Había militares por todos los rincones. Se hacían presentes y sin chistar, los disparos de las armas de esos seres a quienes al parecer no les importaba otra cosa que no fuese, derrocar a un hombre que había sido electo con los votos de la mayoría de un pueblo luchador. Los malévolos ataques eran dirigidos a mansalva, acabando con las vidas de quienes no tenían nada que ver con sus ideales. Solo permanecía una idea fija en aquellas mentes desquiciadas; matar al ciudadano Presidente de la República.
El sistema democrático del país daría un vuelco incomparable desde ese instante, ya que los actores de la asonada militar se transformarían en las nuevas figuras políticas, toda vez que los partidos políticos habituales se darían cuenta de que con aquellos sucesos llegaba el fin de cuarenta años de sus presencias protagónicas en el gobierno. Jesús iba pasando justo al lado de Eugenio, cuando una bala asesina venida de quienes tenían el sagrado deber de defender a la nación, le quitó la vida al segundo de los nombrados. La vida y con ella, sus sueños.
En esa nación habían sucedido cosas desastrosas venidas de manos de muchos gobernantes, obsesivos y hasta compulsivos. Pero lo que sucedería con el devenir de los años, luego de aquel cobarde rendimiento de quien se las dio de héroe, de mesías, de salvador y sabrá Dios de qué otra cosa; será algo insólito, algo nunca visto en la historia de esa gran patria. Jesús se sintió en medio de una tragedia de inmensa magnitud por vez primera en su vida. Podría decirse que hasta ese momento había llevado una existencia apacible, una vida normal como cualquier hombre a su edad. En la misma le habían sucedido muchas cosas, algunas de las cuales no muy gratas. Afortunadamente habían sido más las placenteras. Del mismo modo en su trabajo, rutinariamente resultaba testigo presencial de cualquier tipo de tragedias en muchos seres. Era enfermero y evidentemente en el ejercicio de su arte, tenía que estar constantemente cara a cara con sucesos desastrosos y hasta con la muerte. Pero aquella mañana, todo fue distinto. Se daba inicio a la peor de las argucias que haya existido en toda la historia. Aquellos trágicos sucesos desatarían una multitud de acaecimientos que incitarían a todo un pueblo, y a la larga, lo esperanzarían al ver en esas corrientes sediciosas; la llegada de una vida más justa e igualitaria para los más desposeídos. Aquellos golpistas se encargarán, con sus filosofías baratas, de que el pueblo creyera semejantes mentiras.
Justamente cuando transitaba al lado de un hombre desconocido que caminaba en dirección contraria, sintió un sonido extraño; algo como un sonoro destello a su lado. Un horroroso silbido incandescente. No dio tiempo de nada. Sus piernas no le obedecieron en lo absoluto. No logró asirse a un instinto, ya que nada de lo que sucedía era entendido. Aún no sabía el por qué había tanto bullicio, ya que la gente caminaba aprisa, cuando no iban corriendo. Había un excesivo despliegue militar. Ya se rumoreaba la intención que tenían los insurrectos. El palacio presidencial quedaba muy lejos de ese sitio, aun así, había soldados por doquier. Eso le contrarió demasiado tan pronto salió del hospital y se dirigía rumbo a su casa. Ardía de ganas de ver a su hijo. Su bebé de dos años a quien adoraba con toda su vida. En un primer momento pensó que se trataba de alguna maniobra planificada o algún día festivo, en los cuales se llevan a cabo ejercicios militares; pero esos disparos no eran de mentira. Realmente se había negado a creer los rumores que llegaban de todas partes. En algún momento llegó a pensar que se trataba de solo eso; de simples rumores. Se dio cuenta finalmente de que era una cruenta realidad, cuando repentinamente se comenzaron a escuchar detonaciones en todas partes. Precisamente a la hora en que los facinerosos aquellos pretendían tomar el poder a la fuerza. Los jóvenes soldados fueron engañados a salir según, y que para unos ejercicios rutinarios u otras falsedades venidas desde los infiernos.
