Aaron golpeó el muñeco de entrenamiento con tal fuerza que el cuero desgastado se rompió. Sus músculos ardían, pero no se detuvo. La furia que llevaba dentro, contenida por años, siempre encontraba su salida en el acero.
-Sigues entrenando como si la guerra estuviera a tus puertas -comentó Kael, su escudero, mientras le lanzaba un trapo húmedo.
Aaron lo atrapó, limpiándose el sudor del rostro.
-La guerra siempre está cerca, Kael. En el palacio, en los bosques, incluso en los corazones de quienes dicen ser tus aliados.
Kael cruzó los brazos, su expresión seria.
-Los rumores dicen que tu hermano ha hecho un pacto con fuerzas que ni siquiera los sabios del reino entienden. ¿Qué harás si eso es cierto?
Aaron dejó el trapo caer al suelo y se volvió hacia él, su mirada llena de determinación.
-Lo que siempre he hecho: luchar.
Más tarde, mientras cazaba en el bosque, algo cambió en el ambiente. El viento susurraba palabras que no entendía, pero que parecían llamarlo. Siguiendo el sonido, llegó a un claro iluminado por una luz que no parecía terrenal. Allí, en el centro, una figura femenina de cabellos plateados flotaba entre raíces brillantes.
-¿Quién eres? -preguntó, dando un paso hacia ella.
La figura giró hacia él, sus ojos verdes brillando como gemas. Antes de que pudiera decir algo, desapareció como un espejismo, dejando atrás un perfume dulce que se mezclaba con el aire del bosque.
Aaron miró a su alrededor, su pecho subiendo y bajando rápidamente. No sabía quién era ella, pero algo en su interior le decía que debía encontrarla.