Jeanne podía sentir su desesperación al borde de la piel. A pesar de su tono confiado, veía que haría todo lo posible para lograrlo, incluso si eso debía ser por la fuerza.
Comenzó a asentir lentamente, haciendo que los ojos de su jefe brillaran, complacidos.
De repente, Émile comenzó a rebuscar en sus bolsillos y sacó un anillo de compromiso de oro, colocándoselo en el dedo anular.
La secretaria resistió un poco, pero él la dominó. Suspiró algo aliviado y la miró.
- Gracias, Jeanne - murmuró muy suavemente, esperando que ella no lo escuchara. - Sé que debes tener una reputación aquí en la empresa, y yo conozco la mía. Seré discreto con mis amantes; te prometo que no escucharás ningún murmullo de alguien que haya sido engañado por mí.
- Pero...
- Puedes irte ahora - dijo rápidamente, poniendo fin a la conversación.
Trató de alejarse de ella, pero esta vez, ella lo detuvo.
- Espere ahí, señor Dubois. Si vamos a hacer esto, no seré yo quien sea engañada en esta relación - replicó, viendo una sonrisa en sus labios como si dijera: "Te atrapé".
Émile soltó una risa elegante y se relajó.
- Entonces, ¿realmente vas a hacer el papel de mi esposa? - se burló. - ¿Vas a encargarte de satisfacer mis deseos sexuales? Porque si es así como lo planeas, créeme, ambos lo vamos a disfrutar mucho, Boucher.
La tomó por la nuca y estampó sus labios contra los de ella.
Se besaron. Sí, la tensión sexual que él desprendía era demasiado intensa; entre sus respiraciones entrelazadas y su experiencia, él tomó el control de la situación.
Jeanne debía admitir que le gustó su beso. La lengua de su jefe entró en su boca, y ella buscó algo de estabilidad, aferrándose a su traje, arrugándolo.
Émile no perdió el tiempo; puso sus manos en el trasero de Jeanne, masajeándolo e intentando levantarle la falda.
Ella se detuvo, apartándose de él. Su mirada se había oscurecido. El gris de sus ojos había desaparecido, hasta el punto de ser casi negros.
- Tienes el resto de la tarde libre, Jeanne - murmuró, limpiándose la boca con el pulgar.
Aprovechó la oportunidad y salió corriendo, golpeando la puerta al cerrarla.
- ¿Qué pensabas? ¿Has perdido la razón? - se reprochó a sí misma.
En ese momento, su cabeza no procesaba bien lo que acababa de suceder. El beso, su cercanía, todo le había resultado tan abrumador, y ahora sentía una mezcla de asco, deseo y desconcierto.
Sabía que, por dentro, su vida había dado un giro irreversible. No solo lo había permitido, sino que se había dejado atrapar sin poder evitarlo.
¿Cómo había llegado hasta aquí? Su mente daba vueltas sin encontrar una respuesta clara. Necesitaba tomar una decisión, pero no sabía cómo hacerlo sin perder aún más.
Entró en su oficina, junto al minibar, y tomó un sorbo de lo primero que encontró: un café frío. No era su bebida favorita, pero pensó que eso la ayudaría.
Jeanne tenía el resto de la tarde libre, así que agarró su bolso y salió de la empresa, dirigiéndose al estacionamiento subterráneo. Subió al pequeño Chevy rojo que su padre le había dado y soltó un grito ahogado.
- ¡Oh, Dios mío!
De repente, alguien golpeó su ventana, y ella se sobresaltó, haciendo sonar accidentalmente el claxon del coche.
Vio quién era... ¿el guardaespaldas de Émile?
"Guardaespaldas de tu futuro esposo, Jeanne", pensó, estremeciéndose.
- ¿Sí? - Bajó ligeramente la ventana, y lo único que recibió fue un sobre manila con la palabra «CONFIDENCIAL» escrita en letras mayúsculas.
- Que tenga un excelente día, señorita Boucher - fue lo único que salió de los labios del hombre. - El señor Dubois se pondrá en contacto con usted.
Y con eso se fue, dejando a la joven intrigada por lo que acababan de entregarle. El sobre, tan simple y tan misterioso al mismo tiempo, contenía algo importante, algo que ella no podía dejar de pensar.
¿Qué más quería de ella? ¿Hasta dónde llegaría Émile para asegurarse de que cumpliera con su parte del trato?