Capítulo 4 Miradas.

Annette, Alex y Sophie, estaban sentados en el suelo de la biblioteca en una pequeña ronda, mientras Sophie, sostenía un libro en sus manos y leía de forma muy amena, los niños escuchaban atentamente.

Hace dos años esa escena era algo de todos los días, pero de un día para el otro esos días se esfumaron sin más.

Thomas, se apoyó en el marco de la puerta y observó atento la escena. Hace mucho que sus hijos no compartían así con nadie. Sonrió por ese gran cambio en ellos.

–"Si alguien ama una flor de la que sólo existe un ejemplar en millones y millones de estrellas –recitó Sophie, aquellas palabras con vehemencia y Thomas, la observaba fascinado–, basta que las mire para ser dichoso. Puede decir satisfecho..."

–"... Mi flor está allí, en alguna parte..." –prosiguió Thomas, con la misma vehemencia que implementó Sophie, y tanto ella cómo los mellizos, lo observaron.

–"Pero si el cordero se la come, para él es cómo si de pronto todas las estrellas se apagaran" –concluyó Sophie–. Señor Müller, que sorpresa –expresó Sophie, sonriente al cerrar el libro–. No creí que fuera fan de El Principito.

–Mi padre me hacia leerlo siempre cuándo era niño –dijo encogiéndose de hombros–. La frase se me quedó, es todo –intentó restarle importancia– ¿Cómo han estado? ¿Le dieron problema los niños? –indagó con un ligero ceño fruncido.

–En absoluto –Sophie, miró de uno a otro y les brindó una dulce sonrisa que los niños devolvieron–. Se han portado de maravilla, ¿no es así, niños?

–Claro que sí –respondió Annette, enérgica sorprendiendo a Thomas. Muy diferente a cómo se encontraba en la mañana al conocer a Sophie.

–Sophie, nos agrada, padre ¿se quedará con nosotros definitivamente? –preguntó Alex, con sus ojos azules inquisidores.

–Sólo si la señorita Moore, así lo desea. –dijo Thomas, mirando a Sophie y de pronto, tenía tres pares de ojos azules observándola.

Miró de uno a otro y detuvo su mirada en la de Thomas, y no pudo descifrar lo que estos transmitían.

–Cuándo no me quieran, pero me necesiten, me quedaré. –dijo entre risas haciendo referencia a las palabras de Nanni McPhee, provocando así las risas de los demás.

–Pero a nosotros nos agradas igual. –añadió Alex, divertido.

–Será un placer quedarme con ustedes, entonces. –concluyó.

☆☆☆

Luego de haber compartido la primera de muchas cenas entre anécdotas y risas, Sophie se preparaba para descansar para dar por terminado un largo día.

Después de una relajante ducha se colocó una bata blanca de toalla y sacó de uno de los cajones su pijama para disponerse a dormir, el cuál consistía en short y musculosa; y su cabello lo envolvió con una toalla.

Unos golpes en la puerta la interrumpieron. Dejó sus prendas sobre la cama y con sus pies descalzos fue hasta la puerta y abrió tan sólo un poco, y un par de ojos azules brillaban al observarla.

–Señorita Moore. –habló Thomas, con voz baja, casi en un susurro y Sophie, lo miró sin poder evitar su sorpresa.

El pasillo se encontraba totalmente a oscuras, pero temía hacer ruido y ser descubierto en la puerta de la habitación de la institutriz.

Por qué estaba seguro de que no podría explicar su presencia ahí.

–Señor Müller, ¿sucede algo? –Sophie, respondió también en el mismo tono que él.

–Todo está bien –dijo algo nervioso y rascó su barbilla, gesto que no pasó desapercibido por Sophie–. Sólo quiero saber si usted se siente cómoda, aquí.

–¿En la casa, con sus hijos? –él asintió– Es cómo lo dije antes, señor Müller; adoro a los niños y Annette y Alex, son increíbles –sonrió y después de una pequeña pausa prosiguió–. Tuvimos una pequeña dificultad en la mañana, pero nada que no se pudiera solucionar –él volvió a sonreír, se le daba muy fácil con ella cerca. Sophie, parecía ser una solución con sus hijos que hace mucho buscaba–. Sus hijos son encantadores, siempre cuándo uno saque lo mejor de ellos y ellos lo son –aseguró–. Jamás piense lo contrario de ellos.

–Realmente estoy agradecido con lo que ha hecho por ellos –dijo Thomas y sin ser consciente de qué cada vez se acercaba más hacia Sophie, sintiéndose atraído cómo un imán, quién permanecía a un lado de la puerta–. Y más aún de saber que se encuentran a gusto con usted.

–Sólo es cuestión de saber tratar con ellos. Cómo le mencioné antes –dijo Sophie, y aún teniendo los nervios de punta por la cercanía de Thomas y el calor que este desprendia de su cuerpo, levantó la mirada y se descubrió a escasos centímetros de él–, soy de paciencia infinita. –susurró sobre su rostro y el aliento mentolado desconcertó a Thomas, quién sintió unas ganas de probar esos pequeños labios rosados y carnosos.

