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Alexa Levy era una de las pocas madres del colegio con las que había estrechado
una amistad. De hecho, era la única con la que tenía un vínculo más allá de vernos en las
reuniones de padres, cruzarnos al retirar a los niños o dejarlos en algún cumpleaños.
Tenía un año más que yo y el mismo complejo con esos números que seguían creciendo,
año tras año sin pausa, y sin reflejar nuestra verdadera edad interna.
Era CEO de una de las empresas de construcción y materiales más grande de
Inglaterra, un genio financiero en faldas cortas, "un cerebro asesino encerrado en un
cuerpo para el pecado" como se definía ella misma, líder de una empresa llena de
hombres, para un mercado masculino por excelencia. Nos habíamos conocido cuando se
mudó de Birmingham a Londres y su hijo Elliot entró a la misma sala de cuatro años que
Owen, convirtiéndose en amigos inseparables.
Pese a tener un trabajo abrumador y exigente, Alexa tenía como prioridad uno a su
hijo, haciéndose su tiempo para dejarlo en el colegio, retirarlo y asistir a cuanta reunión y
clase abierta él participaba. Eso la hacía correr como loca todo el día, pero el precio valía
la pena.
Alexa era madre soltera. Nunca hablaba del padre de Elliot. Y el niño no parecía
tener mucha más idea que nosotros.
Dejé la camioneta en el estacionamiento junto su Audi. Bajé arrastrando conmigo
mi nuevo bolso y entré al gimnasio saludando a la recepcionista para ingresar en el
vestuario. Alexa ya estaba preparada, sentada en el banco frente a las duchas,
anudándose las zapatillas, sosteniendo su teléfono celular al oído con su hombro.
–No... no... no me importa. Pide las reuniones de consejo que quieras, a mí no me
interesa... no nos van a obligar a rebajar calidad por precio. Acá tienes una obligación,
no solo con los clientes... sino también con la gente que va a vivir en los lugares que se
construyen. Si los ladrillos bajan de grosor, mantendremos otros proveedores. Es una
estupidez... no... lo veremos cuando llegue. Perfecto. Adiós.
Cerró el teléfono con fuerza y le gruñó como un perro enfurecido. Levantó la mirada
y me sonrió como si la conversación nunca hubiera existido.
–¡Feliz cumpleaños!
–¡Gracias! ¿Sigues peleando con tus empleados?
–Lo de siempre –Se puso de pie para abrazarme y después de un sonoro beso, hizo
aparecer de la nada, una bolsa plateada.
Abrí los ojos al reconocer las dos letras entrelazadas: destrocé el empaque con
impaciencia ay encontré un conjunto de D&G en negro y plateado:
Una camiseta negra ajustada con breteles negros bordados con el logo de la marca,
cartera y anteojos repitiendo el logo.
–¡Gracias! ¡Es fantástico!
–Sabía que te iba a gustar.
–Esto debe salir una fortuna –dije probándome los lentes de vidrios oscuros frente
al espejo. Alexa chasqueó la lengua mientras se ajustaba las calzas.
–Te lo mereces. ¿Qué más te regalaron?
Me deshice del conjunto deportivo, sosteniéndolo con una mano y el bolso en la
otra.
–La camiseta y el equipo de gimnasia, estas zapatillas y el bolso. Mis amigas me
regalaron un par de botitas blancas. ¡Ah! Y un libro.
–Había pensado en zapatillas como otra alternativa.
–Pero esto –dije colgándome la cartera y exhibiendo la bolsa– ¡Es fabuloso! ¡Gracias!
Entramos a la sala Pilates para iniciar la rutina bajo las indicaciones de la
instructora. Después de casi un año de práctica sin interrupción, nos castigaba sobre las
camas, haciéndonos sentir el rigor de su yugo, en el camino de las ancianas por querer
mantener las curvas en su lugar contra el paso del tiempo y el efecto de gravedad.
Terminábamos extenuadas y doloridas, pero felices con los resultados.
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Después de la ducha, estrené el regalo de mis hijos y desenredé mi cabello con
cuidado mientras Alexa volvía a su uniforme de guerra: Traje negro de pantalón y
zapatos de tacón grueso, altísimos, de MarcusZ. Chequeó el reloj y los mensajes en su
celular.
–Veintiséis mensajes en una hora. ¿Estarán tratando de romper algún record y no
me enteré?
Salimos del vestuario y nos metimos en el mismo bar del gimnasio. Nos sentamos
en uno de los box que daba a las ventanas donde, en un jardín trasero, algunas personas
practicaban Tai Chi Chuan.
–No sé como haces para desconectarte de semejante trabajo. No todo el mundo lo
logra –dije sin ocultar admiración.
–Si no lo hiciera, no podría llevarlo adelante.
–Aleluya por mi trabajo desde casa. No creo que pudiera volver a encerrarme en
una oficina.
Sin necesidad de llamarla, la camarera se acercó y pedimos un par de bebidas
naturales.
–Yo creo que mi oficina es uno de los lugares que menos piso de la empresa.
Aleluya por el teléfono celular.
–¿No te resulta esclavizante? –le pregunté con genuina curiosidad.
