Si llegaba lo suficientemente temprano, se escondería en la biblioteca, escurridizo, y esperaría unos diez minutos antes de clase para salir. Suficientes alumnos, suficiente movimiento entre los demás para pasar desapercibido. ¿Quién interrumpiría una conversación agradable con sus amigos para siquiera mirarlo? Afortunadamente, casi nadie.
Es por el rabillo del ojo, todas las mañanas al doblar a la izquierda para entrar al aula, que siempre tiene que darse cuenta que habrá cuando menos alguien reconociendo su existencia, aunque ambos sientan desdén por ello.
Él le sostiene la mirada a Damián, incluso cuando ambos se han dado cuenta que se han visto y de que seguir sosteniendo aquellos ojos podría indicar provocación. Damián es el primero y siempre el único en palidecer y congelarse. Un pequeño error que sucede todos los días, ¿podría eso llamarse un error? ¿No podría asumirse que se está buscando una pelea? Porque los breves segundos en que tiene ojos azules en su mira reconoce la dominación y desprecio del dueño. Pero Él definitivamente tiene conversaciones más importantes que atender que soltar un golpe, una burla o un escupitajo a Damián. No perdería su tiempo, Él no.
Y a pesar de ello, es quizá la mirada más amable que ha recibido desde el primer año de la preparatoria. Tal vez el único que no es un verdugo ni un ángel. Simplemente desearía ser visto por los demás como Él lo mira todos los días: ni un más ni menos.
¿Habría, sin embargo, una razón por la que ese día en particular, aquella mirada se afilara mientras se callaba, alzara la barbilla y dejara de recargarse en la pared?
«Está viniendo» se dijo, muy dentro, muy silencioso, temiendo que escucharan su cabeza y eso hiciera enfadar a los demás.
Fue breve el tiempo que se congeló, y luego de recobrarse dio un paso en frente al aula a buscar su lugar, el escondite frente a todos, con el corazón en los oídos y la sangre ardiendo.
«Lo hice enfadar, corre» pero el cuerpo no lo siguió, y de todos modos, ¿a dónde correría? Fue apenas para dar un segundo paso que un empujón en el pecho lo hizo retroceder a la pared a un lado de la puerta. "Mierda" hubiera querido decir, por la presión en los moretones adoloridos del día anterior, y del anterior y anterior, y por la sorpresa que lo dejó casi sordo. «Crees que estás huyendo pero ellos ya te atraparon hace tiempo» escuchó a su padre en su mente, y casi nada al muchacho de uno ochenta que lo acorralaba.
-Te pregunté de qué vienes hoy. ¿Un pirata? -preguntó, innecesariamente demasiado cerca para una conversación, pero perfectamente para demostrar la diferencia entre tamaño y fuerza.
El muchacho pesaba al menos el doble que Damián y le volaba más de diez centímetros. Otros dos chicos, quizá demasiado iguales al primero terminaban de rodearlo.
-¿O una momia? -agregó el mismo, riéndose-. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no te ríes?
Hace tiempo que Damián había dejado de reírse. El acoso no mejoraba si eras un lamebotas, además que le dolía sonreír o hacer cualquier gesto. Lo cierto es que estaba paralizado y entumecido. ¿Así de temprano? Pensó que había tomado las medidas necesarias para evitarlos, al menos por la mañana.
¿Fue la mirada breve que colgó hace nada la que había ocasionado su mala suerte? Probablemente. ¿Dónde estaba Él? Por un hueco entre los gigantes apenas veía siluetas de compañeros, y como un fantasma, esos dos ojos azules fijamente.
-Es un fantasma -repitió entre carcajadas y el muchacho le soltó al menos tres golpes con la palma de la mano en el hombro a Damián. En ese punto quería gritar, pero se mordió la lengua, temblando de dolor-. Riete, carajo.
-¿Por qué se reiría? No eres divertido -dijo el segundo entre carcajadas, burlándose-. Además, ¿no te daban miedo los fantasmas?
-Zombies, carajo, no son lo mismo -dejó de reír el primero. Miró al segundo encima del hombro, enfureciéndose rápidamente-. Si no era para reírnos, ¿por qué vendría así? -regresó la mirada a Damián-. ¿Querías asustarme viniendo de zombie?
Era increíble para Damián, y para muchos en su situación, la creatividad con la que matones como él poseían para jugarse con diálogos, situaciones y premisas totalmente absurdas, pero justificadas para ellos, para meterse con alguien más.