Se humedeció los labios con la lengua bajo la atenta mirada de Sophie, quién miraba aquel gesto cómo quién descubre algo nuevo. Thomas, pudo notar cómo sus mejillas se encendían cada vez más.

Se vio realmente tentado a probar sus labios con los suyos. Pero joder, era tan joven y aún así fantaseó con su suave textura y su exquisito sabor. Supo de inmediato qué aquella boca encajaría perfecto con su boca.

Se fue inclinando cada vez más y al parecer Sophie, no se oponía a lo que él tenía en mente; se aferró a la perilla de la puerta ante la inminencia de lo que sucedería y fue cerrando despacio sus ojos, dejándose llevar y entregándose al momento.

Por una vez en su vida quería poder sentir aquellas sensaciones que siempre escuchó decir a sus compañeras del instituto. Aquellas muchachas que siempre comentaban lo que sentían cada que besaban a un chico o aquellas más experimentadas que decían sin pudor, lo increíble que se sentía el haber mantenido relaciones sexuales y las explosiones de emociones que conllevaba un orgasmo.

Thomas, rozó la punta de su nariz con la de Sophie, quién entreabrio sus labios y alarmas sonaron en su cabeza, deteniéndose de golpe.

La observó atento y la juventud de Sophie, lo atraía. Su cara de ángel le transmitía esa paz que hace tiempo anhelaba poder encontrar. Tan joven, bonita e inocente. No podía, aunque quisiera. No podría arrastrarla a su mundo.

–Que descanse, señorita Moore. –se despidió y rápidamente desapareció por los oscuros pasillos, rompiendo así la burbuja de deseo que se había formado entre los dos.

–Igual usted, señor Müller. –susurró suave al encontrarse sola.

Cerró la puerta de su habitación y se apoyó en ella. Pasó sus manos por su rostro y sintió el calor en sus mejillas, detuvo sus dedos tocando su nariz y el cosquilleo que sintió al sentirlo tan cerca.

Ningún hombre se había aproximado a ella tanto como él lo había hecho ésta noche.

Se reprendió mentalmente por haberse dejado llevar. Para su suerte, él había decidido detenerse a tiempo.

Pero, ¿por qué el señor Müller, habría querido besarla? No tenía respuesta para su actitud de hace un rato.

Y lo más importante, ¿cómo haría para verlo a la cara sin desear que pase lo que él, quiso evitar hoy?

☆☆☆

Dio varias vueltas en la cama intentando conciliar el sueño. Todavía no sabía qué lo había impulsado ir hasta su habitación simplemente a verla.

No había podido dejar de pensar en ella en toda la tarde, por eso sus impulsos lo llevaron a golpear su puerta a esa hora y fueron esos mismos impulsos que casi lo llevaron a besarla.

Respiró aliviado por haberse detenido a tiempo. Tuvo que hacer uso de todo su autocontrol para detenerse de cometer tremenda locura. Porque besar a Sophie, era una locura, una muy tentadora locura.

Pasó sus manos por su rostro frustrado por la situación. ¡Dios! ¿Cómo haría ahora para mirarla sin desear besarla?

Haber percibido el fresco olor de su piel fue un detonante a todo su sistema nervioso.

Jamás antes se había sentido atraído así por ninguna mujer. ¿Mujer? Sophie, recién estaba despertando al mundo y hasta podría jurar que la muchacha era virgen y él tan experimentado, qué con todo lo que deseaba hacerle seguro la espantaría.

Se levantó de su cama descalzo y llevando puesto sólo su pantalón de pijama. Fue hasta su licorera que tenía dentro de su habitación y se sirvió del líquido color ámbar. Sin hielo, sin nada. Lo ingirió puro sintiendo así el ardor en su garganta. Dejó el vaso vacío y regresó de nuevo a la cama.

Sí, la chiquilla lo estaba volviendo loco.

El día recibió a todos los trabajadores con algunas nubes gordas y blancas, brindando así un poco de fresco para aquellos que debían estar muchas horas bajo el arduo sol de verano.

Thomas, se alistó para dar inicio a su día. Bajó las escaleras rumbo a la cocina, allí se encontró a Diana, preparando café. Aquel increíble olor mejoraría sin duda un poco su insomnio, porque volver a conciliar el sueño fue todo un reto para él.

–Buen día, joven Thomas. –saludó Diana, a Thomas, apenas entró a la cocina y él sólo asintió con su cabeza.

Inmediatamente supo que su jefe no tenía un buen humor el día de hoy.

–Café, Diana.

–Sí, joven. Ahora le sirvo. –acató rápidamente la orden. Mejor no llevarle la contraria cuando no estaba de buen humor.

–Llévalo al comedor –Diana, asintió nuevamente– ¿los niños?

–Aún duermen joven.

–¿Y... la institutriz? –preguntó algo nervioso y carraspeó en consecuencia– ¿Ya despertó?

–Y muy temprano, joven Thomas –Thomas, miró escéptico a Diana–. No tiene problema con despertar con el sol. Ahora mismo debe encontrarse en el jardín. Me agrada. –manifestó alegre.

