Capítulo 3 Conspiración de cumpleaños

La música sonaba en algún lugar de la casa, o solo en mi mente. Era mi teléfono, aullando desaforado al ritmo de la banda favorita de mi hijo mayor, Orlando. Odiaba cuando se metía con mi teléfono. Revolví la cartera, dejando caer al piso todo su contenido. Era un mensaje de texto. Resoplé mientras escaneaba quien lo enviaba.

¡Feliz cumpleaños! ¿Vienes?

Era Robert, de la editorial. ¡El diablo y todos los ángeles caídos al infierno! El corazón se me salía del pecho mientras corría escaleras abajo.

Con una mano cerré la puerta y con la otra accioné el comando a distancia de la camioneta. Trepé de un salto y salí en reversa hacia la calle, haciendo chirriar los neumáticos contra el pavimento. En el primer semáforo respondí su mensaje. En seguida entraron otros dos, de Hellen y Marta, preguntando lo mismo. ¡Diablos!

Estoy en camino.

Le respondí en uno solo a las dos.

Mientras entraba a la autopista ejecutaba la típica rutina de la mujer eternamente demorada: Trataba de arreglar mi cabello y maquillar mis pestañas con una sola mano, aprovechando mí reflejo en el espejo retrovisor. Lo de siempre.

La desgracia de la hora pico rumbo a Londres se convirtió en una bendición, o cuanto menos un reaseguro de que no me estrellaría contra un inocente, en mi carrera contra el reloj.

Miré alrededor, maldiciendo por lo bajo, mientras la señal de la M16 se alejaba de mi camino. Eso me demoraría aún más. Decidí llamar a Ashe.

–Hola.

–Feliz Cumpleaños –canturreó la más joven de mis amigas.

–¡Gracias!

–¿Dónde estás?

–Atascada – me justifiqué.

–¡Diablos Kiks, se nos pasa la hora! ¿Qué te demoró, si hoy no llevaste a los niños al colegio?

–Bueno –¿Por dónde podía empezar?

–¿De nuevo la Internet? Diablos, te estamos perdiendo por ese maldito extraterrestre.

–Él no tiene la culpa –Ahora podía culpar al actor de la película–. Estoy en camino, Ashe. Pueden empezar a festejar sin mí.

–No seas imbécil. Apúrate o no hay regalo para ti –Y cortó la comunicación.

Arrojé el teléfono a un costado y tuve que capturarlo en el aire cuando otro mensaje anunciaba su arribo al ritmo de Mooxe. Tenía que cambiar el alerta ya, pero sin Orson – mi hijo genio de la tecnología– en las inmediaciones, sería imposible. Suspiré derrotada mientras leía el nombre de origen. Alexa.

Feliz Cumpleaños. ¿Te veo a la tarde?

Respondí que sí sin dejar de mirar adelante. Justo ese día, tenía uno y mil compromisos sociales cuando lo único que quería era estar atornillada frente a la laptop para hablar más con él.

Pero algo me iluminó de esperanza: quizás a la noche podría verlo. Y así de rápido la ilusión se evaporó, recordándome que era la chica del cumpleaños.

¡Diablos! Todavía tenía que retirar la comida para la cena, porque era un hecho que no iba a encerrarme en la cocina el día de mi cumpleaños. Tendría que salir corriendo del almuerzo con mis amigas para llegar al gimnasio y después tener tiempo para tomar algo con Alexa y después ir a buscar a los niños. Y correr como loca ordenando lo que no había hecho en toda la mañana por estar babeando sobre el teclado mientras Trevor Castleman me escribía del otro lado del océano.

Dejé el teléfono en la luneta delantera y revolví buscando el brillo labial. Miré hacia delante: estaba en el medio del puente y ni siquiera podía utilizar el carril de emergencia. La línea se movía a paso de hombre.

Para evitar volver a maldecir, puse música. Mooxe de nuevo, la última adicción de Orando, y la mía también. Canté en voz alta mientras me incorporaba y me acercaba hacia el espejo retrovisor para pintar mis labios. Relájate Kristine.

La canción terminó pero sus acordes seguían sonando como a lo lejos. Era el teléfono de nuevo.

–¡Estoy en camino! –grité mientras me estiraba sobre el volante y alcanzaba el aparato. Un bocinazo me hizo reaccionar y avancé dos metros. Miré con furia a través del

retrovisor al taxista con turbante que me hacía señas para que avanzara. Abrí el teléfono sin sacarle los ojos de encima y contesté–. ¡Estoy en camino!

–Hola cariño.

–¡Omar! –Inspiré con fuerza–. Hola.

–¿Qué te pasa?

–Estoy demorada. Las chicas me están esperando en la editorial para ir a almorzar y estoy atascada y...

–Mira a tu derecha –Levanté la vista y en el carril contrario mi marido me saludaba desde la ventanilla de su automóvil. Sonreí sintiendo cada fibra de mi ser llenarse de la luz con su mirada.

