Capítulo 4 4

Evidentemente que dirían que era el gobierno quien estaba matando al pueblo.

La génesis de esa sublevación se había producido unos años antes. Resultó algo así como la gota que rebasó el pote. Fueron una serie de sucesos aciagos que sumergieron a toda la nación en el fondo de un lago lodoso. Los gobernantes probaron durante décadas, una especie de fórmula de ajuste económico neoliberal sugeridos por organismos internacionales. No obstante, la obstinada firmeza de los ciudadanos a adecuarse al novedoso esquema, provocó progresivas perturbaciones sociopolíticas. La protesta vagabunda se hizo indestructible, lo que conllevó de manera rotunda a la profunda insurrección popular, es decir, una estampida social que englobó a casi todas las ciudades del país y donde se originaron desvalijamientos (saqueos) intensivos, quemas de bienes públicos y privados y una desconcierto generalizado. Ese disturbio fue controlado de forma premiosa y tardíamente por el gobierno de turno, con un uso descomedido de las fuerzas oficiales que tuvo como consecuencia, cerca de quinientos muertos (muchos dicen que fue otra la cifra de fallecidos, muy superior a la que oficialmente se anunciara) por acción del ejército.

Ciertamente, desde la noche del día anterior se notaron en ciertos puntos de la ciudad capital, al igual que en las capitales de varios Estados de aquella nación, grupos de militares caminando con pasos apresurados. De cuando en cuando, sobrevolaban bajísimo algunas aeronaves. Dejaban escapar sus estruendos en aquella apagada atmósfera nocturna, que solamente era rasgada por los disparos diversos que se suscitaban en las barriadas marginales. Esa situación no dejó de causar extrañeza, pero, como siempre, la gente se preocupaba por sus cosas y eso era ya bastante. No pasaba el asunto de producir eso, extrañeza, curiosidad, desdén y en algunos; envidia al ver a aquellos muchachos con sus armas de guerra terciadas al hombro, mientras caminaban como si fuesen perseguidos por el diablo, apuraditos. La gente era un poco chiflada, nunca dejaba de estar en la calle. Cuando unos dormían, otros pernoctaban fuera de sus casas haciendo lo que fuere, y luego todo se revertía. Lo cierto del caso, era que siempre había gente husmeando por allí mientras realizaban las más diversas tareas, lícitas e ilícitas. De madrugada, las pocas lícitas eran el vender lo que fuere a los transeúntes. Desde comidas chatarras diversas, flores, licores en cantidades excitantes; así como cigarrillos y café, amén de los diversos diarios que se vendían como pan caliente. De las ilícitas no hay que hacer referencias, por el bendito pundonor que Dios le otorga a cada hijo suyo. Se encargará la imaginación de cada quien de ilustrarse al respecto.

A medida que transcurrían las horas, la muchedumbre observaba más presencia de militares en la calle. Iban y venían en todas direcciones. La extrañeza se acrecentaba a medida que transcurrían las horas y se extendía, así mismo, el número de castrenses que, con las caras contrariadas enormemente, parecían confundidos. Ninguno de ellos hablaba con nadie. Extrañamente no se les observaba fumar o coquetear con alguna chica de las tantas que a esa hora pululaban por doquier, muchas de ellas muy alegres por cierto. Y cada vez eran más las aeronaves que sobrevolaban en la ciudad. La alarma se fue encendiendo poco a poco y llegó a un nivel sorprendente cuando, al aparecer el alba, se observaron a varias tanquetas recorriendo las principales arterias viales de la gran ciudad, ya colmada de su habitual caos en el tráfico automotor y de personas. Cuando eran las seis de la mañana, estaba la situación en su punto más álgido, sobre todo, cuando desde los cielos se pudieron observar a muchos paracaidistas descender de aquellas naves que sobrevolaban desde la noche anterior la atmosfera capitalina. Se sentía un sombrío presagio en el ambiente. Ya a las siete de aquella mañana de un día que pasaría a la historia, las tanquetas y los muchísimos soldados, en su mayoría muchachitos de no más de veinte años asustados; se dirigían de manera rauda hacia donde estaba situado el palacio de gobierno.

La democracia, venida de las manos de valientes luchadores, había destronado a la dictadura hacía años. Habría que detenerse a recordar un instante por ejemplo, a un grupo de valientes muchachos, estudiantes universitarios en su mayoría, llamados "La Generación". Jóvenes que con el tiempo llegaron a ocupar puestos de alta alcurnia en la política y en la administración de la Nación. Hasta cargos de presidentes obtuvieron algunos de ellos. Fueron esas dictaduras, puños de hierro que golpearon inclementes. Quienes no habían sentido nunca el agreste sabor de un régimen militar llegado a gobernar una nación, siempre obtenido de manos de algún contubernio detestable, el mismo que hacía prosternar a la población ante sus canallas ambiciones individualistas; no sabían lo que era sufrir. Regímenes que se hacían notar impolutos; pero que realmente desguazaban la voluntad y la dignidad de los gobernados. Con sobrada razón existe un decir popular que reza que nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde. Entre ocho y diez de la mañana se sintió un deprimente y bestial ataque. En un principio, el embate sanguinario se suscitó en los alrededores del palacio y en la casa presidencial; con la mira puesta en asesinar al Presidente de la República. En alguna de las dos partes tendría que estar el hombre. Afortunadamente ya este, habiendo sido advertido a tiempo, y dada la bullaranga que se hizo durante toda la santa noche y parte de la mañana, amén de que un comentario se escapó de la jeta a alguien; estaba resguardado en un sitio seguro, tomando su desayuno mientras observaba atento por la televisión los acontecimientos, antes de que solo se miraran rayas y más rayas en los aparatos. « De la que me escapé», pensó el gobernante.

Al poco rato se sintió el intento de un golpe militar que procuraba con balas y agresiones, cometer un magnicidio como único medio de dejar acéfalo al gobierno nacional. Al unísono, no se sabía por qué razón, se escuchaban disparos en diversos sitios de la ciudad. En otras ciudades del país también se sintieron las desgarradoras balas que liquidaron muchísimas vidas, inocentes en su gran mayoría. Comenzaron a mancharse las calles de la sangre de muchos seres, ajenos a las míseras pretensiones de aquellos cobardes que echaron por delante a unos chiquillos. Muchos de ellos perecieron sin saber siquiera qué estaba sucediendo. Eran carne de cañón. Significaron los mismos, el escudo que se necesitaba para refugiarse cobardemente tras ellos y avanzar con la finalidad de lograr el cometido.

Alguien tenía que ir al frente para que a ellos nadie los tocara; mientras más grande fuese el escudo mejor. Nada parecía detenerlos. Los soldados quedaban tendidos por todos lados con sus cuerpos destrozados. Los fallecidos eran lamentablemente de ambos bandos, por llamarlos de una manera. Gente del pueblo, connacionales que no tenían nada que ver con los sueños de grandeza de aquellos seres desalmados. Los que quedaban vivos eran rematados por francotiradores, tal vez para evitar delaciones inoportunas. Fueron largas esas horas en las que se sembró el terror. La gente muchas veces olvida con demasiada facilidad o nunca lee los libros de la historia de los países, sobre todo, de Latinoamérica. En ellos, las más acérrimas dictaduras han destrozado al pueblo. Han sido depuestos gobernantes de brillantes talantes y excelsas formaciones académicas, para dar paso a horrorosos tipejos sedientos de poder y riquezas; las mismas que son asidas de manos de la corrupción. Los dictadores de empedernidos actuares, fueron todos militares por cierto.

            
            

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