"Si no querías un zombie, no me hubieras golpeado ayer". Alguien mucho más valiente, fuerte y ágil habría respondido, pero el que estaba ahí era Damián, él no era eso.
-Viene el profesor.
Eran las palabras favoritas de Damián, y lo que le hizo por fin tener un respiro de alivio. Tan rápido como lo acorralaron, tan rápido como todos se dispersaron. ¿Cuánto poder y cuánta autoridad tenía un maestro para mover masas, incluso las más grandes, de miedo y respeto? Recordó que la gente solía moverse así por su padre. No siguió a los demás inmediatamente, sino después de sentir las piernas menos temblorosas y la sangre fluyendo otra vez. No valía la pena mirar a ningún lado. Quienes hubieran visto lo anterior no movieron un dedo ni alzaron una voz durante el momento, menos después, y quienes ignoraran aquello completamente, lo verían sólo como el ratón asustado que era.
La mala suerte acompañándolo lo hizo girar, quizá porque buscaba el cielo de la ventana a tres filas de donde estaba. Un azul claro que le recordara que el día apenas empezaba, pero se topó el azul de las noches, oscuro, que hace rato lo habían atrapado.
Él todavía no lo miraba, pero por el susto de las coincidencias, porque sabía que no existían y sólo anunciaban problemas, Él seguramente lo sintió y volteó, sin sorpresa y observó a Damián sin más interés que toparse con la nada.
Además de las breves y poco impulsivas emociones que lograban sacarlo del hilo constante de la desconexión, Damián podía enorgullecerse con ironía de su capacidad de resignación, del pasado, de su presente y del dudoso futuro que tenía. No podía leer nada claramente, y no porque terminara muerto pronto, simplemente su futuro ni ninguno de sus tiempos le pertenecía.
Pero la rutina de ese día lo tenía cansado. No pedía clemencia, ni lástima ni misericordia, sólo quería que todo terminara.
Comer, incluso, con el dolor y ansiedad, escondido en el espacio pequeño que suponía la entrada a su madriguera, porque ya estaba demasiado dolorido para arrastrarse dentro, lo hicieron sentirse más enfermo de lo usual.
-Quizá hoy- se murmuró, pero no con esperanza.
Las clases que eran quizá lo más irrelevante en todo su día, eran el único momento de paz y seguridad de que nada ocurriría. Los intermedios, el almuerzo, el final, esos eran los momentos decisivos en los que deseaba tener suerte, aunque nunca la tenía.
Terminó en la biblioteca después para hacer sus tareas, y la de sus acosadores. Se preguntó si tenía algún sentido hacerla, ya que de todos modos iban a golpearlo, entregándola o no, pero le ganaba tiempo para relajarse y dormir entre los anaqueles de libros. En casa al menos no tendría que mantenerse despierto haciendo nada más. Y siendo así desde que recuerda, en ese momento particularmente se sentía desesperado.
Una anticipada paliza, con músculos y huesos ya cansados. La mente ya desgastada. No supo si los que lo golpeaban eran los mismos de la mañana, o si eran personas diferentes, si se reían o le gruñían. Sólo sentía el usual dolor, la creativa humillación de ser escupido, lanzado y pateado. Damián no era siquiera una mascota porque no era capaz de hacer nada. Sólo era un saco de huesos del que resultaba divertido sacar gritos y lloriqueos. Así hasta dejarlo aturdido.
Cuando quiso irse a casa, después de pasar otro rato tendido, olvidó ir a la enfermería para abastecerse pues sólo quería huir. Subir tres pisos a la enfermería para tomar algo que no le serviría de nada, además de aumentar sus probabilidades de ser interceptado por otros otra vez, no le resultaba algo inteligente ni siquiera aunque tuviera la cabeza molida.
Tal vez al subirse al autobús esa vez, no tendría que bajarse nunca. Tal vez sólo algo milagroso pasaría. Tal vez sólo habría un silencio, un punto final, no tenía que ser la muerte, sólo tenía que ser algo. Eso lo motivaba a arrastrar sus pies pesados por el camino.
Pero el ruido que lo rodeaba se hacía más real. Sus oídos dejaban de estar entumecidos, como si hubieran roto burbujas de agua en ellos. Fue doloroso, como todo.