–Al parecer a todos les agrada.

–Y eso es bueno, créame. Lo más importante es que a los mellizos también les agrada la joven. No sucedía lo mismo con Meredith, ni con las anteriores –decía con confianza.

Porque a pesar del humor que se cargaba a veces Thomas, Diana podía hablarle y decirle lo que pensaba. Después de todo, ella prácticamente lo vio nacer y sabía que él la respetaba a pesar de todo.

–Sí, eso es muy importante. Que ellos puedan estar cómodos con su presencia. -dijo, mientras pensaba en otra cosa.

Diana, preparó todo en una bandeja para llevarlo al comedor. Siguió su camino siendo seguida por Thomas, quién tomó su lugar en la mesa y comenzó a dejar las cosas y servirle café.

–¿Y usted que piensa de ella? –preguntó Diana, de repente sorprendiendo a Thomas, por su pregunta.

–¿Qué podría pensar? –Diana, lo miró inquisitiva con aquellas arrugas que adornaban su piel hace años y sus cabellos de plata que la acompañaban hace tiempo– Hace un gran trabajo con los niños y tiene ese no sé qué que parece alegrar a cualquiera. –respondió con la mirada fija en un punto inexistente.

–¿A cualquiera? ¿Eso también lo incluye a usted? –preguntó evitando sonreír por su intromisión en su cuestionamiento.

Thomas, parpadeó varias veces al escuchar esa pregunta y por un segundo se atrevió a pensarlo.

¿Sophie, lo alegraba a él también? La respuesta era que sí. Ya que siempre que la tenía cerca se sentía tranquilo y no podía evitar una que otra sonrisa.

–¿No tienes tareas que hacer Diana? –cambió repentinamente de tema y Diana, que esperaba ansiosa la respuesta terminó chistando frustrada, haciendo sonreír a Thomas, y al notarlo, sonrió por automático.

–Que tenga buen día, joven Thomas. –y dicho eso se marchó rumbo a la cocina.

Hizo un sorbo de su café pensando en lo sucedido de anoche. Había sido demasiado imprudente, pero cómo contenerse ante alguien como, Sophie. La muchacha deslumbraba una alegría genuina que llamaba poderosamente su atención y eso no sucedía desde que...

–Buen día, señor Müller. –esa dulce voz lo sacó de sus pensamientos y tomando su lugar en la mesa, Sophie se sentó.

–Buen día, señorita Moore –dijo y al mirarla pudo notar cómo sus mejillas se tornaban de un color rosado–. Es muy madrugadora por lo que veo.

–Es un hábito que tomé de pequeña cuándo ... –detuvo su diatriba, tal vez Thomas, no quería escuchar cómo fue su vida en el orfanato y aparte, no tenía por qué contarlo.

–¿Cuándo...? –instó Thomas, interesado.

Sophie, sonrió.

–Es algo qué hacía de niña cuándo mis padres fallecieron, despertaba con el sol deseando poder encontrar a mis padres. Bueno... yo no lo recuerdo muy bien, ya qué sólo tenía tres años; pero las hermanas decían que siempre me encontraban en la ventana que da a la entrada, decían que me quedaba ahí por horas esperando. Al parecer lo hice por un año entero –volvió a sonreír, aunque ésta vez fue una sonrisa triste, que Thomas, percibió de inmediato–. Así fue que el hábito se me quedó.

–Lamento lo de tus padres.

–Fue hace años. –intentó restarle importancia.

–¿Tienes más familia? –Thomas, quiso saber más.

–No –negó con su cabeza–. Fue por eso que crecí en el orfanato San Sebastián.

Hubo un silencio, pero no incómodo en el qué Thomas, no se atrevía a preguntar más por temor a invadir su privacidad e incomodarla.

–Me contaban las hermanas que fue difícil que alguien pudiera adoptarme, ya qué cada vez que una pareja quería llevarme, hacía tal berrinche diciendo qué... –hizo memoria recordando aquellas palabras– que no podía irme, porque mis padres iban a volver y si me llevaban, no iban a encontrarme.

Una lágrima traicionera abandonó su ojo derecho y sin previo aviso Thomas, la secó con cuidado, sorprendiendo a Sophie, a quién le habían dicho que ese hombre era un ogro gruñón. Sonrió internamente por ese pensamiento.

–Lo siento, yo no quería hacerte poner triste. –se disculpó sin apartar su mano de la mejilla de Sophie.

–Está bien, no es su culpa –dijo nerviosa y sin apartar los ojos de los de Thomas, quién inconscientemente hacia pequeñas caricias en su mejilla con su pulgar sin imaginarse lo que ese pequeño gesto generaba en Sophie–. Iré... iré a ver a los niños –anunció poniéndose de pie y Thomas, apartó su mano.

–La niñera se encarga de levantarlos. –se apresuró a decir al verla con la intención de irse.

–De todos modos iré a verlos.

Dicho eso abandonó el lugar dejándolo sólo y con mil pensamientos en la cabeza.

            
            

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