–No, porque yo lo domino. ¿Ves esto? –dijo mostrándome el botón de encendido–,
lo presiono y mágicamente desaparece.
–Eres mi ídolo –Miré por la ventana el sereno movimiento de las personas en el
jardín.
Alexa me bajó a tierra antes de que empezara a volar.
–¿Sientes que ya tendríamos que estar allí?
–Ni loca. Tendré que pasar la barrera de los 70 para meterme en eso.
–Exagerada –dijo entre risas–. Abrieron un horario de Kick Boxing si te interesa –
Tomando el vaso de la mesa, fue mi turno de reír.
–Ya no tengo fuerzas para Pilates que es algo pasivo. Estoy pensando en hacer un
descanso –Me recosté en el silloncito y bebí el jugo de naranja con hielo.
–Yo voy a tener una serie de viajes de negocios pronto. También pensaba tomarme
este mes.
–¿Cómo harás con Elliot?
–Mi madre vendrá a ayudarme.
–Genial. Avísame si necesitas ayuda. Puedo llevarlo a tu casa después del colegio.
–Eso sería ideal. Mi madre no se desenvuelve bien en Londres. De hecho, odia
Londres.
–No sé por qué –dije con flemático sarcasmo. Ella solo se encogió de hombros.
Bebimos hasta el final con placer y pedimos una segunda ronda, como si de
Margaritas se trataran.
–Oye, ¿dejarás ir a Owen al campamento de noviembre?
–No lo sé; supongo que sí. ¿Elliot irá?
–Si Owen va.
Pude entender sus miedos y dudas, ya había estado allí, dos veces antes que ella, y
aun así, yo era mucho más reticente a soltar a mis pichones al mundo. ¿Podían estar ellos
sin mí? Claro que sí. Ese no era el problema.
–¿Qué piensas? –Alexa me conocía, por lo menos en lo que a mis hijos se refería.
Por eso, traté de parecer superada.
–Bueno, ya tiene seis años... –dije. Cronológicamente hablando, me corregí, porque en
lo que hacía a su madurez e intelecto, Owen bien podría tener dieciséis.
–Exacto. Tienen seis años: ya pueden cortar el cordón umbilical –Y se bebió el resto
del jugo como si de whisky se tratara. ¿Se quería dar fuerzas a sí misma, o a mí?
Tomé el segundo vaso de jugo sin encontrar fuerzas ni respuestas en él. No estaban
allí, sino en mi realidad: Mis hijos estaban creciendo rápido, muy rápido. Ya no me
necesitaban. El fugaz deseo de que volvieran a ser pequeños atravesó mi pecho, pero
desapareció reemplazado por un nuevo bebé.
Sacudí la cabeza enojada conmigo misma. Nueve meses de embarazo destruirían
cinco años de trabajo intensivo. De ninguna manera.
–Tienes razón. Sí. Lo dejaré ir –dije sin vuelta atrás. Ella se mostró contenta.
–¡Fantástico!
Su teléfono sonó y miró el identificador de llamados, para poner los ojos en blanco
y atender con fastidio.
–¿Qué pasa? Estaré en la oficina en una hora. Déjame los informes –Cortó sin
saludar y se apretó las esquinas de los ojos.
–¿Quieres que vaya a buscar a Elliot y lo deje en tu casa? –Tuvo un momento de
duda, pero Elliot solía perdonarla si podía estar un poco más con Owen–. Mejor aún: lo
llevo a casa y lo pasas a buscar por allá. Te ahorrarás el reproche.
–Eres un ángel, ¿lo sabías?
–Sí. Un ángel caído del cielo.
Llamó por teléfono al colegio avisando que yo retiraría a su hijo y partió a la oficina.
Yo todavía no había subido a la camioneta cuando ella ya había desaparecido a toda
velocidad del estacionamiento.
Cerré la puerta y antes de poner la llave en el contacto, la música irrumpió dentro
de mi cartera. Me apuré a buscar el aparato y contesté sin mirar quien llamaba
–Hola.
–¿Averiguaste algo? –Su voz era demasiado impaciente como pasa siquiera saludar.
–Hola Bobby. Sí. Traté. Varias veces. Pero esquivó el tema de su cumpleaños como si
fuera una enfermedad terminal.
Miré por la ventana mientras me acomodaba el cinturón de seguridad. El típico
atardecer de otoño se estaba anunciando. Las palabras de Trevor extrañando nuestra
ciudad, resurgieron en el recuerdo.
–Sigue intentando, tenemos tres meses por delante.
–OK. Pero no te ilusiones.
–Gracias Kiks.
Robert cortó la comunicación y me quedé mirando el teléfono como si hubiera un
ruido extraño en la línea. El chico estaba perdiendo la razón entre tanta cerveza y chicas
fáciles.
Cuando salí del estacionamiento, ya estaba lloviendo. Bienvenida a Londres. En otro
momento, hubiera deslizado una maldición, pero esta vez, abrí la ventanilla y dejé que el
rocío de la llovizna me pegara en la cara.
–Trevor dice: hola.
Encendí la radio, subí el volumen y puse proa al colegio de mis hijos.