Abrí la puerta y caminé hasta la baranda del puente, siempre sosteniendo el teléfono en la mano. Él me imitó con una sonrisa traviesa en los labios, acercándose todo

lo que pudo.

–Hola –dije sonriéndole a la distancia, inmersa en una burbuja, mis tribulaciones del día reduciéndose a motas de polvo que flotaban a la luz.

–¿Cómo estás? –preguntó, con la suficiencia que lo caracterizaba, convencido de que ese solo gesto había cambiado mi desesperada carrera contra la nada.

–Ahora mejor –Me apoyé en la baranda de mi lado del puente–. ¿Dejaste a los niños?

–A los tres. No olvidé a ninguno. La maestra de Owen me recordó que tenemos reunión con ella la semana que viene.

–Sí, pero solo para felicitarnos, no tengas miedo.

–Estoy seguro de ello. ¿Qué hiciste toda la mañana?

–Lo de siempre –mentí.

–¿Necesitas que te ayude con algo? –Repasé mi lista de cosas para hacer.

–¿Podrías retirar la comida para esta noche en Macy's?

–Seguro.

Mi sangre volvió a hervir por los deseos inconclusos de esa mañana.

–Puedo compensarte esta noche. – Mi voz quiso imitar un ronroneo sensual pero se mezcló con las acaloradas bocinas de alrededor.

–Es tu cumpleaños cariño, mereces esto y mucho más.

–¿Es una promesa? –Meneó la cabeza, resignado, a sabiendas que mi mente se convertía en una autopista de un solo carril cuando de sexo se trataba.

El ruidoso ambiente tornó insostenible la conversación y sus derivaciones eróticas, aunque podía sentir el calor del deseo escalándome el cuerpo. Caí en cuenta de que éramos nosotros, ahora, los responsables del embotellamiento.

Arrojé un beso al aire en su dirección mientras desandaba apurada mis pasos a la camioneta. Por sobre el hombro pude verlo esforzarse para capturarlo y llevarlo al bolsillo izquierdo de su chaqueta, justo sobre su corazón.

–No puedo esperar –dije emocionada, saltando a la camioneta, arrancando y acelerando sobre el pavimento despejado, ignorando las maldiciones que se multiplicaban a mi espalda. Volví a poner música y cantar, iluminada por dentro, mientras aceleraba por la autopista.

k

Llegué a la editorial y entré por la rampa al subsuelo. En una violenta e impecable maniobra, estacioné en un espacio libre y bajé como un rayo, corriendo escaleras arriba a la planta baja, mientras me reacomodaba la chaqueta, con la cartera flameando detrás mío y el teléfono en la mano.

El ascensor se cerró en mis narices y quedé ahí, respirando agitada, mirándome en el reflejo del aluminio de las puertas automáticas. La recepcionista y el guardia de seguridad me saludaron con la mano. Cuando abrió sus puertas, Robert Gale estaba allí.

Bobby y yo trabajábamos en el mismo departamento de la editorial Illusions, solo que él lo hacía dentro de la planta estable como traductor y yo como editora externa.

Él era mi amigo, pero antes habíamos tenido ocasión de trabajar en proyectos en conjunto, y en sus cortos dos años en la editorial había escalado más posiciones que los históricos de la sección, llegando a ser considerado, casi en secreto, el segundo en mando detrás de la jefa –que dicho fuera de paso, era mi mejor amiga–

Se lo había ganado, y el chico venía con el paquete completo. Era inteligente, eficiente, caballero, divertido, sagaz y carismático, pero a todas esas cualidades se podía llegar solo después de superar el momentáneo lapsus de me-morí-y-estoy-en-el-cielo, luego de mirarlo a los ojos, darse un chapuzón en ese color celeste grisáceo que parecía mutar según el vestuario que eligiera.

Yo podría haber sido una más de sus víctimas, si él tuviera quince años más y hubiera tenido tiempo de verlo en detalle, pero nuestro primer encuentro tuvo otros matices: Dos años atrás, él todavía era solo un nombre cuando llegué a la editorial, cargada con mi cartera, una mochila violeta de Barney y una carpeta desordenada, desbordando de hojas con un proyecto que no había podido enviar por mail porque mi conexión a Internet se había suicidado.

Owen, mi hijo menor, que por ese entonces estaba por cumplir cuatro años, colgaba de mi cuello en el medio de un épico berrinche post negativa de quedarse en el Jardín de

Niños. No hubo margen para caer rendida al hechizo de su mirada: apenas si pude saludarlo.

Minutos después, mientras investigaba en qué rincón de la editorial se había escondido mi hijo, los descubrí en su escritorio, y fue Robert, después de una sesión de diez minutos de juego con el pequeño y sin conocernos, quien me dio el empujón necesario para hacer los estudios que confirmaran lo que ya sospechábamos en casa: Owen estaba fuera del rango de inteligencia de su edad. Muy afuera. Muy arriba.

Desde entonces, Robert se convirtió en el mejor amigo de mi hijo fuera del colegio. Owen demandaba casi con desesperación visitarlo, como si hubiera descubierto una

fuente de combustible inagotable a su creciente inteligencia. Y yo tenía una buena excusa para visitar a mis amigas más seguido, con niñera incluida.