Estaba oscuro, más que el día anterior. Probablemente tardó demasiado en llegar a la parada y había perdido el transporte, y tendría que esperar otra hora, con suerte cuarenta minutos. Hacía frío y la espalda la tenía empapada aún de sudor y la humedad del cesped.
Suspiró con dolor, idéntico a cada respiro, ya fuera por sus heridas o por el frío.
-¿No te duele? -escuchó detrás, en la oscuridad.
Nadie en el instituto tomaba el transporte público, al menos, que Damián supiera. Siempre estaba vacío aunque fuera el espacio perfecto para hacer algo ilícito. Todos los alumnos tenían a alguien que viniera por ellos, y los que tenían edad suficiente, o dinero, traían sus propios autos. Quizá vio a alguna anciana o personal de intendencia esperando ahí con él, pero eso era a las largas horas de la noche. El asiento de espera era viejo, pero aún funcional pese a la falta de uso, con una brillante luz blanca que en días como ese, a veces se opacaba. Alrededor de una cuadra, hacia el estacionamiento de los estudiantes, estaba sumido en oscuridad. No tuvo que preocuparse de que lo siguieran antes por ese camino, pero ahora, esa voz y esa pregunta que siempre es acompañada de un empujón, apretón o golpe, lo dejó inmóvil.
-No es tan malo como parece, ¿o sí? Lo haces parecer sencillo -agregó quien detrás suyo se aproximaba, sabiéndolo porque la voz se hacía más fuerte y escuchaba el eco de los zapatos caminando a él.
Deseó que no hablaran con él, que no se refirieran a él, pero sabía que era la única persona ahí, y probablemente la única a quién le preguntarían tal tontería.
Apretó las manos, nervioso. Tenía frío y estaba húmedo, y ahora se sentía más mojado con el sudor de las palmas.
-Vaya, qué grosero. No te gusta hablar, ¿verdad? -escuchó ahora al costado. el otro se había sentado al otro extremo de la banca.
No quiso voltear, ni responder. Quien quiera que le hablara obviamente venía por él. ¿Y qué se supone que le haría? ¿Qué cosa diferente pasaría? Era más de lo que podía soportar, al menos por ese día.
-Lo siento, sólo quiero irme a casa -susurró con la voz cortada y seca. En realidad, ese tono era suficiente para un ambiente donde sólo estaban ellos dos. Deseaba sonar lo suficientemente asustado para no buscar más provocaciones. «¿Cuándo te ha funcionado eso, tonto?» pensó. Quizá debió haber sido más firme.
-¿Cómo te llamabas?
Él ignoró, como debía esperar, su petición.
-D-Damián.
–Sí, Damián. Eres el hijo del gobernador. ¿No?
Todos lo sabían. Era lo único que sabían de él. No que era el hijo del gobernador Ehecatl, sino que era su "bastardo" aunque lo que era era mucho más complejo que sólo ser un hijo extramarital. Damián era más como un aborto en vida. Despreciado por su padre y su familia, y por todo lo que elevaba el prestigio de aquel hombre.
Ser no deseado era el menor de sus problemas, lo que realmente dolía era que no podía escapar de eso, no importa a dónde fuera. Le temía a ese hombre, mucho más que odiarlo, porque lo que él le hacía, el mundo parecía ser una extensión de eso.
-Sí -susurró todavía más bajo.
-¿No te cansas de tomar el mismo camión de mierda todos los días?
-N-no. Yo vivo lejos de aquí, no sé cómo más...
-La casa del gobernador está cerca.
-Y-yo no vivo ahí.
-Ah... sí.
Pero todas esas preguntas ya tenían respuestas conocidas incluso antes de cuestionarlas. El tono condescendiente con el que las hacía y afirmaba detonaba la mofa que le hacían. Y quizá eso era lo único que terminaba de destruir su espíritu. A su cuerpo podía tomarlo y levantarlo, pero no tenía fuerza en brazos ni piernas para levantar el orgullo pisoteado que agonizaba cada vez que le recordaban quién era y qué no era.
Un Savedra.
Eso ya era un insulto viejo y dado por sentado. El acoso empezó desde ahí seguramente. Los compañeros lo molestaban ya sólo como una rutina. ¿Por qué tenían que recordárselo ahora? Ahora que estaba cansado.
-¿No te duele?
