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MI POBRE PAÍS RICO

edward2290
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Capítulo 1 1

CAPÍTULO I

Se le miró en todo el país e inclusive, más allá de sus fronteras. Se trataba de un hombre que lucía hondamente consternado. Una gran estela de desdén lograba que se acentuara aún más, el terrible sentimiento de ineptitud que ya lo ahogaba en el mar de un fracaso que sentía que lo cobijaba "por ahora". Se le percibió exhausto. Definitivamente ese desaliento resultaba no ser tan reciente. Se supuso esa extenuación, consecuencia directa y lógica de un fatigoso trabajo de meses; tal vez de años. Todo devino de las labores estratégicas ideadas pacientemente, con las que se quiso alcanzar una ansiada meta; pero que infortunadamente para él y para un gran número de sediciosos cómplices, resultaron ser un estrepitoso fracaso. El cantinfleo que expresó ante las cámaras de televisión que tomaron su imagen y la enviaron alrededor del mundo, denotaron su miedo, su temor a lo que vendría después de esa intentona que no había podido alcanzar sus propósitos, tal como se los hizo saber a sus compañeros de armas que se mantuvieron distribuidos en las principales ciudades de ese país; tan pronto se hubo rendido. Un país cuyos cimientos fueron movidos de manera colosal por aquel grupo de golpistas asesinos. Transpiraba copiosamente y los movimientos involuntarios que hacía con sus manos, denotaban definitivamente; turbación e impotencia.

El sudor empapaba su frente y se deslizaba inquieto por el resto de su cara, para mojar luego aquella chaqueta de gruesa tela color oliva. Su parlamento fue después algo pausado, descifrable; parecía ensayar en su mente cada palabra antes de ser pronunciada. O era acaso una estrategia con la que quiso causar algún efecto en quienes le escuchaban hablar como un mojigato, tal vez como un héroe. En su mente se dibujaba algo que tuvo que causar pánico; pero que no lo hizo. Pocos lo entenderían: la vuelta del militarismo después de su caída hacía varias décadas. No por gusto, en un futuro que se presagiaba cercano, ese hombre sería percibido por muchos como un estratega sin par, táctico brillante, habilidoso, sagaz y muy perspicaz. Se trataría de un insólito fenómeno de autoengaño social que los años futuros se encargarían de desenmascarar.

En aquel momento que paralizó al país, aquel hombre afligido, en definitiva, se convertía en la esperanza de un pueblo. Su talante reflejaba el resultado de lo que siempre ha de evitarse a toda costa; la improvisación. Definitivamente, todo ese barullo no era más que un complot pobremente concebido que únicamente pudo haber tenido éxito, si los insidiosos hubiesen logrado ejecutar aquello que se tejía desde hacía mucho tiempo: el asesinato del Presidente de la República. Es decir, algo perturbador y espeluznante. Nada más y nada menos que un verdadero magnicidio. El bestial crimen nacido del odio o de la ambición del poder. Posiblemente de ambas cosas. Significaría realmente un crimen enlodado de odio. No como en un futuro nefasto, un cuarto de siglo después, cuando se privaría de libertad a alguna persona porque soñara con que el Presidente de la República habría fallecido, y comentara entonces ese suceso a alguna amistad, a través de las redes sociales. Un grave delito por la sencilla razón de haber soñado. Soñar, algo que ocurre de manera involuntaria. Se tildaría a quien osara tener un sueño de ese tipo, de autor de un grave delito llevado a cabo con premeditación y alevosía; de haber cometido el delito de odiar. Un delito con muchas agravantes, para el que negaban medidas alternas.

Era preferible en ese entonces, ser acusado de homicidio que de esa detestable imputación jurídica. Lo que ocurrió aquel día sí que fue un magnicidio en grado de frustración. No como la contravención fantasma que veintiséis años después tanta alharaca producirá, rayando en lo fantasioso y eso que supuestamente, según una grotesca investigación, habrá de ser frustrado. Nadie, absolutamente nadie se creerá aquel artificio que rayará en lo ridículo. Ni ellos mismos, los desmedidos autores de las más caricaturescas fantasías presidenciales; se creerán semejante sátira. Y aquel que mucho antes, pregonará un líder mirándolo por doquier como un fantasma. Sí, aquel mandatario que no dejará de decir constantemente que medio mundo querrá matarlo. El mismo que divulgará casi que a diario, que una diversidad de Estados estarán confabulando en su contra. Será un poco disimulado miedo el que constantemente sentirá, de que sus opositores le lleguen a hacer todo aquello que él, sin recatos, quiso hacerle a un gobernante años atrás. En fin, dicen que cada ladrón juzga por su condición.

