Vale, tal vez esas no fueran las palabras textuales, pero el significado era el mismo. Y eso hacía que deseara encontrar al primer imbécil que se había inventado ese cuento, allá por el siglo XV, para exterminarlo a él. Aunque lo más probable era que los vampiros ya se hubieran encargado de ese asunto... después de que los primeros acabaran en lo que por aquel entonces fuera algo así como una sala de urgencias.
Francelys no les clavaba estacas a los vampiros. Los rastreaba, los metía en una bolsa y se los devolvía a sus amos: los ángeles. Algunas personas la consideraban una caza rrecompensas, pero, de acuerdo con su tarjeta del Gremio, tenía «Licencia para Cazar Vampiros y Otros Varios», lo que la convertía en una cazadora de vampiros con los beneficios correspondientes, incluida una prima por peligrosidad. Esa prima era muy cuantiosa. Debía serlo para compensar el hecho de que algunas veces los cazadores acababan con la yugular desgarrada.
Aun así, Francelys decidió que necesitaba un aumento de sueldo cuando el músculo de su pantorrilla empezó a protestar. Llevaba dos horas metida en el estrecho rincón de un callejón del Bronx; era una mujer demasiado alta, de pelo rubio casi blanco y ojos de un gris plateado. Lo del pelo era un incordio. Según Raimon, un amigo suyo (aunque no siempre), era como llevar un cartel que anunciaba su presencia. Puesto que los tintes no le duraban más que un par de minutos, Francelys poseía una estupenda colección de gorritos de lana.
Sentía la tentación de taparse la nariz con el que llevaba puesto en ese momento, pero tenía el presentimiento de que eso solo intensificaría el hedor del «ambiente» de aquel húmedo y oscuro rincón de Nueva York. Lo que la llevó a pensar en las ventajas de los tapones nasales...
Algo se agitó detrás de ella.
Se dio la vuelta... y se encontró cara a cara con un gato al acecho cuyos ojos emitían un resplandor plateado en la oscuridad. Tras cerciorarse de que el animal era lo que parecía, volvió a concentrarse en la acera mientras se preguntaba si sus ojos tendrían un aspecto tan raro como los de aquel gato. Era una suerte que hubiera heredado la piel dorada de su abuela marroquí, ya que de lo contrario habría parecido un fantasma.
-¿Dónde demonios estás? -murmuró mientras estiraba la mano para frotarse la pantorrilla.
Aquel vampiro le había proporcionado una persecución animada... gracias a lo estúpido que era. El tipo no tenía ni idea de lo que hacía, por lo que resultaba un poco difícil anticiparse a sus movimientos.
Raimon le había preguntado una vez si le causaba remordimientos acorralar a vampiros indefensos y arrastrar sus penosos culos de vuelta a una vida de potencial esclavitud. Su amigo se reía como un histérico en el momento de hacer aquella pregunta. No, no tenía remordimientos. Como no los tenía Raimon. Los vampiros elegían aquella esclavitud (que tenía una duración de cien años) en el instante en que le pedían a un ángel que los Convirtiera en seres casi inmortales. Si hubieran seguido siendo humanos, si se hubiesen ido a la tumba en paz, no estarían atados por un contrato firmado con sangre. Y aunque los ángeles se aprovechaban de su posición, un contrato era un contrato.
Un destello de luz en la calle.
¡Bingo!
Allí estaba el objetivo, con un puro en la boca y hablando por el móvil. Se jactaba de que ya había sido Convertido, y de que ningún ángel remilgado iba a decirle lo que debía hacer. A pesar de la distancia que los separaba, Francelys pudo oler el sudor que se acumulaba bajo sus axilas. Su condición vampírica no había evolucionado lo suficiente para derretir la grasa que lo envolvía como una segunda piel... ¿De verdad aquel tipo creía que podía librarse del contrato con un ángel?
Menudo imbécil.
Francelys salió de su escondite, se quitó el gorrito de lana y lo guardó en el bolsillo de atrás de los pantalones. El cabello cayó con suavidad sobre sus hombros, extraño y brillante. No suponía un riesgo. Aquella noche no. Tal vez fuera famosa entre los lugareños, pero aquel vampiro tenía un marcado acento australiano. Había llegado hacía poco de Sidney... y su amo lo quería de regreso allí de inmediato.
-¿Tienes fuego?
El vampiro dio un respingo y dejó caer el teléfono al suelo. Francelys reprimió el impulso de poner los ojos en blanco. El tipo ni siquiera estaba transformado por completo: los colmillos que había enseñado al abrir la boca por la sorpresa apenas eran dientes de leche. No era de extrañar que su amo estuviese cabreado. Aquel idiota debía de haber huido después de tan solo un año de servicio.
-Lo siento -dijo ella con una sonrisa mientras el vampiro recogía el teléfono y la recorría con la mirada. Francelys sabía lo que él veía: una mujer sola, con el cabello rubio platino típico de las tontitas, ataviada con pantalones de cuero negro y una camiseta de manga larga ceñida del mismo color, sin armas a la vista.
Puesto que era joven y estúpido, la imagen lo tranquilizó.
-No pasa nada, encanto. -Se metió la mano en el bolsillo para sacar el mechero.
Fue entonces cuando Francelys se inclinó hacia delante y se llevó la mano a la espalda, bajo la camiseta.
-Mmm... El señor Humberto está muy decepcionado contigo.
Sacó el collarín y se lo colocó antes de que él pudiera procesar el significado de aquella reprimenda pronunciada con voz ronca. Se le pusieron los ojos rojos, pero en lugar de gritar, se quedó calladito donde estaba. El collarín de los cazadores conseguía congelar a aquellos tipos de algún modo.
El vampiro tenía el miedo pintado en la cara.
Habría sentido lástima por él de no haber sabido que había desgarrado cuatro gargantas humanas mientras escapaba. Aquello era inaceptable. Los ángeles protegían a sus sirvientes, pero incluso ellos tenían sus límites: el señor Humberto le había dado autorización para utilizar cualquier método y la fuerza que fuera necesaria para atrapar a aquel renegado.
En aquel momento, Francelys dejó que el vampiro se diera cuenta de aquello, que supiera que estaba dispuesta a hacerle daño. Su rostro perdió el poco color que había conseguido conservar. Ella esbozó una sonrisa.
-Sígueme.