena. Observa el resultado: su color rojizo destaca entre las demás especies del lugar. Se lleva toda la atención y eso le complace. Al fin y al cabo, es una planta terrestre. El resto solo la imita.
En un movimiento rápido dirige la mirada a Marx. Comprueba que sigue dormido y se posiciona decidida frente a la flor que acaba de plantar. En un intento algo desesperado, sitúa sus manos en torno a la planta. Cierra los ojos con firmeza e intenta emanar un poder de su interior que haga arraigar las débiles raíces de la planta en su nuevo hogar. Solo quiere asegurarse de que sobreviva.
Visualiza en la mente lo que quiere conseguir. Después, intenta transmitir esa energía hacia sus manos. Pero ese poder nunca llega a manifestarse. Abre los ojos y resopla frustrada. La planta yace tan mustia como pocos minutos atrás.
-Te falta confianza -Sadira se sobresalta del susto; por lo visto Marx no estaba dormido. La joven baja la mirada avergonzada.
-Es difícil creer en ti cuando tu propio reino te odia.
Sadira se tumba a su lado. Apoya las manos sobre el abdomen y entrelaza los dedos. Deja que los rayos del sol le acaricien la cara. Eso siempre le trae paz.
-No te odia, simplemente... -Marx se piensa bien qué decir-. no les causas interés.
-¿Y a ti sí?
-Tú lo has dicho.
-¿Por qué?
-Será que tengo complejo de padre.
-Lo digo en serio. No soy tu ángel vinculado, no tienes ninguna obligación conmigo -Sadira se prepara para lanzar una pregunta que lleva algún tiempo rondándole la cabeza-. Tú eres un ángel de la corte y yo ni tan solo puedo hacer algo tan básico como fortalecer una maldita flor. ¿Por qué te molestas en que pasemos tiempo juntos?
-Ya sabes que tu poder no pudo desarrollarse bien en la Tierra. Tardará algo más que de costumbre en manifestarse.
-No es eso lo que te pregunto.
Surge un pequeño silencio.
-Desde luego no son tus habilidades lo que me llama la atención. A decir verdad son bastante patéticas.
Intenta hacer reír a Sadira pero falla en el intento. Ella le dedica una mueca de hastío y se gira para darle la espalda. No quiere ignorarlo, solo que le conceda la respuesta que busca. Marx decide utilizar una de sus metáforas; se sitúa erguido y busca algo con los ojos, que encuentra fácilmente.
-¿Sabes qué es ese lugar?
Sadira, indiferente y desde el suelo, dirige la mirada hacia donde Marx señala. La zona negra se impone desde la lejanía. No sabe mucho acerca de ese lugar, solo que la oscuridad se apoderó de él y nunca volvió a ser lo que era.
-Pues claro: la zona negra -responde seca-. Dicen que quien entra no sale.
-¿Y sabes cómo se originó?
Sadira se piensa la respuesta. Tras un rato, recuerda las palabras que tan insistentemente le han repetido en clase.
-La oscuridad se apoderó de esa parte de nuestro territorio en una de las guerras que libramos contra el infierno. Los demonios la trajeron. Y desde entonces, va creciendo como un cáncer.
-Sí... desde luego esa es nuestra versión de los hechos.
Las palabras de Marx le causan interés y se levanta.
-¿Nuestra versión?
-Pues claro. En una historia siempre hay dos caras que la cuentan.
-¿Es que los demonios opinan diferente? -deduce reflexiva.
-Y tanto. Su versión es que nosotros mismos la creamos. Que al mismo tiempo que dejábamos florecer en nuestro interior pensamientos destructivos, como envidia o desprecio, surgía en nuestro hogar una energía que los representaba. Dicen que la zona negra simboliza nuestra autodestrucción.
-¿Y es cierto?
-¿Es que acaso estás dudando de qué reino lleva la razón?
Marx sabe que la respuesta es afirmativa. Y eso le produce una felicidad inexplicable.
-Sabes... -comienza Marx-, todo ángel en existencia podría jurar y perjurar que la oscuridad no es más que una fuerza negativa en busca de muerte y destrucción, y que envenena cuanto toca de miedo y furia. Están firmemente convencidos de que la luz es la energía superior por excelencia -hace una pequeña pausa y mira fijamente a los ojos de la joven-. Pero tú no compartes esa forma de pensar. Crees en la igualdad de reinos. Y eso es lo que te hace especial.