Damián apretó la cien. Claro que le dolía, pero no estaba furioso, estaba tratando de contener un sollozo y las lágrimas que se le acumulaban en los ojos. En el izquierdo resultaba particularmente incómodo. Después una honda respiración de la que se arrepintió, pues expulsar el aire era por pausas causadas por un quejido breve.
-¿Necesitas algo de mí...?
-¿Estás cansado? -interrumpió el espacio que habría de quedar después de una pregunta y antes de una respuesta. Evidentemente, no estaba ahí para una conversación equilibrada.
No era valentía ni tampoco un acto osado, Damián no tenía el deseo de pelear, y aún así tuvo el valor de alzar la mirada y girar a ver a su acompañante seguido con los dientes apretados y los ojos empapados, y con desafío.
Después sorpresa.
Los ojos azules siempre estuvieron ahí, adornados con una sonrisa y confianza, casi regocijada, mirándolo fijamente, o dentro de él. La mirada le recordó a la de su padre y a la de la gente que lo rodeaba a él, sólo que menos cruel, quizá porque era joven y aún le faltaban muchos pecados por cometer.
-¿Hmn?
A Damián se le escapó en las ideas aquello con los que iba a atacar inútilmente. Sería un: «¿puedes dejarme en paz?» o algo torpemente brusco pero aún comedido. Él parecía saberlo, y se burlaba con esa sonrisa «una maldita sonrisa atractiva» de haberlo dejado sin palabras.
-Y–yo...
Él hizo un chasquido con la lengua, interrumpiendo a Damián otra vez. Él estaba muy cerca, más de lo que había anticipado. Su mueca se hizo a una de desagrado al tener a Damián de frente.
-Se ve horrible -Él señaló el ojo izquierdo, el que Damián tenía particularmente inflamado y que le impedía abrir el ojo y que ya no tenía cubierto. Le habían quitado el parche que tenía para refrescar el hematoma esa misma tarde.
Una vez más, Damián se quedó sin palabras. El muchacho, como la mayoría ya a esa edad, era más alto y seguramente más fuerte que él. Se veía atlético, muy atractivo y fresco. El cabello que le caía en el ojo derecho le daba un aire enigmático, sin llegar a ser pretencioso. Era tal vez la primera vez que lo había visto tan cerca y con oportunidad de escanearlo completamente, y Él le estaba dando esa oportunidad, como si disfrutara de ser observado. Los demás se habrían impuesto a que viera al suelo, que desviara la mirada. Pero Él, nuevamente, no. Él no tenía miedo de que lo vieran, de que conocieran algún punto débil o sensible «seguramente no lo tiene». Él parecía ser el tipo de persona que podría presentarse desnudo en una multitud, y aún así no tener nada de qué avergonzarse, sino todo para ser admirado.
¿O era todo este pensamiento y conclusión sólo porque tenía una cara linda y nunca lo había golpeado?
Cuando pudo concentrarse otra vez, cuando dejó de admirar, se giró. «Supongo que no quiere seguir viendo ese lado». O lo intentó. Pudo medir apenas la distancia que había entre ambos cuando Él estiró el brazo, alcanzándole la mejilla izquierda, evitando que volteara. Contrario a su pronóstico ante cualquier toque, el roce no dolió aunque era firme, casi como si en vez de girar su cuerpo, hubiera manipulado el aire, sin presión, sin fuerza. Pero era solo su percepción. Ciertamente, nadie tendría que apretarlo tan fuerte para hacerlo girar, y quienes lo hacían con brusquedad era porque querían lastimarlo. Y Él, aunque se burlara de Damián, no parecía tener esas intenciones.
«Corre» se dijo. La caricia en el rostro que le siguió lo estremeció y paralizó. «Corre», pero, ¿a dónde? No necesitaba medirse contra él para saber que si quisiera alcanzarlo lo haría con mucha ventaja.
-¿No estás cansado de esto todos los días? -ahora Él susurraba y Damián asintió, presa de un pánico del que no podía huir-. ¿Te gustaría que terminara, ahora?
No sabía si tomarlo como una amenaza, pero así lo hizo. La caricia, el suave agarre, la voz melodiosamente grave que se hacía en el susurro. Era tentador, como si la muerte le estuviera hablando. Quizá era un sueño, el previo antes de morir. No recordaba a nadie que le hablara así, y cuando encontraba algo diferente, siempre era para peor.
