Trató de recordar su aspecto, pero su mente no quería cooperar con ella. A fin de cuentas, Bianca solo había tenido ocho años cuando su hermana se casó, hacía ya diez años. Por aquel entonces, Bianca había estado internada en un colegio en el extranjero, y cuando regresó a su casa, faltaban solo dos días para la celebración del enlace.
La casa había sido un hervidero de trabajadores, preparando cada detalle para que todo fuera perfecto aquel día, y nadie le había prestado atención a la pequeña Bianca, que no estaba para nada interesada en los preparativos de una boda.
Recordaba que su hermana se había casado con un inmenso vestido blanco, que resaltaba a la perfección su cintura de avisa, y su pecho generoso, y y también recordaba que los felices novios habían abandonado la celebración antes de que terminara, ansiosos por iniciar su viaje de recién pasados.
Después de aquel día, Bianca regresó al internado, su hermana Vera se mudó a Nueva York, y nunca más volvieron a verse. Al principio, Bianca le había escrito insistentemente, pidiéndole que la invitara a pasar las vacaciones de verano, o incluso la Navidad; y las excusas de su hermana no tardaron en llegar. Le había dicho que estaban ocupados, que estaban de reformas, y posteriormente, le había dicho que no podía invitarla porque su marido no le permitía tener invitados, y que se mostraba muy reservado con los extraños.
Bianca se había sentido muy desanimada, y llego incluso a pensar que su hermana no quería que ella fuera a Nueva York, pensó que la consideraba una pobre chica de provincias, indigna de ser reconocida como su hermana; luego, supo de las cartas que Vera había escrito a su padre, en las que relataba con todo detalle la desgraciada vida que llevaba junto a su esposo, y la clase de maltratos a los que era sometida. Entonces se apiadó de ella, y se sintió mal por haber pensado que no quería recibirla ahora que estaba casada y tenía una vida de ensueño en la gran Ciudad.
Bianca se quedó pensativa, hasta que unos golpes en la puerta llamaron su atención sobre el hecho de que el tiempo pasaba, y ella ni siquiera había comenzado a arreglarse.
- ¿Quién es?
- Querida.- dijo su padre.- venía a ver si ya estabas lista.
El viejo la miró con desaprobación al ver que aún estaba en bata, sin peinar, ni arreglar, y Bianca no pudo evitar pensar que una vez más, era motivo de disgusto para su padre.
- Estaré lista enseguida, padre, no te preocupes.
- La cena se servirá en cuarenta minutos, y desde luego, me gustaría que estuvieras lista antes, para que podamos tomar un aperitivo.
- En media hora estaré abajo.
Bianca se observó en el espejo, y fue consciente de que no era una gran belleza como si que lo fue Vera, ni siquiera tenía una figura envidiable, era ancha de caderas, con una estatura más baja que la media, y con un cabello castaño rojizo que hacía juego con sus pecas. No, desde luego, no era ninguna belleza; claro que tampoco le importaba, ya que aunque no guardaba recuerdo de Louis Evans, estaba segura de que sería un hombre viejo y desgaradable que no le gustaría.
Aún así, se maquilló con cuidado, cubriendo con polvos sus pecas, y resaltando el rojo de sus labios; se peinó con el cepillo que tenía sobre el tocador, y dejó que su cabello quedara suelto enmarcando su rostro en forma de corazón. Y en cuanto a la ropa... bueno, le hubiera gustado lucir un elegante vestido como los que Vera siempre llevaba cuando se celebraban cenas en casa, pero ese no era su estilo, ni siquiera le sentaban bien con su corta estatura. Así que escogió una blusa blanca, con pequeños botones de perla, y una falda lápiz rosa, que se pegaba a su cuerpo, y resaltaba sus curvas. Aunque le parecía un conjunto demasiado arreglado para aquella cena, era lo único que había en su armario aparte de pantalones vaqueros, mallas de deporte, y pantalones cargo; y por algún motivo, aquella noche, quería que su padre se sintiera orgulloso de ella.
Se perfumó ligeramente, y se puso los únicos zapatos de tacón que había en su armario; unos zapatos de salón, que al parecer fueron de su madre, y que ella lucía solo en ocasiones especiales, evitando de ese modo que se estropearan. Eran de un color rosa pálido, muy hermoso, y aunque el cuero tenía arrugas por haber sido usado en múltiples ocasiones, a ella le encantaban, ya que le recordaban a su madre, a la que nunca llegó a conocer, ya que murió a los pocos días de nacer ella, y dejó a las dos niñas huérfanas, y a su padre viudo. Bianca siempre tuvo la sensación de que su hermana y su padre le reprochaban aquella muerte, y que sentían que habían perdido a una extraordinaria mujer, para recibir a cambio una muchacha inútil que nunca llegó a cumplir lo que se separaba de ella.
El pensamiento la puso triste, como siempre que recordaba a su madre, pero borró la tristeza de su rostro, y se obligó a practicar su sonrisa delante del espejo del tocador. Cuando le pareció que era lo suficientemente convincente, se armó de valor, y decidió unirse a su padre en el comedor. No había tardado ni veinte minutos en arreglarse, asi que supuso que aún tendría tiempo de refugiarse al fondo de la salida en la que habitualmente se servía el aperitivo, evitando de ese modo que su invitado de aquella noche centrara su atención en ella.