1 minuto
Sadira contempla la imponente zona negra a escasos metros de distancia. Se ha marchado con lo puesto, pues Marx no le ha permitido volver a casa ni para recoger sus pertenencias. No puede ver bosque adentro porque gruesos y altos árboles cruzados entre sí hacen de frontera entre la zona negra y los límites de la Ciudadela. Lo que sí puede asegurar es que todo cuanto alcanzan sus ojos es de color negro: los troncos de los árboles, las hojas de la copa, el terreno fangoso e incluso algunas flores marchitas. Todo está engullido por la oscuridad.
Pero eso no la puede detener. Si quiere sobrevivir, debe ser ahí dentro.
Alza la mano y la posa con delicadeza sobre uno de los árboles que conforman la barrera, como queriendo contactar con la zona negra. Al fin y al cabo, la oscuridad es un ente propio con capacidad de pensamiento y decisión. Le transmite su deseo de entrar.
-¿Puedo pasar?
En respuesta, una densa rama cobra vida propia y le golpea horizontalmente en el abdomen, haciéndola caer al suelo e incitándola a marcharse. Sadira se extraña; toda su vida ha crecido con la leyenda de que quien osa entrar en la zona negra no se las ingenia para salir. Pero eso no cuadra con lo que acaba de presenciar, pues parece no permitir el paso a nadie.
-Por favor, no tengo opción -suplica de rodillas en el suelo.
Los árboles comienzan a estremecerse y se balancean ligeramente. La zona negra está inquieta e indecisa, pensando su proceder.
Segundos después, la misma rama que la había lanzado al suelo se dispone ante ella de forma vertical. Sadira la toma y se levanta con su ayuda. Dos árboles antes firmemente enrevesados desenlazan sus ramificaciones y se separan, dando lugar a una pequeña abertura. Sadira entra cautelosa.
Y al hacerlo, quiere salir. Se lo esperaba lúgubre pero no tanto. Ni un mísero rayo de luz penetra en ese lugar. Todo es oscuridad. No se ve nada en absoluto.
Por unos momentos intenta deshacer sus movimientos. Tantea a ciegas la parte en la que debería estar el agujero pero aparentemente se ha cerrado tras de sí. Su única opción es adentrarse en el territorio. Quizá, si avanza lo suficiente, halle una zona en la que logre distinguir algo más que solo sombras. O al menos, a esa idea se aferra.
5 horas
La constante oscuridad comienza a hacerse insoportable. Pensamientos oscuros le invaden la mente; imagina espíritus malignos por doquier, acechándola en cada instante y en cada momento. Se concentra en tomar el control de su mente y no sentir lo que no existe. Por suerte o por desgracia, ella es la única presencia en el lugar.
1 día
La luz es la esencia vital de todo ángel. O mejor dicho, de casi todo. Para un ángel oscuro, como Sadira, la oscuridad se convierte en el motor de su existencia. O al menos así debería ser.
Pero la realidad es muy distinta. Solo lleva un día ahí dentro y sus fuerzas ya comienzan a flaquear. La oscuridad de la zona, lejos de vitalizarla, no hace más que consumir la poca energía que aún conserva de fuera. Energía luminosa, que es la que ella firmemente piensa que necesita. Se le viene a la mente una frase que aprendió hace no mucho: "la oscuridad destruye cada atisbo de luz para alimentarse del vacío que deja cuando se disipa", y sin duda piensa que es eso lo que está haciendo con ella.
Pero de pronto se niega a creer que sea la oscuridad la razón de su fatiga. Si quiere salir de ahí con vida no puede entender la oscuridad como una fuerza negativa, tal y como habló con Marx. Así que simplemente achaca su estado a la "ausencia de luz": no existe energía a su alrededor que pueda sustituir a la que va perdiendo con el mero hecho de vivir. Y la oscuridad no es culpable por ello.
Esa idea, aunque por una parte la tranquiliza, por otra la aterra. Llegará un momento en que su última chispa de luz se desvanezca y, con ella, también Sadira. Su alma angelical se evaporará entre las sombras.
Sabe que si quiere sobrevivir debe dar con una fuente de luz, por mínima que sea. Un débil rayo de sol que logre atravesar la sombría coraza fantasmal, la fragancia inconfundible de una vegetación vivaz o el dulce canto de un pajarito risueño sería suficiente para aguantar unos días más.
Pero en ese lugar la vida no asoma. El viento no sopla, el agua no se desplaza por el cauce de los ríos. Parece estar muerto en vida. O muerto, directamente.
Tres días
Al tercer día se rinde ante la evidencia de que no hay luz que encontrar. Sus fuerzas no dan para más. Su piel luce extremadamente pálida, su boca está reseca, los ojos le duelen de tanta oscuridad y su mente se nubla, limitando sus pensamientos. Se tumba sobre una superficie rocosa y se limita a esperar lo inevitable. Piensa que así, con un gasto mínimo de energía, retrasará su partida lo máximo posible. Cierra los ojos débilmente. Una lágrima se desliza hasta caer al suelo.
1 semana
Sadira, o lo que queda de ella, hace días que yace inconsciente en el lugar que escogió para su último suspiro. Algo la aferra a la vida aunque no se sabe muy bien qué.
Un rayo de sol consigue atravesar la densa capa de ramas que cubren la zona negra. Entre tanta oscuridad, incluso emana un brillo especial. Pero el territorio es muy extenso y el rayo ha caído muy alejado de Sadira.
La oscuridad de la zona negra podría destruirlo en cuestión de segundos, pero ese no es el destino que tiene preparado para él. Tampoco lo es dejar que se disipe.
La oscuridad se abre al paso del rayo, intensificando su poder y conduciéndolo hasta Sadira.
Luz y oscuridad recorren juntos un camino de varios centenares de metros con un objetivo común.
Una vez alcanzan a Sadira, la oscuridad retrocede para dejar actuar a la luz.
El rayo de sol baña a la joven con tanta intensidad que le ciega, pero esta vez no de penumbra. Se produce un gran resplandor que dura varios segundos. Aunque poco a poco, sus capacidades se restablecen.
La oscuridad la quería viva.
Y la ha salvado.