Damián lo miró con mucho miedo y con incredulidad, temblando. Él lo leyó, lo soltó y lanzó una carcajada.
-Quiero decir, das mucha lástima. ¿Has visto un perro en la calle, golpeado y agonizante? Bueno, da pena. Claro que un animal no lo merece, pero una persona como tú, eso no lo sé. Pero cuando todos los días pareces una persona diferente por cómo te dejan, uno empieza a sentirse mal por ti.
«¿Y por qué ahora? ¿No ayer, ni antes?». Damián apretó los labios antes de que un sollozo se le fuera. Estaba siendo roído, torturado por ese vaivén de gestos amables, palabras duras y humillaciones.
-No parece que me creas.
-No, no lo creo...
Él sonrió ampliamente, como si lo atraparan en una mentira, aparentando estar avergonzado, pero tomándolo con ligereza, porque no era nada grave. Claro que Damián no le creía, llevaba siendo el hueso que todos mordían por tres años, ¿qué lo hacía diferente ahora?
-Quiero ayudarte.
-¿Para qué?
De alguna manera lo sacó de su guión, supuso. Quizá Él se esperaba un Por qué y no un Para qué. Razones podía haber un millón, nobles, subjetivas o puntuales. Absurdas incluso. Pero el fin, ahí era donde cambiaba el valor, si el asunto era viable, con sentido, si podía realmente creerle. Él no esperaba esa pregunta de alguien tan desesperado como Damián, y eso le gustó. Tardó mucho más en responder de lo que había hecho en todo el resto de la conversación.
-Te diré esto más claro, porque los rodeos no van contigo, ¿verdad? Yo quiero algo, quiero un juguete, y quiero uno como tú.
Primero era un perro, después un juguete. Damián nunca fue una persona, pero no lo culpaba a Él por ser el primero en verlo así, porque no lo era, y tampoco sería el último.
Lo que no entendía es porque todo iba en torno a una conversación en vez de directamente ser tumbado en la banqueta, sometido y obligado a serlo, como con todos los demás.
Por eso, seguía incrédulo.
-¿Como yo?
-Estás solo. Vives solo, no tienes amigos. Los maestros te ignoran y tu familia te repudia. No tienes nada. Incluso si quisieras ir y contarle a alguien lo que te estoy diciendo, ¿quién sería?
No le dijo nada que no supiera y nada que fuera mentira. Aún así, dolió.
-¿Por qué no sólo haces lo que quieres como-
-¿Como todos los demás? Sí. Sería más rápido. Es sólo que no me gustan algunas cosas. No me gusta la violencia, y menos contra alguien que perdería contra una chica de cincuenta kilos. ¿O eran cuarenta y cinco? Cómo sea, entenderás que es patético, desgastante. Yo no quiero lastimarte. Sólo quiero un juguete con el que pueda jugar.
»Y lo otro, es que no me gusta compartir. Un juguete comunitario. ¿Te viste ya? Claro que sí. Te dejaron poco más que molido. ¿Jugarías con una muñeca atropellada?, ¿tendrías una figura derretida? ¿Podrías usar una consola partida a la mitad? Nada de eso es apetecible.
Podría haber usado la lógica como un ancla, pero el antojo, lo último que dijo como un motivo, lo estremeció. Seguía con miedo, completamente convencido de que nada de lo que escuchaba era una buena idea. Estaba siendo reducido cada vez a menos, y aún así, la exclusividad, la ausencia de violencia y un diálogo aunque iba de un solo lado eran suficiente para mantenerlo atento, interesado.
-Sobre todo. Nunca le haría nada a nadie que no fuera consensuado. Si fueras mi juguete, tendrías que quererlo. Y te daría buenas razones para desearlo. Esto terminaría, Damián. No más tundas, ni amenazas. Ninguna de tus cosas volvería a ser escondida ni destrozada. No habrá tareas o proyectos extras que no sean los tuyos. Lo único que tienes que hacer es querer ser mi juguete.
Ese sería el momento donde esperaría el golpe, un ataque, cualquier cosa. La declaración de una broma, pero no la expectante mirada del otro, que por fin esperaba a que Damián respondiera.
Pero sus alarmas se habían encendido, y la cálida luz del autobús que iba llegando a unos metros le dijeron que ahora sí podía correr. Y quería hacerlo.
-Vete, Damián. Es tarde. Ten una linda noche.