Aunque en ese momento no lo podía saber, esas palabras se le quedarían grabadas en el subconsciente. Hasta el fin de sus días.
-Pues si tanto repudian la oscuridad, ¿por qué no restauran la zona negra?
-Por muchos siglos intentaron recuperarla, pero no es tan sencillo. La zona negra lleva tanto tiempo con nosotros que se ha arraigado en nuestro cimientos.
Sus palabras le dan que pensar. Al fin y al cabo, la zona negra no fue siempre oscura. Hubo un día en que gozaba de luz, y por cuestiones externas a ella se le fue arrebatada. Sadira empatiza con ella.
Aunque en el cielo no se experimenta la noche como tal, si se atenúa la intensidad de los rayos del sol. Esa es la señal de que el día está acabando y es hora de volver.
-Está anocheciendo. Acompáñame a la fuente y luego volveremos a casa.
-¿A la fuente otra vez?
-Sabes que ahora necesita todo nuestro apoyo.
La joven no le discute, aunque no está muy por la labor. Marx y Sadira abandonan el lugar y recorren la Ciudadela hasta alcanzar la plaza Celeste, ubicada increíblemente céntrica. Allí, descienden por unas escaleras de piedra y tierra hasta alcanzar el subsuelo del cielo. Los ángeles no llevan muy bien la falta de luz –y allí abajo evidentemente escasea–, de modo que no suelen hacer visitas muy prolongadas. Ambos hacen saber a la fuente que ya han llegado al subsuelo al grito de:
-¡Estamos aquí!
Segundos después, una esfera blanca, que simboliza la luz en su máxima expresión, se aparece ante ellos. El subsuelo es algo semejante a un laberinto de infinitos túneles subterráneos, de modo que una vez allí la única forma de dar con la fuente es que ella misma te guíe a su través. Además, suele cambiar de lugar cada cierto tiempo; esa es su forma de protegerse. Pero parece que no tiene ningún inconveniente en conducir a Marx y Sadira cada vez que lo requieren.
La esfera va avanzando y ellos procuran no perderla de vista. Tras un rato caminando por un túnel alcanzan una estancia subterránea con tres posibles salidas.
-Es por esta, ¿a que sí? -presiente Sadira, refiriéndose a la del medio. La esfera le da la razón cuando la atraviesa para continuar.
Pronto Sadira se toma la persecución de la esfera como un juego personal. Y a decir verdad, parece que la propia esfera también lo hace. Ambas rompen a correr a un ritmo vertiginoso. Marx, como anciano que es, pronto se queda atrás y comienza a guiarse por el rastro de luz que va dejando la esfera tras de sí.
En una de las esquinas, Sadira no controla la velocidad y se tropieza. La esfera rápidamente llega hasta ella y le envuelve de luz, elevándola sutilmente y situándola de nuevo en pie. El golpe le ha dejado un pequeño rasguño que la luz a su alrededor le cura de forma instantánea. Sadira le agradece con una sutil reverencia y continúan la marcha, pero esta vez más sosegadas.
Poco tiempo después alcanzan la fuente, y la esfera, habiendo cumplido su cometido, retorna a ella. No puede permitirse desperdiciar ni una pizca. Sadira se queda en frente y la observa apenada; no luce para nada un buen aspecto. La Fuente de Luz es un elemento sagrado para los ángeles terrenales, el origen de todo su poder. Una columna de luz débil o inestable presagia malos tiempos, y a juzgar por su apariencia, se avecinan tormentas. Para Marx, la razón de su declive no tiene nada que ver con Sadira. De hecho, él la ve como una oportunidad para su recuperación.
El hombre, que al fin aparece por la puerta, extiende las palmas de las manos en dirección a la fuente. Un potente rayo de luz pura surge de ellas: le cede parte de su poder para hacer la columna un poco más estable. Aunque con sus más de seiscientos años es de los ángeles más poderosos del cielo, su energía es una pequeñísima parte de lo que la fuente necesita para recomponerse. Un granito de arena que Marx no se olvida de agregar día tras día.