Ellos se habían extrañado que nunca se les hubiese dicho nada al respecto. Se extrañaron incluso, de la forma misteriosa en que repentinamente les dieron esa orden y esa salida tan tempranera. Tras ellos, un buen número de militares de diversos rangos se escudaron cobardemente. Ninguno de aquellos oficiales pávidos pereció ante las balas asesinas. Esos muchachos entregaron sus vidas sin saber el motivo. Los perversos golpistas incendiaron todo a su paso. A la vil fuerza, tomaron las instalaciones de una televisora del Estado para hacer llegar el mensaje mezquino. Con tan soez finalidad, mataron a los celadores que estaban de guardia a esa hora, sin importarles un bledo que esos pobres trabajadores dejaban esposas e hijos en las más completas soledades y penurias. Veintisiete años después, un tipejo que fue el segundo al mando en el alzamiento armado, ataviado de sus canas sienes y de su tremenda caradura, (en una oportunidad, enojado hasta los tuétanos como candidato presidencial opositor, se había opuesto acaloradamente al régimen que estaba en manos de su otrora amigo de armas insurrectas), declarará al bajarse de un avión, unido nuevamente al movimiento como flamante embajador arrepentido; que en ese país nada se tendrá que lograr a la fuerza.
Condenará, el muy hipócrita, a aquellos "personeros opositores" por sembrar la violencia, cuando su grupo, es decir, los que ejercerán el poder, serán puro amor y paz, paz, paz..., así mismo, definitivamente no sabrán decir otra cosa que no fuese ese monosílabo: paz. No podrán mirar una cámara frente a ellos para expresar a viva voz que imperará la armonía por siempre. Ellos se encargarán de que sea así. Expresará aquel pusilánime tipejo, que ninguna situación del país deberá ser objeto de la violencia. Muerte a los violentos, casi que dirá con una biblia encasquetada en el "sobaco". Al mismo tiempo, toda vez que exaltará la paz, en su mente un baile de divisas se presentará cuando llegue a pensar en los guisos con los que esa cuerda de ladrones, restarán el dinero de las arcas públicas; el mismo que supuestamente el imperio se robará. Paz con hambre como que nunca se habrá de mezclar. Jesús, tan pronto sintió aquel horrendo chifle llameante pasar justo frente a sus narices, observó incrédulo cómo aquella persona que caminaba justo a su lado, se desplomaba sobre el aún tibio pavimento. La mañana había llegado nublada. A esa hora el sol no calentaba muy inclemente. De inmediato, un hilillo de sangre emergió de aquel hombre que comenzó a contorsionarse horriblemente. Zarandeaba las piernas de un modo tormentoso. Así lo hizo durante seis o siete largos segundos. El hilillo de sangre pronto dejó de serlo, para transformarse era un enorme charco que se depositaba bajo aquel cuerpo. Un orificio en plena frente acusaba lo sucedido.
Jesús no salía de su asombro cuando miró que a su alrededor otras personas más resultaban víctimas de certeros disparos en la cabeza. Eran muchos los que caían, mayormente gente común y corriente que a esa hora del día caminaban dirigiéndose, la mayoría, a sus trabajos, a sus casas de estudios, o a cualquier otro sitio. Era algo inverosímil, Jesús nunca había sido testigo presencial de algo tan atroz. No sabía realmente lo que estaba pasando. En un asomo repentino de un instinto de conservación, corrió hasta un sitio cercano que consideró algo seguro. Pensó resguardarse en ese espacio. En su veloz carrera esperaba con una agonizante sensación, que una bala certera hiciera blanco en su humanidad. Gracias a Dios y a sus tantos ruegos, nada le sucedió. Ya en su refugio, comprobó que no estaba solo. Lastimosamente, todos miraban cómo continuaban cayendo personas muertas a lo largo de la avenida. Los disparos provenían de las azoteas de varios edificios adyacentes. Era muy probable que fuesen francotiradores quienes llevaban a cabo esa vil tarea, ordenada inequívocamente por aquel perverso grupo de asesinos que luego criticarán a medio mundo de golpistas violentos.