Escuchó antes de huir entre las puertas del vehículo, sin darse cuenta cómo Él se sacudía la mano que lo había acariciado antes.
«Está loco» «¿Pero no lo estarían todos entonces?» «Sólo porque no te golpeó no significa que sea mejor. O que no lo hará después» «Debí haber dicho que sí».
Al final, dando vueltas en el frío, debajo de las cobijas, concluyó que frente a todas las posibilidades, debió haber dicho algo más que sólo correr. Él tenía razón y lo asustó mucho. ¿Podría haberlo seguido? ¿Y para qué? Fue honesto en su punto, aunque no sabía si en los métodos también. Pero todo en lo que podía pensar era en el producto vendido y menos en su precio. Él sería un gran vendedor, o estafador, quizá hasta podría ser gobernador.
Damián apretó los ojos. El cansancio había desaparecido, al menos mientras iba a casa, ignoraba su rutina de curación y cena y se metía directamente en la cama como una rata buscando un hueco para esconderse. Sentía que Él era una persona peligrosa, o incluso peor que los matones de la escuela. Si no fuera todo un blufeo, ¿quién sería para creerse capaz de lo que prometía?
Tomó su teléfono, que siempre estaba en silencio y abrió la conversación del grupo silenciado de la clase. Miró entre los mensajes, siempre eran los mismos quienes dominaban el diálogo, chicas en su mayoría. Quiso identificar algunos de los nombres, relacionarlos con él.
«¿Estamos todos de acuerdo? @todos» Damián nunca había contestado, pero sabía que nadie necesitaba contemplarlo. La conversación era del ciclo escolar anterior, por junio.
Números y nombres irreconocibles dijeron que sí.
«@Conrad, responde!»
«Muchos mensajes, me perdí. Contexto»
Una cantidad generosa de emojis y mensajes de risa continuaron.
«Ni siquiera estoy bromeando»
«Discúlpeme señor amo Conrad. Le enviaré un correo adjuntando el archivo del asunto a su correo»
«Mamón. Lo quiero sobre mi escritorio mañana, y no hablo del documento. Pero en serio, denme un puto resumen»
Más emojis de risa, y otros con caras sonrojadas.
Conrad, sí. Él era el presidente de la clase. Tenía un auto bonito, plateado oscuro y bien pulido, lo había visto algunas veces en el estacionamiento cuando lo cruzaba, con un grupo de chicos y chicas. Conrad era popular, era querido y parecía que los grupos se formaban en torno a él. Pero eso no significaba que tenía poder.
Abrió sus redes sociales y buscó su nombre. Esperaba tardarse un poco, pero por la localización y las coincidencias de la escuela, lo encontró como primer opción en el despliegue. Obviamente no eran cuentas amigas y él tenía su perfil limitado a sus contactos, a excepción de algunas publicaciones donde estaba etiquetado.
Eran la mayoría de una misma cuenta que sí era pública y buscó ahí.
Dantte Astori. A él sí lo conocía. Él no era alumno, pero figuraba muchas veces como parte de la administración de eventos, conferencias y presentaciones que se hacían en la universidad y que se invitaba a preparatoria. Lo conoció en el curso de inducción de la preparatoria, y Dantte era muy formal, pero tenía un rostro amable. Su perfil decía que estaba en la universidad, pero que trabajaba también en la preparatoria sin especificar en qué. Todas sus fotos eran de eventos con pies de foto descriptivas sobre quienes estaban ahí y el nombre de la razón. Tenía más un uso de difusión que personal. Las vinculadas con Conrad se veían a Dantte rodeándolo con un brazo, feliz, y un Conrad sonriendo abochornado. «Mi hermanito antes de tocar en el festival".
-Mierda -gritó.
Unas fotos más abajo, al parecer, estaban Dantte y el decano, a quien reconocía incluso como colega de su padre, estrechados, con ropa casual y en un restaurante. «Septuagésimo cuarto aniversario de mi abuelito, el profesor Norb–»
Era suficiente.
Damián apagó el teléfono, no sólo dejó la pantalla oscura sino que lo apagó. No necesitaba la alarma del día siguiente. Probablemente no dormiría esa noche.
La gente poderosa era la que le daba más miedo. Creía tan cierto que ellos tuvieran gustos y actitudes despiadadas.
Conrad fue lo último que pensó y en la caricia espeluznantemente amable que le dio.