Era comparada aquella bestial falta de coordinación con el idiotismo. Aquel hombre, al momento en que estuvo frente a frente con lo planificado desde hacía años, se sintió más preocupado de una delación que de una eficaz coherencia de las labores; además que de la correcta actuación de las unidades implicadas en aquel movimiento antipatriótico. Fue una cobarde traición a la patria, hecha por verdaderos seres que debieron llamarse sencillamente, apátridas. Había llegado ese día de febrero. Significó un juramento de unidad que luego se traduciría en un derroche de riquezas a las manos indebidas. Todo el país estuvo pendiente del transcendental suceso. Significó una esperanza venida desde algún sitio oculto, desde un sitio inesperado. Había recién llegado el día que trajo un despelote en todos los rincones. La gente se preguntaba suspicaz: « ¿Qué estará pasando que hay tanto alboroto? » Unos decían que habían llegado los gringos a llevarse los recursos. Otros que había estallado la guerra, aunque no decían por qué, ni contra quien. « ¡Se alzaron los militares! », gritaban desde la terraza de un edificio antañón. Hasta los más ortodoxos decían que era algún castigo de Dios. Lo cierto era que, incluso antes de la llegada de la albura, se había comenzado a escuchar ruidos pocos comunes en varios lugares.

Ya era habitual percibir los estertores de la delincuencia. Con ellos se reflejaban los eternos disparos y las otras extravagancias que la noche amplificaba para extender también, el terror de los habitantes pávidos que ya estaban al resguardo; generalmente debajo de las camas o en cualquier otro sitio que consideraban medio seguro. Aquella noche, todo resultó distinto. Se escucharon ruidos poco comunes. Fue entonces, de madrugada, cuando se intensificó aquella algarabía, y poco a poco se fueron llenando las calles de personeros venidos desde los cuarteles. Bien de mañana la ciudad estaba atestada de rumores. « ¡Llegaron los extraterrestres! », expresaban los más artificiosos. La televisión y la radio solo dejaban escapar un desastroso ruido que a todos extrañaba en demasía. Los operadores, recibiendo órdenes sensatas, no quisieron causar más alarma y miedo del que ya había. « ¡Quieren matar al presidente! », gritó Gilberto desde un carro que devoraba la distancia y del que solo en segundos, había quedado simplemente una humareda producto de un motor desbaratado. « ¡Es un golpe de Estado! », « ¡Es la guerrilla señores! ».

Eugenio iba camino a la fábrica con la vianda en su mano derecha, livianita porque llevaba poca cosa. Cargaba él mucha rabia. No sabía que era lo que estaba pasando. Lo que fuere, le tenía sin cuidado. Bastantes problemas tenía ya con los suyos y los de su familia. Él solo caminaba presuroso, tratando de ganarle una carrera al marcador de asistencia. Cuando estaba cerca ya de llegar a su sitio de trabajo, dejó de sentir el leve peso de la vianda, dejó de sentir rabia. Dejó de sentirlo todo. Una bala venida de un pueblo que le disparaba al pueblo lo mató. Eugenio nunca se enteraría que era en realidad lo que estaba sucediendo. No tuvo tiempo de enterarse. Él iba concentrado en llegar pronto a su día a día en su trabajo, saboreando amargamente su rabia al pensar que ganaba una lágrima de sueldo. Tremenda rabia sentía contra el sistema capitalista que lo ahogaba, contra todo, contra sí mismo. Con el mísero sueldo de un mes, a duras penas compraba la comida para toda su familia compuesta por cuatro muchachos, su esposa, él y la suegra que, encamada tras una penosa enfermedad, igual comía en abundancia. ¡Ah...! y le quedaba un poquito para enviarle a su madre que vivía en un pueblo del interior. Ella apenas podía comprar con esa miseria, la comida del mes y sus medicinas. No le alcanzaba para nada más a la pobre. Que tragedia la de los necesitados caramba, se repetía Eugenio mientras sus pasos trataban de ganarle tiempo al tiempo. Apenas podía comprar un poco de ropa para los muchachitos, con la finalidad amainar un poco la carga y que no se hiciera sentir tan pesada cuando se acercara la Navidad. Cada mes adelantaba parte de los gastos acostumbrados para el fin de año.