Y así fue como ese jovencito, demasiado maduro para su edad al igual que mi hijo menor, pasó a convertirse en mi cuarto hijo, mi hermano adoptivo y el primer hombre que accedió al título de "amigo" en mi vida sin querer utilizarlo para meterme en una cama.

Como si todos esos atributos no fueran suficientes para adorarlo, su nombre me retrotraía al único recuerdo feliz de mi infancia: Mi perro Bobby.

Retrocedí un paso y él caminó sobre mí con las manos en la espalda.

–Siempre tarde, Kristine Martínez –dijo torciendo la boca y meneando la cabeza simulando un gesto enojado.

–Lo siento –La mueca cambio a una devastadora sonrisa y estiró su mano hacia mí.

–Feliz cumpleaños, Kiks –Me entregó una bolsa de papel madera con un moño de cinta rústica. Arrugué la frente e investigué el contenido: era un libro.

–¿Éblouisse?

La cobertura negra brillante con las manos de una pareja, entrelazadas en relieve era, cuanto menos sugestiva, aunque la contratapa lo decía todo: Ella estaba deslumbrada –y de ahí el título– por él. Y él con ella. Romance tradicional que involucraba sangre y vampiros. Sonreí dando vuelta de nuevo el libro para contemplarlo.

–¡Gracias!

–Los vampiros te necesitan de regreso. Es de una autora francesa que está haciendo furor. Tendríamos la distribución si Wathleen se despertara. Y ya que puedes, aunque aparentes lo contrario, lo leas en su idioma original –Lo abracé y él retrocedió un paso, sorprendido.

–¡Gracias! ¡Es fantástico! ¿Cómo no lo descubrí antes?

–Porque fuiste abducida por los extraterrestres –dijo haciendo el saludo vulcano.

–Yo no pienso así.

–Tú no piensas, Kiks.

¡OK! Aquí vamos de nuevo. Engarcé a bolsa en mi muñeca y revolví mi cartera simulando no haberlo escuchado.

–¿Qué buscas? ¿Un pañuelo?

–No. Una galletita para ti, Bobby. Hoy te la ganaste.

Nuestro eterno duelo personal: Robert sabía lo que yo odiaba los chistes de rubias y yo, que le encantaría estrangularme cada vez que lo llamaba Bobby, en clara alusión a mi mascota de la infancia, y que lo tratara como tal.

–Genial, – dijo haciendo una cara.

–Vamos Bobby, sabes que te quiero.

–Lo sé. Tengo que hablar contigo.

Ante la mirada de la recepcionista, el portero y el guardia de seguridad, me arrastró a un costado y me cercó entre la pared de vidrio y sus dos brazos. Si su actitud acosadora y aire conspirador de por si no fueran extraños, su tono parecía sacado de una película de espionaje. ¿Qué pasaría? ¿Alguna de sus últimas conquistas se había convertido en algo más que una arruga en sus sábanas? La intriga ganó por sobre mi apuro.

–Dime.

–Estuve pensando...

–Me sorprendes –lo interrumpí. Se llamó a silencio y apretó los labios–. ¿Sobre una mujer?

–Sí.

–Eso ya no me sorprende tanto –dije por lo bajo.

Volvió a poner los ojos en blanco e ignoró el comentario para no discutir otra vez. El tema debía ser importante.

–¿Qué piensas de organizar una fiesta sorpresa para Marta en la editorial?

–¿Qué? ¿Una fiesta de cumpleaños? –dije incrédula.

–Sí.

–Que –enfaticé acompañando cada palabra con un puntazo de mi dedo en su pecho– por ser el autor intelectual del hecho, no solo te despedirá, sino que te matará para después resucitarte y arrancarte la piel vivo para que lo sufras despierto. Y a mí me subirá a una pila de sacrificio y me quemará viva por bruja cómplice.

–Exageras.

Lo miré enarcando una ceja y el gesto valió más que mil palabras.

–OK. Podríamos tratar de que no se entere que nosotros estamos detrás de esto.

–Bobby, Marta odia las fiestas, y no es una manera de decir. Cualquier fiesta. Ni siquiera hablemos de una fiesta para ella.

–Se lo merece –murmuró.

–Y yo más que nadie te apoya en esa moción, pero...

–Cobarde –siseó, interrumpiendo mi excusa.

Retrocedí poniendo distancia entre los dos y lo miré desconcertada. Bajó los brazos y me liberó.

–Ve, antes de que te amarren en un potro y te azoten por impuntual –Apoyé una mano en su pecho y se retiró para darme espacio.

–Vas conociendo a mis amigas –Sonreí mientras se inclinaba para dejar un beso en mi mejilla y le golpeé el brazo con cariño–. Gracias por el regalo.

–Saluda a Owen de mi parte.

–Lo haré.

Salió de la editorial mirando el cielo, como si temiera que se le viniera encima y yo aproveché para arrojarme dentro del ascensor.

            
            

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