Un termo, uno grande. Similar a los que todo el mundo había empezado a usar, con horarios para beberlo durante todo el día. Dos litros. Estaba lleno. Era de color pastel, un degradado rosa a azul y un estampado curioso: ratones blancos caricaturizados. Algunos usaban un traje de marinero. Damián volteó a los lados: no había nadie. Lo levantó cautelosamente. No sólo era enorme, era costoso. Realmente era térmico.
Debajo había una nota impresa:
"Bebe agua todos los días. No importa si quieres seguir las horas marcadas, o si quieres tomarte todo de una vez. Bébela. Sabré si no lo haces."
Volvió a girar a todos lados, esperando darse cuenta de alguna cámara secreta. ¿Conrad venía temprano a la escuela? ¿Cuándo puso eso ahí? No podía asegurar que él lo había hecho, porque la nota estaba impresa en computadora y no estaba firmada, pero podía jurar que sí.
Abrió el termo y lo olió. «No puede ser. No. No. No.» entró en pánico. Olía a clorofila.
Al final del día estaba asqueado, en la parada de autobús. La tarea hecha y el termo vacío. Cualquier sabor a menta o hierbabuena era apenas tolerable en pequeñas dosis, pero no podía entender cómo la gente consumía bebidas, chicles y dulces con ese sabor. Para él, todos sabían a medicina y le daban un sabor traumáticamente nostálgico. ¿Conrad sabría que lo odiaba? Lo dudaba. Dudaba que se lo hubiera dicho o comentado a alguien, ¿a quién? En realidad habría sido un detalle amable, porque sabía que tenía usos benéficos para el cuerpo, además de una frescura revitalizante, pero el sabor era terrible. Estaba ansioso por verlo, desde el principio quería preguntar si podía beber sólo agua, o si tenía que imitar esa receta.
Damián esperó una hora. Conrad no llegó. Sabía que no debía buscarlo, pero se impacientaba. ¿Se suponía que aparecería? ¿Cuándo?
Unas luces se acercaron, pero no eran las de su camión. Pudo distinguir el auto de Conrad, finalmente, pero pasó de largo.
Había una chica diferente al día anterior con él, de copiloto. Estaba recargada en él incómoda y melosamente en su hombro y Conrad sonreía, aunque para Damián aquella sonrisa se veía más por compromiso y falsa. No era como las que le había dado a él.
Sólo fue una vista. El auto se perdió en la carretera. Damián no creía que volviera.
Se tocó los labios y recordó aplicarse el bálsamo.
Estaba jodido. Para evitar problemas, tuvo que comprar con el poco dinero que le quedaba una botella de clorofila, y maniobrar las dosis para tomarla por quien sabe cuánto tiempo. Para su suerte, iba más diluida para rendir.
Tardó más en relajarse y acostumbrarse a esa rutina. Lo más fácil fue el bálsamo, pero para asegurarse, había puesto una alarma en vibrador para recordarse cada dos horas; lo más difícil, tomarse la clorofila; lo imposible, dejar de tener miedo al caminar en los pasillos. Tal vez nunca volvería a caminar con confianza en un lugar público jamás. Excepto cuando tal vez miraba a Conrad en él, no buscándolo, sino como accidente como a veces ocurría, entonces podía sentirse irónicamente seguro. Él había cumplido su palabra y nadie le había vuelto a tocar un pelo. Nadie había roto sus cosas ni había escuchado cuchicheos a su espalda. El doctor Hazel, preocupado, lo encontró una vez en educación física para preguntarle porqué no había vuelto y se sorprendió de verlo en la clase. Torpe, pero haciendo lo que le correspondía. En una semana su cara dejaba de estar hinchada y en diez días sus labios ya no estaban rotos. A los catorce, los moretones eran una tinta verdosa amarillenta en su piel. Por fin estaban desapareciendo.
Ningún sólo día dejó de aplicar el bálsamo, que estaba ya muy gastado y en realidad, en su final. Tampoco faltó a beber la desagradable clorofila. Pero sobre todo, durante catorce días, Conrad nunca apareció en la parada de autobús, pero aún nadie se había metido con él. Durante catorce días lo esperó y catorce días veía su auto desaparecer con él y otras muchachas (y muchachos).