También iba adquiriendo poco a poco, los juguetes del niño Jesús y los ingredientes para la cena de Navidad y año nuevo. Así, trataba de que las utilidades le quedaran casi que intactas para viajar en familia antes de que comenzaran las clases de los muchachos. A él le tocaban sus vacaciones anuales en enero. Esa vez había planificado un viajecito de una semana a una de las islas neerlandesas vecinas. Menos mal que se ahorraba el pasaje en el transporte público, ya que vivía cerca de su trabajo y caminaba hasta él. Por lo menos ese dinerito que se ahorraba, lo usaba para llevar a diario, por la tardecita, panes dulces y chicha para su mujer, su suegra y la "muchachera". Tendría que dejar de comprar la prensa a diario y lo que más de hacía rabiar, era que tendría que dejar de tomarse su caja de cervezas y hacer la parrillada acostumbrada del sábado por la noche, para hacerla entonces quincenalmente. Vaya, que descalabro semejante en la vida de un pueblo. « ¡Este gobierno nefasto que hace sufrir cada vez más a los pobres! », decía en voz muy baja Eugenio cuando aquella bala le destrozó el cráneo, venida desde la azotea de un edificio. De eso ya han pasado treinta años y su viuda lo recuerda diariamente como si acabase de suceder.

Eugenio nació en cuna pobre, como la gran mayoría de los habitantes de ese hermoso país. Hijo de campesinos, nieto de campesinos y si se busca aquel árbol genealógico, habría de pensarse que siempre se encontraría a gente trabajadora. Ciudadanos laboriosos, dignos habitante de un país grandioso. Cuando Eugenio nació sintió su madre algo completamente distinto. Realmente no supo precisar lo que sintió; pero fue como un augurio venido desde lo más íntimo de su corazón, que pocas veces vertía ese eco bendito. Y no era para menos. En primer lugar, porque Eugenio sería el último de sus hijos; prole fecunda que llegó a su terruño para engrandecerlo. Cerraba el muchacho aquel ciclo de sacrificios maternales, de partos laboriosos y en ocasiones; de momentos de hambre y dolor. Su padre no estaba presente, nunca lo estuvo; ni el de sus hermanos ni el de nadie. Era solo Ernestina quien se encargaba de todo. Significaba pues, el despunte de la irresponsabilidad de hombres imbéciles y la irracionalidad de mujeres incrédulas que creen en palabras vacías y promesas infundadas. Daba igual, tonta o no, con ocho muchachos nacidos de distintos padres; significaba una realidad, y esa realidad no daba cabida a cavilaciones ni arrepentimientos. Los tres primeros fueron una seguidilla, uno cada año. Los otros cinco nacieron cada dos años.

Cuando Eugenio llegó a la vida, en aquel país se sentían los pesados y tormentosos abrazos de una dictadura. Se escuchaban hasta en los recónditos rincones, los tropeles de esbirros persiguiendo a quienes no comulgaran con los ideales del gobierno. Se hacían sentir los ecos de los gritos errantes en las mazmorras. Se sentían los lastimeros llantos de las madres buscando a sus hijos, que habían sido apartados de sus hogares cuales bazofias y trasladados a sitios insospechados. Hijos no encontrados jamás. Paralelo a las aberraciones y atribulaciones propiciadas por aquellos secuaces sangrientos y medrosos, a la vez había una verdad inquebrantable. Debajo de sus propios pasos, millones de años contenidos en el subsuelo surgían a aquel presente para elevarlo a las cimas del progreso. Significaba pues, un adelanto económico nunca antes visto en la aquella nación gloriosa. Era el petróleo que manaba bendito. La explotación petrolera había permitido al régimen de mediados de siglo XX, financiar un programa ambicioso de industrialización y modernización, y aunque en los años venideros no quisieran entenderlo, no todo fue represión, tortura y muerte; sino también progreso. La verdad es la verdad, y nos guste o no hay que aceptarla. Aquella férrea dictadura tuvo, a pesar de ello, un clima económico favorable cuyo principal motor fue la expansión de la industria petrolera. Realmente que se modernizó aquel país en ese momento tan aciago de su historia. Esos fueron otros tiempos; después serían anhelados por muchos.

            
            

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